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No existe el ser, sólo modos de ser (acerca del libro ‘Construir pueblo’, de Errejón y Mouffe)

 

Este libro –Construir pueblo. Hegemonía y radicalización de la democracia, publicado por Icaria–, puede ser leído con la misma facilidad y con el mismo placer que una novela, una novela en la que dos personajes conocidos mantienen una larga conversación sobre asuntos de política y de historia de nuestro país.

 

Pero, dado que tanto Chantal Mouffe como Íñigo Errejón son profesores de Teoría Política, se trata de una conversación que contiene algunos conceptos teóricos no evidentes por sí mismos. Gramsci está en la base de todo, pero también algunos autores de lo que se ha denominado como postestructuralismo. En la medida en que las conclusiones de ese diálogo reposan sobre esos conceptos, y en la medida en que la discusión política hoy en día se ha convertido de nuevo en un territorio apasionante (sin duda, gracias a Podemos), he considerado interesante señalarlos y analizarlos para poder seguir pensando, no sólo las situaciones que nos proponen, sino otras que se nos puedan presentar.

 

El primero de ellos es el concepto de “esencialismo”. La batalla que llevan a cabo Errejón y Mouffe contra el esencialismo consiste en asumir la crítica que Gramsci hace del materialismo histórico, tal y como fue formulado en su día por el marxismo clásico. El materialismo marxista considera que la economía determina la historia de las sociedades, porque determina la identidad de los sujetos a través de su posición en la producción: pertenecer a una clase social es el dato original a partir del cual los individuos se identifican con una política que representa sus intereses. Puesto que, en los análisis de Marx, el proletariado es la clase social que puede superar las contradicciones del capitalismo –y pese a ser sólo una clase y no toda la población–, encarna un proyecto universal: el desarrollo humano hacia un mundo mejor.

 

La concepción esencialista, dice Mouffe al principio de esta conversación, “veía la existencia de las identidades políticas como previas a su articulación discursiva”. Lo que esta “articulación discursiva” significa puede iluminarse con lo que escribió Gramsci en sus Cuadernos: “No es la estructura económica la que determina directamente la acción política, sino la interpretación que se da de ella”. Es decir, el discurso de la política, la interpretación que los argumentos políticos dan de una situación concreta es lo que determina la existencia de unas identidades políticas, de unos proyectos políticos en los que los individuos se reconocen. La política, pues, antes que la economía.

 

Que Gramsci, a tenor de lo que dicen quienes lo han estudiado, no haya nunca utilizado el concepto de alienación para analizar la realidad, es una muestra clarísima de que lo que dice se aleja francamente de la ortodoxia marxista. En efecto, el marxismo clásico tuvo que crear una teoría de la alienación que permitiera explicar por qué muchos individuos que eran clase obrera actuaban, pensaban y votaban en contra de sus intereses. ¿Si son obreros –se decía–, si ese es su ser de clase, por qué no se identifican con una política de clase? La respuesta de Gramsci no necesita hablar de la alienación como engaño de la ideología dominante, sino que emplea la idea de que la política es hegemonía: si la hegemonía la detenta el sector financiero y capitalista, aun cuando las clases desfavorecidas sean mucho más numerosas, en estas no se producirá una identificación masiva con una política que se plantee tomar el poder contra quienes las oprimen y explotan.

 

“Hegemonía” es el concepto con el que Errejón y Mouffe nos invitan a pensar la política y la historia. A las mujeres (no sé si así dicho en general, pero por lo menos a las mujeres feministas) no nos resulta difícil entender en qué consiste la hegemonía, por la sencilla razón de que el patriarcado ha sido hegemónico –y todavía no se ha acabado– durante siglos y siglos. “Hegemonía” significa dominio ejercido mediante la persuasión y el consenso. Aun cuando en algunos momentos el dominio del patriarcado se ha servido de la fuerza, lo bien cierto es que no hubiera podido durar tanto tiempo si no hubiera sido por la complicidad y el acuerdo también de las mujeres.

 

¿Cómo puede ser que un punto de vista particular sobre el mundo (como es el punto de vista patriarcal, o el punto de vista del liberalismo económico) se imponga de tal manera que acabe siendo el punto de vista mayoritario (tanto de hombres como de mujeres, tanto de los banqueros como de los trabajadores)? Foucault tiene una respuesta: porque el punto de vista, las gafas con las que miramos la realidad, no se perciben, y lo que se ve a través de ellas no se toma como lo que las gafas nos permiten ver, sino como la realidad misma de lo que es. Errejón dice que todo orden trata de naturalizarse. Un orden hegemónico ha convertido en natural su punto de vista, haciendo que no aparezca como punto de vista sino como visión de la realidad: nos pone ante los ojos lo que tenemos que ver y sostiene que eso es lo que hay.

 

Pero la pregunta sigue en pie. ¿Cómo lo han conseguido? ¿Cómo han hecho los varones durante siglos para hacer que se adoptara su concepción del mundo misógina y que ni siquiera se reconociera como una concepción particular? ¿Cómo ha hecho el neoliberalismo para que la inmensa mayoría hayamos deseado enriquecernos, consumir continuamente y vivir con ese modelo de desarrollo como un ideal? Errejón y Mouffe hablan de, al menos, dos procedimientos: la configuración de un sentido común y la creación de las identidades.

 

El sentido común nos hace reconocer lo que es evidente y compartirlo con las personas de nuestro alrededor. Las subjetividades nos permiten identificarnos y saber quiénes y qué somos. Cada momento histórico permite ver y reconocer unas cosas. Para el hablante, para el que percibe, no hay más juego que el que las reglas del juego le permiten decir y percibir. Entrar en el juego, pertenecer a una sociedad, significa hablar como los demás y ver como los demás. La sociedad –concuerdan Errejón y Mouffe– es un espacio discursivo y las identidades son una construcción.

 

El esencialismo y la naturalización asociada se ponen en entredicho cuando observamos que el sentido común no es común a todos los humanos geográfica e históricamente, y que las identidades no son idénticas por los siglos de los siglos. El cambio que se ha producido en las identidades de género demuestra que no hay nada que pueda afirmarse como el ser hombre o el ser mujer. En los humanos nada puede entenderse como natural, todo es historia, ha tenido un comienzo y por eso mismo puede tener un final. No existe el Ser de las cosas, sólo modos de ser.

 

La construcción discursiva de las identidades nos lleva a dar una enorme importancia al lenguaje, mucha más de la que espontáneamente le concederíamos. En efecto para muchos hablar es sólo hablar; para algunos hablar puede ser también a veces actuar; pero el paso siguiente, según el cual hablar es una acción cuyo resultado puede ser la construcción de identidad, es más difícil de seguir. A esto último es a lo que se refieren Errejón y Mouffe cuando hablan de la “performatividad” del lenguaje.

 

Sin duda no siempre que hablamos hacemos uso de la performatividad política del lenguaje. Nuestra realidad cotidiana está llena de palabras y frases irrelevantes desde un punto de vista político. Pero hay otras que dan sentido a lo que hacemos de manera que, sin ellas, lo que hacemos carecería de sentido y dejaríamos de hacerlo. Estas son las importantes, con las que se fabrican las reglas del juego social y político. No tiene las mismas consecuencias decir que “esto no es una pipa de verdad” que “esta no es una mujer de verdad”: todos podemos entender que el segundo juicio es ya una acción de repulsa de la que pueden desprenderse comportamientos odiosos, a veces incluso criminales.

 

Un discurso performativo nombra algo que ayuda a visibilizar: siempre vemos solamente algunos elementos de las cosas, nunca lo percibimos todo, y lo que vemos es porque lo agrupamos dándole un sentido, adscribiéndole una palabra. De esa manera sellamos un acuerdo entre lo que vemos y lo que decimos, y a eso lo llamamos la verdad. Configura nuestras evidencias porque, sobre todo si un sentido es muy duradero, su naturalización aún se hace más fuerte: si las mujeres, a lo largo del siglo XX, no hubiéramos hecho posible ver las cosas de otra manera, si no hubiéramos alterado el sentido común en el que ocupábamos un lugar subalterno, seguiría siendo evidente para todos y todas que los hombres son más creativos, más activos, más inteligentes que las mujeres.

 

Ahora bien, la hegemonía no es como una ideología de la que podemos librarnos con sólo dos o tres sacudidas. No se acaba con la hegemonía patriarcal mediante un debate de ideas. Las mujeres en la historia pasada han sido mayoritariamente todo eso que el sentido común decía y creía. Las historiadoras que desean adoptar un punto de vista feminista saben que lo que tienen que hacer no es negar los hechos, sino hacer que se perciban otros hechos, invisibles hasta ese momento. La mirada retroactiva al pasado, hecha con otras reglas de juego, ofrece nuevas visibilidades.

 

Errejón pone un ejemplo magnífico de performatividad a propósito del nacionalismo catalán. Dice que una nación son millones de ciudadanos en la calle identificándose como pertenecientes a una misma nación. No se trata, pues, de sentimientos nacionales, de esencias catalanas: es la voluntad colectiva la que dice fuerte y claro que son una nación. Y porque lo señalan, lo muestran y le dan un sentido configuran un modo de ser. “Nosotros” es siempre una construcción discursiva.

 

Los modos de ser han sido construidos y por eso mismo pueden ser destruidos. Cuando el viento del cambio sopla en la historia, entendemos mejor esta frase de Gramsci: “Uno de los ídolos más comunes es el de creer que todo lo que existe es ‘natural’ que exista”. Porque es entonces, cuando una hegemonía comienza a resquebrajarse cuando nos preguntamos si lo que vemos es lo que hay, si no habrá otras cosas que no veíamos hasta ese momento, si lo que existe es lo que siempre tiene que existir. Empezamos a percibir el modo de ser de las cosas y si este no nos gusta, actuaremos para destruirlo porque sabemos que no es ‘natural’. Pero del mismo modo que construir una hegemonía es difícil y costoso, destruirla también lo es. Porque un modo de ser está encarnado en los comportamientos: destruir la ancestral relación hombre/mujer es una tarea que durará muchos años.

 

Otro ejemplo claro es el de la dicotomía “casta/ciudadanos”: se ha hecho visible algo que estaba ahí pero, al no ser nombrado, ni tener sentido, no era posible identificarlo. ‘Casta’ es un modo de ser creado gracias a la performatividad de un discurso. El país entero dice “ese es casta” o “yo no soy casta”. ¿Quiere esto decir que antes de nombrar a la casta esta no existía? La respuesta es sí y no. Existían comportamientos, gestos, acciones y palabras que sólo ahora con una mirada retrospectiva identificamos como casta. Podríamos decir que sí que existía pero sin forma, pero por eso mismo, porque sólo percibimos formas, ni existía ni tenía nombre. “Casta/ciudadanos” ha introducido una variación en el sentido común. Sólo es una batalla en la conquista de una nueva hegemonía: hacer que el poder deje de servir a los intereses del neoliberalismo será un proceso largo, pero esta batalla la hemos ganado.

 

A propósito de lo que se gana y se pierde, Errejón plantea el siguiente problema en su conversación con Mouffe: ¿cómo hacer para que ciertas conquistas sean irreversibles? Es un problema, por supuesto, para quienes defienden que los cambios sociales revolucionarios se tienen que llevar a cabo en una sociedad profundamente democrática, respetuosa de las libertades y del pluralismo. Un gobierno puede anular lo que el gobierno anterior ha conseguido.

 

Pero debo decir que no comparto su preocupación. Por un lado porque me parece que las conquistas que son reversibles, aun siendo importantes, no son tan fundamentales como las que lo son menos. Por ejemplo, la ley del aborto. Se puede intentar cambiar y anular, pero nunca más una mujer será perseguida y condenada a cárcel en nuestro país por haber abortado. Tendría que suceder una catástrofe, una guerra civil, para volver a tiempos pasados. Por otro lado, en efecto creo que no hay nada que sea absolutamente irreversible, es decir que, por supuesto, puede suceder ese desastre histórico que lo cambie todo hacia peor. Hay que ser coherente, si no hay Ser sino modos de ser, la permanencia de un modo de ser no es eterna.

 

A quienes se lamentaban porque la historia no camina hacia un final feliz, Foucault les decía que en efecto eso es triste, pero lo auténticamente triste es no luchar. Creo que Errejón y el resto de dirigentes de Podemos estarían totalmente de acuerdo con Foucault. Ellos saben que, en el terreno social y político, afirmar la imposibilidad de un cambio es una especie de profecía autocumplida. Y por eso se han peleado gritando “sí, se puede”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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