Soñando siempre con largos, y a ser posible lentos, convoyes nocturnos, que nos lleven a un mar que no sea condescendiente, a una costa abrupta, o al menos ardua, de playas batidas por la lluvia, donde podamos encontrar rastros que no habíamos considerado nunca.
Esta es la verdadera resistencia gallega, escribí como pie de foto en Instagram. Llovía y hacía viento en la playa del Rostro la tarde de septiembre que regresamos al lugar donde empezó nuestra historia. Había visto alguna pintada en muros de la costa en favor de la puesta en libertad de presuntos patriotas gallegos, miembros de la Resistencia Galega, o acaso de un llamado Exército de Resistencia Galega, responsables de haber colocado artefactos explosivos en sucursarles bancarias y otros baluartes del imperialismo español. No hace falta leer en el último número de The Economist una pieza que bajo el título The weapon of choice dice en el sumario: «El derramamiento de sangre a veces ayuda a los autócratas en el poder, raramente beneficia a los manifestantes». ¿Habrá que volver a leer a la anarquista estadounidense Emma Goldman para darse cuenta de que la violencia acaba convirtiéndose en la mejor arma del gobierno?
Al faro de Touriñán prefiero volver de noche. Pero no vería este mar, este estambre de cemento, esta silueta de mi hermano asomado a la Costa de la Muerte. Acaso sirvan los faros para no perder el rumbo en el mar del deseo. Cuando regreso a esa costa más piadosa de lo que su nombre indica siempre pienso en construirme una cabaña que me permita recordar a Henry David Thoreau y hacer lo que no suelo hacer nunca, y especialmente en los últimos años de la vorágine: pensar, olvidarme del tiempo contemplando el mar, leer durante horas, no escribir. Así llegamos adonde en realidad quería ir:
A la playa de Nemiña, a la que no me canso nunca de regresar, por la carretera que tras abandonar el camino de Cee y Corcubión, pasando por Pereiriña y la panadería de Anxeles, desdeña la ruta de Fisterra y opta por Frixe, Castro, vira a la izquierda antes de encarar el último tramo, casi siempre tan ventoso, que desemboca en Touriñán, deja otra vez a babor la serrería (y su bombilla perpetuamente encendida cada noche) y baja entre maizales que saben dejarse acariciar por el viento y la llovizna, hasta una playa que sabe conjugar lo que ni siquiera acertamos a nombrar, lo que no acabamos de escuchar. No, no es necesario redimirse todas las noches. Ni siquiera escribir como si al final del camino no estuviera una playa como esta. Este es el asombro. Cierro el ordenador, apago todas las luces, me desnudo, subo al convoy del mar.