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No es nada personal

Con tono más cínico o más sincero quien está propinando un daño a otro, o el que lo consiente, pueden acercarse a la víctima para hacerle saber que ese daño que le inflige no es nada personal. En otras palabras, que carecen de razones íntimas para hacerle sufrir o para permitirlo, si bien otras razones más poderosas contra las que nada pueden –y aun sintiéndolo mucho- vuelven esa injuria inevitable. Mediante semejante “justificación” el agresor y su medroso espectador pretenden disminuir su culpa o al menos su responsabilidad.

 

1. La copiosa reflexión suscitada por el genocidio de los judíos en la Alemania nazi nos servirá para dilucidar este punto. ¿Que por parte de muchos no hubo motivos favorables a la barbarie de los campos de exterminio? El problema radicó más bien en que para casi nadie hubiera bastantes motivos para empeñarse en evitarla. Se ha escrito  con intención exculpatoria de aquel horror que “la mayoría de la gente no deseaba nada mejor o peor que el que les dejaran tranquilos para perseguir sus inocentes fines privados”. Exacto: bajo aquellas circunstancias tan extraordinarias, ese refugio en la privacidad ordinaria por parte de tantos fue justamente un factor clave de la gestión cotidiana del horror.

 

¿Acaso puede deducirse de semejante constatación que tales estados subjetivos no fueron determinantes? Lo justo sería decir lo contrario. Dar la espalda a los males públicos, corroborarlos gracias a su acrítica retirada, convierte a los “inocentes” fines privados en culpables. Tan decisiva es la disposición anímica a no indagar en los males que están sucediendo, y por tanto a no entrar a discernir su naturaleza, como la inclinación a refrendarlos. Tan crucial como no querer el mal es no querer el bien lo bastante; para que el mal sobrevenga no hace falta insistir en que éste llegue, sino basta con no desear otra cosa mejor con más ahínco ni estar dispuesto a enfrentarse a lo que retrasa o impide su llegada.

 

Supóngase que cuanto había en el alma de Eichmann -por señalar un protagonista indiscutido en el asunto que debatimos- fuera el mero afán de salir adelante y de contentar a los suyos. Eso ha llevado a algunos pensadores, no a negar su indudable responsabilidad, sino a buscarla en otro lugar que no sea el contenido de su alma. Pero es de temer que esa búsqueda nos desoriente. No hay que salir fuera de su alma, sino escudriñar su paupérrimo contenido, su pavoroso vacío. Lo que faltaba en el alma del genocida eran los hábitos congruentes con su humanidad y, el primero de ellos, “el de no matar a seres humanos” (O. Marquard), que intentó camuflar mediante la exhibición de un celoso cumplimiento del deber. Con aquel hábito, entre otros, no se habría entregado a tan bárbaras fechorías.

 

Mas lo que también se echaba de menos en su alma, y harto llamativamente, eran los sentimientos morales que denotan alguna voluntad de justicia: la piedad y la indignación, la culpa, la vergüenza y el remordimiento. Y tales emociones faltaban porque tampoco sobreabundaban en él las categorías morales y políticas que debían suscitarlas. Mejor dicho, porque albergaba unas categorías prácticas opuestas. Como cualquiera, también él se nutría de creencias y concepciones acerca del mundo, unas creencias que, a través de los sentimientos que de ellas se desprendían, le indujeron unas indudables intenciones malignas. Eichmann confesó en Jerusalén a sus jueces que “ ‘personalmente’ nunca tuvo nada contra los judíos, sino que, al contrario, le asistían muchas ‘razones de carácter privado’ para no odiarles”. Lo sintomático es que no le asistieran razones de carácter público, de simple ciudadanía, para guardarles un mínimo respeto. Lo más grave de un crimen no es no tener nada (personal) en contra de la víctima, sino no tener nada (impersonal) a su favor. En último término, como buena parte de alemanes ya tenían mucho impersonal en contra de los perseguidos, a saber, su antisemitismo, acabaron teniendo bastante fuerza impersonal favorable a sus perseguidores.

 

2. Es verdad que en tales circunstancias de persecución siempre hay muchos casos en que allegados de una u otra víctima se le aproximan para mostrarle su adhesión personal. ¿No sería ésta una conducta opuesta a la anterior? Es de temer que sea con bastante probabilidad otra versión del mismo tópico.

 

Semejante adhesión no debe ser creída a pies juntillas. Si su sujeto fuera consecuente con ese susurro al oído, si lo llevase un poco más allá de su gesto secreto…, es probable que no incurriera en tantas incongruencias y que se animara a hacer algo efectivo por las víctimas. Porque en la adhesión sólo “privada” a los daminificados por un daño “público”, y salvada cuanto sea preciso la buena intención, suele esconderse  un profundo autoengaño. Siendo un mal de naturaleza social, no natural, la solidaridad no puede soslayar el papel desempeñado por doctrinas o políticas que conculcan derechos o legitiman la violencia. Aquí no vale el “lo siento” pasivo para atenerse a la trivial convención. Tampoco el deseo virtuoso de que los intimidados se vean libres de la intimidación y no haya más víctimas, porque ese angelismo busca escabullirse de juzgar las justificaciones de aquellas injurias. Cuando el espectador descomprometido hace saber en privado al que sufre injusta persecución que ya sabes que me puedes pedir lo que quieras, le comunica su disposición a concederle cualesquiera favores… menos ése que el perseguido más echa en falta: un pronunciamiento público contra la tremenda injusticia que padece. 

 

Sea de ello lo que fuere, subsisten aún otras serias dudas acerca de su valor. Por de pronto, la de si esa adhesión, precisamente por comunicarse en privado, no se convertirá también en lo contrario o al menos en cauteloso silencio ante los de enfrente; si esa muestra de solidaridad no cambia de signo al menor asomo de riesgo. En suma, si ahí no anida más bien el deseo del sujeto precavido de estar a bien con todos. Con los agresores, porque abiertamente no se adhiere pero tampoco se pronuncia en contra, y entonces cabe deducirse, cuando menos, que no se opondrá abiertamente a sus designios. Con los agredidos, porque ya les manifiesta su comprensión, aunque en privado para que no se enteren los agresores. Y así, según vayan las cosas, aquel espectador puede echar mano de un gesto o del otro. Es también un modo de mantener una paz precaria consigo mismo.

 

Nada de ello parece razón suficiente para desdeñar de un golpe a quienes de buena fe prestan su afectuosa atención al que sufre alguna injuria pública. Pero tampoco estaría de más aclararles que aquella adhesión personal de los más próximos ya se daba por supuesta y que algo ayuda, pero poco. En otras palabras, que lo que los perseguidos o maltratados esperan de sus conciudadanos es más bien una “adhesión impersonal”. Más acá y más allá del grado de cercanía o amistad con los injustamente tratados, es nuestra condición de meros sujetos morales y de conciudadanos la que a priori nos debe predisponer en su favor.

 

En último término, una solidaridad sincera no se contentaría con lamentar la situación de la víctima. Requiere además bastante reflexión: ya sea para descubrir el núcleo perverso de la doctrina que al final conduce a hostigar o a matar; ya sea para detectar el lazo de complicidad implícita que anuda el confortable silencio del espectador con los agresores y sus cómplices.

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