No debe ser nada fácil ser un intelectual en los Balcanes y, sin embargo, hay muchos, casi tantos como actores. A la mayoría se les puede ver en reuniones, presentaciones o conciertos. A algunos pocos, vendiendo sus propias publicaciones en las terrazas de los bares con chaqueta y corbata. Tienen que soportar las burlas de algunos desalmados en chándal, que beben sus nescafés con espumita, mientras ellos, con una bolsa de deporte y pocos dientes en la boca sufren en silencio llevar varios años sin poder ver a los nietos que viven en la diáspora.
Nadie sabría decir cómo se ganan la vida estos hombres y mujeres. Reservados, místicos y solitarios. No acertarían a explicarlo sus mejores amigos, primos y colegas de la infancia que, probablemente, solo atinarían a decir que muchos de ellos cuecen repollo en sus casas, beben hasta la última gota de las botellas de agua con gas sin gas, y ahorran en electricidad hasta después de la media noche, es decir, cualquier privación con tal de no renunciar a su linaje intelectual. Son muchas las vergüenzas tapadas desde el fin de Yugoslavia: opacidad y pudor ante propios y extraños. No obstante, siempre quedará un atisbo de vieja alcurnia, un castillo de respetabilidad que hay que defender del asedio de los sintetizadores.
No es una cuestión tampoco de dinero en sentido estricto, que también lo es –casi siempre mal pagados–. Los intelectuales están mal vistos en todos lados pero, especialmente, entre las suegras balcánicas, acostumbradas a lo concreto, a la masa de filo y a los tarros de ajvar, suspicaces ante tanta abstracción de popes, imanes y curas, cantantes folk y poetas nacionalistas, sobre todo, cuando estos se fijan en las faldas de sus hijas. Ya lo sentenció el actor Zoran Radmilović, en una de las películas cumbre del cine yugoslavo, Majstori Majstori, delante de la mesa de comensales: “profesores, intelectuales, vais a morir todos”.
Sentencias que, entre los aficionados a los tragos, como es costumbre en los Balcanes, son consentidas, ya que pocos hablan, pero son muchos menos los que escuchan, si no son los acordes de los tamburaši y el crepitar de la carne a la brasa. Si hay un refugio donde explayarse a filosofar estas son las kafanas, que no las bibliotecas, ni los salones, ni el lugar de trabajo, incluso, ni la propia familia, lugares donde puede hacer más frío incluso que en la calle.
En el cosmos ex socialista existe, incluso hoy en día, esa camaradería entre el aparato y la elite intelectual, que se retroalimenta a través de favores, buenos modales y seguidismo étnico. Algunos de estos intelectuales tienen algún instituto o alguna fundación a la que acuden cada mañana, cada vez más tarde, con una invitación a un cóctel de una embajada asiática, un buen cuenco de frutos secos y un teléfono encima de la mesa, desde donde pedir un café turco a la del servicio, escondida entre el papel de los cigarrillos y los periódicos gratuitos, en una habitación pequeña con un hornillo y una pared de azulejos blancos.
Lugares no siempre financiados por el Estado, sino también por fundaciones internacionales, organizaciones no gubernamentales o la propia Unión Europea, los cuales se sitúan en esa categoría socialmente denigrada, como es la de los strani plaćenici (pagados por extranjeros) que, en lugar de mirar hacia los campos húmedos de Kordun, Šumadija o Grahovo, sencillamente, miran a la Rue de la Loi en Bruselas, sonriendo más y gritando algo menos, que en los años en los que estar contra una dictadura comunista era un buen negocio.
Los Balcanes es un mundo escéptico, que no da mucha tregua a los idealismos. La inteligencia se vuelve pesimista, incluso se aplaude en los programas de televisión con risas enlatadas, y la interpretación de la vida y de la existencia misma es justificadamente negativa, porque los grandes proyectos colectivos, entre ellos Yugoslavia, solo han traído grandes decepciones. Esto contrasta con el sentimiento, la euforia o el hedonismo que suele mostrar la gente cuando el amigo emigra, hay derbi o los hijos se casan. ¿Cómo encajan todas estas contradicciones? Con melancolía, sí señor, el principal credo ideológico, el cemento psicológico de la nación, muy por encima del nacionalismo, aunque nadie lo diría si miramos los diarios.
En esta campiña hay seres que se escapan del redil, y logran esquivar los hierros que impone el nacionalismo. Uno de ellos es Slavko Goldstein (Goldštajn, en croata). Un señor bajo, con la cara redonda, los ojos pequeños, un escolástico de 87 años al que, al revés que a muchos de sus compañeros de profesión, reclaman del establishment sin serlo. No tiene quiosco intelectual, no tiene al hijo en la diáspora, no es pesimista, nadie se ríe de él y no es precisamente lo que se dice seguidista.
Su padre, librero, de la ciudad de Karlovac, fue apresado por los ustaše en 1941 cuando crearon el Estado Independiente de Croacia. Fue de los primeros en ser detenido y, también, fue de los primeros en ser asesinado. ¿Por judío? No. Por intelectual, y, además, de izquierdas. Esto lo destaca Goldstein con tristeza, pero, también, con orgullo manifiesto, de haber perdido a su padre por un ideal superior. No podía ser de otra manera cuando su madre, también de pulsión libertaria, perteneció a la Hashomer Hatzair (movimiento juvenil judío, sionista y socialista).
Al contrario que otros intelectuales de la zona que también han ejercido de políticos –tipo Alija Izetbegovic, Vuk Drasković, Franjo Tuđman, Vojislav Koštunica y la lista se alarga–, Slavko Goldstein no está al servicio del nacionalismo. Las ideas ilustradas por encima de la nación, lo que para los intelectuales balcánicos con más ascendente en los 90 sería como si apareciera Carmen Miranda a bailar en un velatorio. Ya lo acuñó el abogado defensor de Gavrilo Princip, el doctor Rudolf Zistler cuando le leyeron la cartilla: “Yo soy un patriota social”. Ahora sonaría como un brindis al sol; entonces en los trenes autro-húngaros, en compartimentos de madera y con chaqueta de doble botonadura… era la… era otra cosa.
Me contaba una opositora croata a las instituciones europeas, mientras se comía una ensalada de tofu en la Plaza Schuman:
—Mira, el croata típico siempre ha sido muy subordinado (podanik), ¿sabes? De los que obedecen, pero también, de los que van haciendo las cosas a su manera… ya sabes.
Debe ser por eso que, cuando 4.000 locos ustaše se pusieron a tocar la música compuesta desde Berlín en 1941, les siguieron un buen número de croatas. Si hubiera sonado la música de la cábala, imagínense, 38.000 judíos que había en Croacia en 1941, obligando a todo el mundo a llevar la kipa, comer alimentos kosher y memorizar la Torah. Quién sabe si los croatas les hubieran seguido también.
La cuestión croata en la región ha sido ser independentista. Es lo que pasa cuando la otra cuestión, la de tus vecinos austriacos, húngaros y serbios es ser expansionistas. Es por eso que aquel Estado se denominó Estado Independiente de Croacia (Nezavisna Država Hrvatske). Ni por Estado, ni por Croacia, sino, sobre todo, por Independiente. Así que cuando llegó a oídos del croata medio que habría “un Estado, sin guerra” gracias a los nazis, que no a los vieneses, muchos se fueron con los asesinos, y se pusieron los uniformes nacionales, no diseñados en Belgrado.
Sin embargo, en algún momento, los ustaše quisieron llegar hasta el Drina (Do Drine!). Y aquí perdieron su esencia nacional: porque los croatas ni son expansionistas, ni son unos asesinos –ninguna nación lo es–, aunque se consintiera que, de casi 1,8 millones de serbios que vivían en Croacia, un cuarto fueron exterminados, un tercio de la población local. Son las cifras dolorosas de hace algo más de medio siglo, incluso más que la 31.000 judíos asesinados de los 38.000 que había entonces. Fue entonces que, con el asesinato masivo de judíos, gitanos y disidentes croatas, pero, sobre todo, de serbios, con las cuevas, bosques y playas chorreando sangre ortodoxa, los croatas católicos concluyeron que querían un Estado, pero no un Estado criminal, por muy independiente que este fuera.
Y es aquí donde Slavko Goldstein entra como el cuchillo en la mantequilla, con su fastuoso ensayo 1941. El año que retorna (Editorial Cómplices, 2011), para poner puntos y apartes a los años de la vergüenza croata. Para recordarle a todos sus lectores que el fascismo croata fue principalmente independentista, pero, también, antiserbio, que hubo auténticas matanzas con bandera croata, que muchos croatas salvaron la vida de muchos serbios, pero una mayoría consintió muchas más muertes, lo que llevó a otra mayoría croata a pasarse al bando partisano. El libro sacude más conciencias si cabe cuando reclama contextualizar las matanzas de sus compatriotas croatas por paramilitares serbios o la JNA (Ejército Popular Yugoslavo) durante los años 90, en la Eslavonia oriental o la Krajina, en parte por lo que ocurrió casi 50 años antes entre serbios y croatas. Goldstein no lo justifica, pero lo cuenta, lo fundamenta, lo documenta y, para que duela al nacionalista, lo hace con mesura y moderación.
La pregunta es: ¿Hay algo más doloroso, en el tradicional victimario local, que recorre el sudeste europeo desde el Triglav al Vardar, que uno de los tuyos airee que tus muertos no son santos? A nivel de la identidad nacional, no. Un libro publicado con su hijo, Ivo Goldstein, historiador, sostenía que Jasenovac y Bleiburg no eran lo mismo, porque “Jasenovac… fue principalmente un genocidio, un asesinato masivo de civiles mientras que Bleiburg es un asesinato masivo de soldados capturados y derrotados… Bleiburg no tuvo influencia en Jasenovac, pero Jasenovac causó Bleiburg”. La verdad no es el sentido de la vida, pero sí termina por ser un destino trágico para los sacerdotes de la pureza étnica
Goldstein no solo se centra en el asesinato masivo de serbios, judíos o disidentes croatas durante la Segunda Guerra Mundial, sino también destapa a los “enemigos” de la nación croata, porque él es croata, en parte, en agradecimiento a los muchos compatriotas que le ayudaron a él y a su madre a huir de los ustaše en los años turbulentos. Ya se lo dijo un general serbio de la Krajina a finales de los años 80: “Slavko, tú eres para mí un croata que trabaja para los eslovenos y eso es lo peor que podrías ser. Pero también eres judío y fuiste un buen pequeño partisano, por ello te hablo como a un amigo: diles a tus croatas y eslovenos que los serbios los hemos liberado dos veces durante este siglo, pero que si tenemos que volver a hacerlo una tercera vez nunca más nadie tendrá que ocuparse de ello. ¿Me entiendes?”. Al contrario de muchos intelectuales de su generación, nunca ideologizó la nación. Y aunque le seduce la identidad croata, le seduce más la verdad.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Goldstein se marchó a Israel. Lo hizo en cuanto fue testigo de la brutalidad de la posguerra yugoslava y se olió el socarrá estalinista, aunque este duró lo que tardó en oficializarse el socialismo autogestionado, el estilazo musical de Đorđe Marijanovića y Miki Jevremović y los créditos al cero por ciento de los estadounidense en los comienzos de la guerra fría. Goldstein participó en la guerra de la independencia en Israel en 1948 y vivió en un kibutz hasta mediados de los años 50. Como también le pasó al historiador de origen judío Tony Judt después de la guerra de 1967, el nacionalismo judío terminó por atragantársele. Los enveses revolucionarios con banderas nacionales son dolorosos, demagógicos y traicioneros para los que sacrifican su condición étnica por la idea de un humanismo superior. Como dice Goldstein: “cuando en 1951 vi que tenían en los quioscos el Corriere della Sera y el Frankfurter Allgemeine Zeitung sentí que todavía estaba unido emocionalmente a Croacia”.
Estudió Literatura y Filosofía en la Universidad cuando volvió de Israel. De igual modo se convirtió en periodista, trabajando como editor para Vjesnika y Erasmus. Llegó a montar sus propias casas editoriales Liber y Novi Liber e, incluso, un partido político, el HSLS, cuando el multipartidismo en Croacia era todavía cosa de centros okupa. Todo en su vida hace pensar que prefería viajar en goleta, que aguantar las tonterías de los pasajeros de un transatlántico. Así debió de ser cuando en los 90, en el contexto menos ventajoso, fue uno de los pocos azotes de Franjo Tuđman, de su discurso del odio y de la vena obsesiva que le entró a los dirigentes por privatizar el país. Se lo había puesto en bandeja el dirigente croata cuando se marcó una frase para la historia de la infamia: “por suerte mi mujer no es ni serbia ni judía”.
Sin embargo, nunca desató su arrebato contra Tito, porque, en su recuerdo, quedaban las alabanzas hacia el hombre que supo exitosamente organizar la lucha contra los nazis. Y, por otro lado, algo de sentido común: el titísmo no preguntaba sobre el papel si se era judío, croata, serbio o musulmán. Solo así, y desde su propia experiencia como partisano desde los 14 años, se puede entender su condición de guionista del cine propagandístico de la época con Signali nad gradom (1960) y Akcija stadion (1977), dos décadas en las que la presunta dictablanda del mariscal, como define el propio Goldstein al titismo, se vio atrapada en las redes del dogmatismo yugoslavo; aquel que convirtió a los liberales en apologetas de la descentralización del Estado, y a los nacionalistas místicos en demócratas anticomunistas.
No obstante, mucho antes de que llegaran las tensiones descentralizadoras, Goldstein ya idealizaba un judaísmo croata. De ahí la reivindicación de la palabra židov, en lugar de jevrej, para denominar a los judíos; la búsqueda de independencia del núcleo judío croata frente al judaísmo federal de Belgrado y la inversión de toda su energía por dotar de visibilidad a los judíos de toda Yugoslavia. Y otras proclamas que hoy nos parecen el pan de cada día: la apuesta por reformas económicas radicales, la entrada de Yugoslavia en la UE, la aspiración al multipartidismo, y el enfrentamiento con todos los revisionistas que desinflaban la cifra de muertos del otro bando durante la Segunda Guerra Mundial, gracias al velo de la ignorancia que impuso el antinacionalismo yugoslavo. Siempre militó en modo profecía, frente a los primeros coletazos de la descomposición yugoslava.
Entre los judíos de la zona una anécdota retrata su personalidad contradictoria y coherente al mismo tiempo. Cuenta que su padre le llevaba cuatro o cinco veces al año a la sinagoga: “en el Rosh Hashanah, Yom Kippur, Pesach, Sukkot. Éramos judíos sin ningún tipo de complejo”. Luego mucho después, junto a su hijo, Ivo Goldstein, luchó por la reconstrucción de la sinagoga de la capital croata. Fue, además, presidente de la comunidad de judíos en Zagreb. Sin embargo, pese a todo ese judaísmo, esto no fue óbice para que el día de la celebración de Yom Kippur, allá por 1990, con el nacionalismo croata en su apogeo, se marcara una recogida de firmas para recolocar la estatua del líder histórico croata Josip Jelačić en la otrora plaza de la república yugoslava. Nadie entendió nada.
Goldstein, sin embargo, siempre parecerá un recién llegado, un nuevo estudiante en el aula, observado por los compañeros de clase con suspicacia. Esa aparente timidez, los aires de campesino del banato, de estudiante de provincias austrohúngaras, los ritmos pausados de la Eslavonia, todo invita a acompañarle en bicicleta junto al río Danubio. Los jerséis de rombos, los polos a rayas, las camisas blancas, todo delata en él inocencia y pulcritud, de hombre de domingo. Y, sin embargo, tiene alma de hacendoso, y picaresca de lazarillo. Como si siempre pudiera reinventarse a sí mismo, tomarle el pulso a la actualidad y dedicarle un artículo al mismo Bob Dylan, y decirle a la leyenda estadounidense: “creo que el señor Dylan habló por ignorancia, no por malicia. Espero que se disculpe por su descuidada simplificación”.
Goldstein parece un hombre sereno, sosegado y flemático, y, sin duda lo es, en un aparente estado sempiterno de satisfacción consigo mismo, y, sin embargo, su vida ha sido una cadena de decepciones ideológicas. Al situarse ante los grandes episodios políticos que le tocaron vivir, no encajó en ellos, como se acomodan los intelectuales de la región, sino que sus ideales golpearon contra la historia. Sin pesimismos, escepticismos o conformismos intelectuales, hizo suyo el discurso más trágico. Y eso hace a Slavko Goldstein parecer un hombre derrotado, y sin embargo ha salido vencedor en sus batallas por la verdad. Un intelectual que ha acabado enfrentado a sus ideales: “los grandes ideales suelen acabar siendo grandes cementerios de personas”. ¿Quién le dice hoy que no al bueno de Slavko Goldstein después de todo lo vivido?
Nos queda un intelectual inclasificable, un hombre que vive a contracorriente: judío, cuando hubo más ustaše; partisano, cuando hubo más nazis; emigrante, cuando se fundaba Yugoslavia; retornado, cuando no se le esperaba; judío croata, cuando hubo más yugoslavos; disidente, cuando Tito tuvo más amigos; fuera de la Liga Comunista, cuando pertenecían todos; fundador de un partido liberal, cuando hubo más nacionalistas; activista civil, cuando en el Estado todo era etnia; independentista, cuando se esperaba su judaísmo cosmopolita; y declarado yugoslavo, cuando Yugoslavia ya había dejado de existir.
Como dice un sefardita de los que duermen con la menorah encima de la mesilla de noche: es el típico intelectual que se alimenta del odio de los demás y, sin embargo, todos le respetan. Hoy, Slavko Goldstein, es de los pocos que no se dedican a crear amigos entre los patriotas y, sin embargo, ejerce como mejor embajador de la intelectualidad de su país. Judío, croata, editor, guionista, político y, por encima de todo, intelectual, ha conseguido que la historia sea contradictoria y, en cambio, en su vida todo parezca coherencia. No es fácil ser Slavko Goldstein.
Miguel Rodríguez Andreu (Vigo, 1981) es editor de la revista de estudios balcánicos Balkania y co-editor de Eurasianet. Es autor de Anatomía serbia y Homofobia en los Balcanes. Reside en Belgrado. En FronteraD ha publicado La derrota serbia o vivir orgullosamente.