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Mientras tantoNo es casual ese disparo

No es casual ese disparo


 

 

Pero esto no es ya estética, son lamentos.

El oficio de vivir, Cesare Pavese

 

Un joven de 17 años entra a escondidas al cuarto de sus padres y carga la escopeta con la que estos de forma ridícula se amenazan constantemente. Días más tarde se coloca al borde del abismo en la azotea del edificio en el que vive con una nota de suicidio en el bolsillo, mientras, varios pisos más abajo, sus padres se enzarzan en una nueva discusión y la madre agarra la escopeta para encañonar al padre sin saber que está cargada. El chico salta al vacío, dispuesto a matarse. No sabe que tres días antes se han colocado unas redes de seguridad alrededor del edificio por un servicio de limpiaventanas. La red le habría salvado. Así es, se habría salvado si su madre no hubiese amenazado a su padre con la escopeta, apretando el gatillo sin saber que estaba cargada, errando el tiro y saliendo directo hacia la ventana justo en el mismo momento en que él caía desde lo alto del edificio hacia un suicidio frustrado. La bala atraviesa el cristal de la ventana, después la piel a la altura del ombligo del muchacho, el estómago, la bala sigue su curso y el chico muere en el acto. Su cuerpo sin vida cae en la red de seguridad del edificio. La policía detiene a la madre por homicidio, y acusa al joven muerto, por haber cargado el arma unos días antes, de cómplice de asesinato. ¿Una casualidad increíble? No, cosas así ocurren casi a diario.

 

Así comienza la película de Paul Thomas Anderson, Magnolia. Me recuerda a aquella metáfora que se repite una y otra vez en la película El Odio, que decía algo así como:

 

Un tipo salta desde lo alto de un edificio, a una altura cuyo impacto contra el suelo será mortal. Mientras cae se repite a sí mismo: de momento, todo va bien. De momento, todo va bien.

 

Lo más probable, imagino, es que a este tipo al que la gravedad arrastra a una muerte segura el tiempo se le pase lentamente. Tanto que, mientras cae, puede ir pensando en sus cosas. Se preocupa, incluso, por ciertos aspectos más bien poco relevantes, como si habrá dejado cerrada la nevera, o el riego automático del jardín conectado. Si debería haber llamado a su madre, si el portero del edificio seguirá enfadado con él, piensa en si le sentaría bien injertarse algo de pelo en la coronilla o hacer algo de deporte, en que se olvidó de comprar más dentífrico y mañana probablemente estén cerrados los supermercados; en que le puedan ver caer los vecinos del edificio de en frente y puedan llegar a pensar que es un loco, o un despistado, o peor aún, un cobarde, un solitario, un tipo nervioso. Y esto, a él que parecía caer tranquilamente, ahora le altera mucho, claro. Piensa en que quizás la talla de sus zapatos nuevos no es la correcta, en que debe seis plazos del coche, en sus multas de tráfico, en que probablemente el lunes debería tratar de llevarse comida casera al trabajo. Mientras cae, también piensa en que va a manchar el suelo donde caiga, en que ojalá no aplaste a nadie, cuál es la probabilidad al fin y al cabo. Piensa en que la forma de sus dedos nunca le ha gustado, en que su voz le suena ridícula, casi infantil, y se dice a sí mismo que podría aprovechar los atascos de por las mañanas para aprender algo de inglés en vez de escuchar la radio. Piensa también en las chicas que le han gustado, en las que lo han querido. Piensa si realmente alguna le habrá querido de verdad, piensa en si ella, la más especial para él, pensará de él de la misma manera; piensa como pensaba Pavese al recordarla:

 

“Quería enumerar los buenos recuerdos y no recuerdo más que disgustos. Adelante, sirven lo mismo. Mi historia de ella no está hecha de grandes escenas, sino de sutilísimos momentos interiores”.

 

Mientras cae, vuelve a mirar el reloj, un reloj que antes le encantaba pero ya no le convence, y comprueba que el tiempo, que antes pasaba tan despacio, ahora avanza un poco más rápido. Pero que, de todas formas, parece que el suelo todavía queda lejos. Esto le consuela aunque a veces sienta una especie de nudo en la garganta, un agobio infundado en unas prisas que en realidad no tiene. A fin de cuentas, ¿por qué iba a tener prisa?, nadie le está esperando abajo.

 

Vuelve a pensar en que debería haber cerrado la puta nevera, y que quizás se ha dejado encendida la luz del salón y abierto el grifo del lavabo. Qué despistado. En si le han crecido demasiado las orejas en los últimos dos meses, en que hace tiempo que no folla, en si debería tener unos principios morales más fuertes, en si es ridículo que sus ideales hayan sido siempre tan blandos. “Muy blandos”, piensa. Vuelve a mirar el reloj. Piensa en qué carajos hará mirando la hora, qué le importa la hora a estas alturas, y piensa en que es probable que esté sudando, sí, es muy probable, y que tenga la frente y las mejillas rojas porque se está empezando a agobiar un poco por algo que ni siquiera le preocupa, la maldita hora y la sensación de estar cayendo a veces tan rápido y por momentos tan despacio. Piensa, de forma irremediable, en su forma tan grotesca de dudar de cualquier cosa, de no saber tomar decisiones, de tardar horas en elegir entre un plato y otro, entre un camino y otro, en la envidia que le invade al ver a esas personas que lo tienen todo tan claro.

 

¿Qué pasaría, se pregunta mientras cae, si a mitad de caída una bala atravesase una de las ventanas del edificio y lo alcanzase en el estomago matándole en el acto? Sería de una casualidad pasmosa, ¿no? Estaría bien, piensa, ahora que le han entrado las prisas, pues le ahorraría un montón de tiempo y de disgustos y no tendría que seguir consolándose con aquello de que de momento todo va bien, de momento todo va bien, mientras llega a abajo. Su único temor, entonces, sería que pudiesen acusarle de cómplice de asesinato.  

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