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Mientras tantoNo debemos juzgar a nadie (2)

No debemos juzgar a nadie (2)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Para disuadir de juzgar (e increpar con dureza a quien se atreva a ello) se lanza contra quien ose hacerlo la acusación de interesado subjetivismo, y tanto más cuanto más directamente envuelto en el caso esté el sujeto. De modo que la víctima y los comprometidos en la denuncia del mal quedan invalidados para emitir el juicio correcto, mientras que quienes lo contemplan a distancia y con toda clase de precauciones serían por lo visto los llamados a juzgar con mayor rigor. Esa  reacción defensiva suele combinarse con la reacción opuesta, esto es, con el repudio de todo parecer pronunciado por los que no han vivido los sucesos en primera persona. Pero el caso es que apenas hay instancias  de las que podamos juzgar por experiencia inmediata y, aunque las hubiera, no siempre los testigos directos son dignos de confianza. Se añadirá todavía que cualquier intento de juzgar al prójimo encierra una suerte de indebida arrogancia. Ahora bien, repliquemos con H. Arendt, «¿quién ha mantenido nunca que al juzgar una mala acción estoy presuponiendo que yo en su lugar sería incapaz de cometerla?». Y, en el supuesto de que yo también la hubiera cometido, añadirá, ¿estaría obligado por eso a un perdón que no juzga o el perdón debe más bien seguir siempre a la justicia, que exige inexcusablemente juzgar?

 

3. Basta recordar la naturaleza del juicio para entender a fondo la gravedad de esta tendencia moderna tan arraigada a eludirlo. Lo que ésta revela es la «reticencia o incapacidad para relacionarse con los demás mediante el juicio (…). Ahí radica el horror y, al mismo tiempo, la banalidad del mal”. Un mal que no se juzga es un mal banal, y tanto que ni parecerá un mal siquiera.

 

H. Arendt localiza la fuente de los peores males de la acción política en el rechazo a juzgar. Sin ejercicio del juicio, que por su propia naturaleza se dirige e invita al juicio de otro, no hay comunidad posible ni mundo común; tampoco cabe ya confianza en alcanzar alguna idea de bien y de mal que podamos compartir. Quien se abstiene de evaluar busca en realidad aislarse de los demás, de su compañía tanto como de sus opiniones. El daño será entonces a la vez posible y normal porque, al renunciar a juzgarlo, el individuo renuncia también a superar las limitaciones singulares o subjetivas de ese juicio. No existe así nada malo que pueda parecerlo a los ojos de todos; nadie propiamente lo comete, porque eso queda al parecer de cada cual, y, si no hay que exponerse a juzgar, nadie deberá tampoco denunciarlo.

 

Pero habría que dejar meridianamente claro que este abstenerse de juzgar suele traer consigo otros juicios morales que se ignoran. Cuando el espectador pontifica, por ejemplo, que donde esté la política de nada sirven los reclamos morales, que todos los contendientes creen tener buenas razones para avalar su conducta y que así todas ellas se contrarrestan…, ese sujeto no ha parado ni un momento de juzgar. Eso sí, de juzgar en abstracto para eludir juzgar en concreto. Tal renuncia entraña al fin la negativa a actuar, la evasión del compromiso contra el mal a la vista. No se requiere un gran arrojo para condenar la violencia terrorista en general. Cuesta mucho más  una condena que  entre a sopesar las causas políticas invocadas por los victimarios y quienes les amparan, lo mismo que a medir las razones de las víctimas, porque ello nos expone a tropezar con amigos y enemigos.

 

De esa renuncia se desprenden todavía otras consecuencias bastante obvias. Que uno omita o se guarde para sí su propio juicio, naturalmente, no impide ni debilita el juicio del adversario. Más bien lo afianza a fuerza de no afrontarlo mediante el cómodo permiso de dejarlo estar. Proponerse no juzgar tampoco logra su cometido, sino a lo sumo que nuestros juicios  -que, siquiera tácitos, van a proseguir-  sean en adelante inconscientes y acríticos.  Por lo demás, suspender el juicio propio acerca del explícito juicio ajeno le otorga a este  último la ventaja de que ahora campe a sus anchas  y sin temor a ser contradicho. No lo maldecimos, luego venimos a bendecirlo. Y puesto que son estos juicios prácticos y las emociones que engendran los que orientan la praxis, nuestra rendición no hace más que reforzar la conducta contraria.

 

Desistir de formarse opiniones fundadas y juicios propios nos deja a merced de quien sí dispone de juicios, que entonces ya no serán contradichos, y de designios que por torvos que fueren tampoco van a despertar la debida resistencia. Es a propósito de su propio círculo de amigos cuando el diagnóstico de nuestra pensadora resulta todavía más esclarecedor. Ellos no eran responsables de la llegada de los nazis, desde luego, pero impresionados por su triunfo fueron incapaces de oponerles su propio juicio. Ahora bien, “sin tener en cuenta la renuncia casi universal (…) al juicio personal en la primeras fases del régimen nazi, es imposible entender lo que realmente ocurrió”. No estaría de más aplicarnos el cuento en lo que nos convenga.

 

4. ¿Cómo entender entonces el consejo evangélico “no juzguéis y no seréis juzgados”? No, desde luego, como esa calculadora reserva de evitar meterse con nadie para que nadie se meta con uno. Desoigamos también esa llamada a abstenerse del juicio cuando en modo alguno procede del respeto al otro o de la debida prudencia ante el posible error, sino de la militancia en pro del relativismo moral. El mandato evangélico se entenderá mejor como la exhortación a aplicar un mismo rasero a todos («porque con la medida con que midáis se os medirá a vosotros»). Es decir, cuidáos a la hora de juzgar a otro y poned todas las precauciones debidas para no pronunciar sobre el prójimo juicios injustos…, pues seréis juzgados con el mismo patrón. Supuesto este cuidado, y puestos en el espacio de la política, el talante democrático demanda de los ciudadanos prepararse a juzgar acerca de conductas y de bienes o males públicos, para así vivir en una sociedad bajo permanente examen público de sus opciones colectivas.

 

            Todo apunta a que no hay consigna más adecuada al ciudadano que ésta: iudicare aude!, «¡atrévete a juzgar!».

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