NOTA PREVIA: este texto lo escribí el 10 de julio del 2020 después de hacer el que no sabía (ni imaginaba) que iba a ser mi último viaje en el Regional que enlazaba Valencia con Madrid, en este caso sin transbordo en Aranjuez, aunque yo decidí quedarme allí, por esas cosas extrañas que hace uno en la vida. Rescato ahora este texto que publiqué en uno de mis blogs porque lamentablemente (terriblemente, ESTÚPIDAMENTE), algunas personas que nunca viajan en otra cosa que un coche oficial o un avión han decidido que este tren no debe continuar existiendo, porque por lo visto no ganan bastante dinero con él (y sí ganarán bastante dinero sin él…). La pela es la pela y si todo lo que cuenta es la pela pues estamos jodidos, en el tren y en todo lo demás. Pero yo aquí solo quiero contar un viaje, uno de tantos, que por desgracia ahora resulta que, si no lo evitamos (y no hay mucho tiempo para actuar), va a ser el último. He tenido la tentación de actualizar el texto, por supuesto, sabiendo lo que sé ahora, pero creo que lo mejor que podía hacer era dejarlo tal y como lo escribí, porque esa fue, para bien o para mal, mi aventura de aquel día.
No hay concierto en Aranjuez. Crónica de un viaje post-confinamiento
Primero: el calor sofocante. Te espanta y te hace desistir de visitar cualquier cosa. Y además del calor, todo está reseco. La hierba, los árboles, menos los grandes árboles de la calle que va a la estación, que parece que resisten imperturbables. Las acequias… Me fijo en las acequias, secas, rotas, sin uso. Uno tenía la imagen de agua corriendo por todas partes, mucha sombra agradable, una huerta verde, fresca, bien regada. Pero entre la estación y la ciudad todo está seco y viejo, roto, descuidado. Se nota que la zona está como abandonada, y los restos del muro de la estación, y el descampado con algunas vías muertas y vagones pintados con grafitis y medio oxidados bajo un sol brutal, aumentan esa sensación de abandono y de olvido.
Supongo que los jardines del palacio sí responderán a esa imagen que tengo en la cabeza. Que no solo es la imagen de los documentales de la televisión, sino también mi recuerdo de cuando, hace ya muchos años, vine aquí a hacer piragüismo en el río Tajo. Entonces vimos los jardines desde el mismo río, entre el bosquecillo de la ribera. Y los setos bien cortados y las balaustradas relucientes fueron mi primer contacto con el mundo cortesano y antiguo de Aranjuez. Y después dejamos las piraguas y visitamos el palacio, que me gustó mucho. Así que todo este buen recuerdo se ha roto en pedazos ahora mismo. Supongo que los jardines merecerán una visita. Pero aunque están muy cerca, a un tiro de piedra de donde estoy, no pienso moverme más con este calor. No pienso salir del bar donde he comido, o como mucho de la sombra de un árbol de los que hay junto a la explanada del palacio. Naturalmente la culpa es mía. Venir en julio y a las dos de la tarde… ¿A quién se le ocurre?
Pero los horarios los pone Renfe, no yo. Y el tren de Valencia me ha dejado en la estación a la una del mediodía. Y me ha dejado tirado, porque hay un bar en la estación, pero está cerrado, y la ciudad queda lejos como para andar a estar horas, pero como es domingo hay, según me dice un chaval al que pregunto, muy pocos autobuses que te lleven al centro.
Esto es lo que pasa con los viajes improvisados. Y este viaje ha sido muy improvisado. Tan improvisado que lo decidí anoche mismo, unas pocas horas antes de coger el tren, que salía a las 6.30 de la mañana. He dormido muy mal, por el calor de la noche de Valencia y por mis agobios y preocupaciones. Y quería coger el tren para salir de esos agobios y preocupaciones, para salir de casa, para “que me diera el aire un rato”, para romper con la rutina y con la falta de ganas de hacer nada. Me he obligado a coger este tren, aunque sabía que iba a ser pesado, porque son casi siete horas para ir y luego casi siete horas para volver, a lo que se suma que casi no he dormido en toda la noche y ya empiezo el día cansado y medio enfadado, que es lo que suele pasar cuando duermes tan mal.
Y ahora llego a Aranjuez y resulta que:
- Hace un calor insoportable.
- La estación está queda fuera del centro urbano (pensaba que estaba más cerca). No sales a una calle del centro, no sales a un bar o a un restaurante… Sales a un paseo solitario y caluroso, con mucho sol y muy poca sombra, y luego tienes que seguir por otra calle con más árboles (menos mal), pero sin nada más que algunas casas unifamiliares a un lado, y una gran pared medio derrumbada al otro lado. Pregunto cuanto se tarda en llegar al centro urbano si voy andando. Me dicen que unos 15 minutos. No es mucho. No es mucho si no hiciera un calor asqueroso.
- No hay bar en la estación (y luego me entero que tampoco hay servicios, es decir, si quieres mear, por ejemplo, te tienes que ir hasta Aranjuez, o hasta que encuentres un bar de camino, y no parece que haya ninguno…). Pero de momento lo que quiero es comer. Y volvemos a lo mismo, para comer hace falta un bar.
Me pongo a andar y después de unos diez minutos aparece un bar-restaurante en un cruce de calles (que casi más que calles son carreteras, porque ni siquiera tienen acera a los lados, solo una especie de arcén que por lo menos es lo suficiente ancho como para andar sin peligro de los coches). Evidentemente me meto en el bar. Pido un bocadillo. No me complico más. Con un bocadillo de jamón y queso suficiente. Y una botella de agua, claro. Que me muero de sed.
Están poniendo el canal oficial del Real Madrid. A mí el futbol no me interesa lo más mínimo. Pero a falta de otra cosa, miro la tele mientras como. ¿Y luego qué? El palacio (o uno de ellos, porque son varios edificios reales y aún no me situó en el mapa), está muy cerca, me dice el camarero. Así que me decido a andar. Llevo una mochila pequeña con dos cámaras y las cosas básicas del viaje (incluido, pensaba, una gorra, pero meto la mano y busco y no la encuentro, lo cual me fastidia, porque el sol pega muy fuerte). Lo único que puedo hacer es intentar moverme solo por la sombra. Y de árbol en árbol llego hasta la explanada del palacio. No sé si está abierto al público. No sé si estoy cerca de la entrada principal o si estoy en la parte de atrás. No tengo mapa del “Real Sitio”. Otro fallo tonto, culpa de la precipitación del viaje. Y además mi tren de vuelta es a las 5 de la tarde. De manera que no me puedo entretener mucho.
En condiciones normales daría una vuelta y, como veo lo que parece ser un buen jardín, muy boscoso, a un lado del palacio, me acercaría hasta allí, para ver si puedo acceder por ahí o si está vallado y hay que buscar una entrada. Pero para eso tengo que cruzar la explanada, que es grande, y está totalmente al sol. Y hace un calor horrible, y estoy cansado y no tengo ninguna gana de ver nada. De “hacer de turista”.
Me siento en un banco corrido de piedra y saco una cámara. No tengo ganas, ya digo, pero ya que estoy, por lo menos haré algunas fotos del palacio. Al momento ya he guardado la cámara y estoy mirando la hora, para ver qué hago… ¿Volver a la estación? Aún es muy pronto. ¿Quedarme aquí un rato?
No he dicho aún lo que pasó antes de coger el tren. Normalmente pongo mucho cuidado en preparar mis viajes, pero éste es un desastre lo mire por donde lo mire. Después de levantarme a las cinco de la mañana y coger un taxi, se me ocurre comprobar las cámaras (¡ya en la estación!) y me doy cuenta que he cogido una cámara equivocada, una muy parecida a la que llevo siempre, pero que es mucho más mala. Por suerte llego otra cámara, porque siempre viajo con dos cámaras como mínimo. Pero eso me cabrea mucho. Tanto que salgo de la estación y miro si hay un taxi. Queda poco más de media hora para que salga el tren y aún no tengo billete. No hay taxis en la estación, pero justo en ese momento pasa uno por la calle. Lo paro al vuelo. Subo y le digo al taxista que vamos a hacer el “más difícil todavía”. Me tiene que llevar a casa, yo subo corriendo a por la cámara buena, la que me he dejado por equivocación (las fundas y el tamaño son muy parecidos, por eso me he confundido), luego bajo y volvemos corriendo a la estación. Y tiene que ser lo más rápido posible. El taxista va y lo hace. En serio. Me lleva a casa, me espera, corre a la estación y me deja a tiempo de comprar el billete y de coger el regional, que ya está en el andén. Me sobran 10 minutos y todo. Eso no se puede hacer si no son las seis de la mañana, por supuesto. Porque hay mucho tráfico y hay una cola horrible en las taquillas de la estación. Pero como no pillamos nada de tráfico y como en las taquillas de la estación solo hay dos chavales que, para mi sorpresa, me dejan colarme cuando les digo que mi tren está a punto de salir, pues resulta que, increíblemente, porque yo casi pensaba que no iba a llegar y ya estaba odiándome por ello, llego al tren, y me subo y empieza el viaje. Ya no hay vuelta atrás.
Y aquí estamos ahora, en Aranjuez, con un calor horrible y dos horas por delante hasta mi próximo tren. A veces, en estos casos, voy a la estación, me siento en un banco y leo, y hago fotos a los trenes. Pero aquí eso no se puede hacer. Para pasar al andén tienes que pasar los tornos, o en mi caso, como es un billete de regional y la máquina no lo lee, enseñarle el billete a la persona que está en la ventanilla. O controlando el acceso. Pero aquí la ventanilla está cerrada y nadie controla el acceso. Me entero que hay una empleada de Renfe en la oficina, pero no atiende al público. Pregunto a una señora dónde están los servicios y me dice que están en el andén, y por tanto están pasando al otro lado de los tornos, y ahí solo entran los pasajeros con billete. Bien, al final aparece la empleada de Renfe, le enseño el billete, me abre la puertecita de cristal, voy al andén, no veo que ponga servicios por ningún lado. Preguntó a un guardia jurado y me dice: “Ahí hay unos pero están cerrados”, y sí, están cerrado, por “Covid-19” pone en la puerta. Por lo visto ahora la gente ya no va al servicio.
Es algo curioso, porque he ido a la estación de Valencia y a la de Alicante durante estas semanas, y resulta que por lo visto allí no debe de haber ningún virus, porque estaban abiertos. O eso o los de Renfe de esas estaciones son unos locos irresponsables. Y ahora que lo pienso el servicio del regional también estaba abierto, con lo cual el revisor debe ser otro loco irresponsable. Menos mal que los de la estación de Aranjuez, o los que manden sobre ellos, sí son responsables y prefieren que el viajero mee en el descampado que hay enfrente de la estación (porque aquí no es como por ejemplo, Cartagena o Alcázar de San Juan, que son otras estaciones que he visitado este año y que tienen un bar justo al lado, para los pobres viajeros que no tenemos casa para ir a mear, o para salir con la vejiga vacía antes de coger el tren), a que pille una enfermedad que puede ser mortal, eso no lo voy a discutir, pero que también puedes pillar al comprar el billete en una máquina (sin guantes) o al sentarse en un vagón de un tren donde otro viajero infectado se acaba de sentar. Y digo esto porque en el Talgo si te quieres cambiar de asiento (por una causa justificada), se lo tienes que decir al revisor, y el revisor envía a un ayudante a limpiar antes el asiento, yo lo he visto, lo he visto con mis propios ojos, pero en el regional te puedes cambiar libremente de asiento, y nadie limpia antes nada, ni nadie controla donde estás sentado, cosa que en el Talgo sí controla el revisor. O mejor dicho, aquí también te controla el revisor, pero si luego te cambias de asiento no te dice nada de nada, incluso si te cambias de vagón, y además el revisor cambia en Cuenca ciudad, y el nuevo revisor no sabe dónde estabas sentado antes.
Estas cosas me encantan… Mucho control en algunos sitios y ningún control en otros sitios. Pero hoy me tocan las narices. Porque faltan dos horas para mi tren y antes de esas dos horas voy a tener que ir a mear a alguna parte (y no será en la estación, eso seguro). Vuelvo a salir y tengo que volver a enseñar el billete para poder salir. Se lo digo a la empleada que me abre la pequeña puerta de cristal. “No hay servicios, los han cerrado”, me dice. Pero añade algo que no sabía… “Están los del bar”. He visto que había un bar al final del edificio, en una esquina y con entrada desde el andén, pero también he visto que estaba cerrado. Se lo digo. No lo sabía. Curioso… Trabajas aquí y no sabes que el bar está cerrado…
En fin, la conclusión es que me vuelvo hacia Aranjuez, caminando al sol cuando no hay más remedio, y buscando la sombra desesperadamente. Y llego al bar-restaurante donde he comido. Y me tomo un café y me espero allí un rato, leyendo y mirando la tele (aún están con el partido, pero sin enseñar el partido, porque antes no me había dado cuenta, pero ahora me fijo que la cámara siempre está fija, y enseña el banquillo del Real Madrid, pero no a los jugadores en el campo). No es que me interese lo más mínimo ese partido, ni ningún partido, pero me hace mucha gracia. Se lo digo al camarero y me explica que eso es porque el canal de televisión (que, recordemos, es el canal oficial del Real Madrid), no tiene los derechos del partido, de manera que retrasmite el partido sin enseñar el partido. “Al final te acostumbras, es como tener la radio”, me dice el camarero. Bueno, sí, supongo que tiene razón. Pero si a mí no me gusta el futbol de normal, y encima me pones una cámara fija en un lateral del campo, y todo el rato viendo al entrenador y a los del banquillo haciendo unos gestos que no sé bien a qué vienen, porque no veo la jugada, pues me resulta un auténtico coñazo. Y ni me molesto en escuchar lo que dicen los comentaristas que te están contando el partido que tú no ves aunque ves a los que están viendo el partido junto al terreno de juego. Qué cosas tiene la tele, el fútbol y los derechos de imagen.
A los 10 minutos ya me he cansado del “no-partido”, me he bebido mi café y no sé qué puñetas hacer hasta qué venga el tren. De manera que me pongo a escribir en la libreta de notas que llevo siempre lo que me ha pasado hace un rato junto al palacio. Estaba sentado en un banco, donde empieza la explanada que hay delante de un palacio bastante grande (no sé si es el principal, ya digo, porque no he cogido ningún folleto ni nada) y se me ha acercado una chica joven que venía andando hacia mí. Como no iba mal vestida ni sucia ni con ropa vieja, cuando me ha pedido dinero me ha pillado por sorpresa. Donde vivo la calle está llena de mendigos. Delante de cada supermercado hay alguien pidiendo dinero. Pero a esta chica no la he visto venir. Ahora que me pide dinero me fijo más en ella. Tiene la piel morena y habla con acento extranjero. Lleva una camiseta “normal” y un pantalón corto “normal”, es decir, que no llama la atención de ninguna manera, ni para bien ni para mal. Y me fijo que está embarazada. No tiene una barriga enorme, de esas que son imposibles de no ver ni a cien metros, pero sí parece embarazada como mínimo de cuatro o cinco meses, es decir que a poco que te fijes te das cuenta que está embarazada, que no lo puede ocultar (si es que tuviera intención de hacerlo, claro). Supongo que es por eso por lo que me decido a darle algo de dinero, o no sé porqué, pero abro la cartera y le doy unas monedas sueltas, que en total no pasan de un euro. Ella me da las gracias pero entonces me vuelve a sorprender, y admito que me quedo totalmente de piedra, porque va y me dice: “¿Quieres follar?”.
¿Acabo de oír lo que acabo de oír?, pienso rápidamente, mientras trato de aparentar naturalidad al tiempo que declino amablemente su ofrecimiento. Me ha dejado de piedra, ya digo, y tardo unos segundo en asimilar lo que acaba de suceder. Follar aquí, pienso. Con este calor. ¿Y dónde? ¿Detrás de un árbol? ¿Y decirlo así, tan tranquilamente, tan directamente, tan fríamente…? ¿Cómo será su vida?
¡Stop! ¡Peligro! Mi mente de escritor acaba de despertarse. Ya estoy imaginando el relato corto o incluso la novela. Y no, esto no va de literatura… Esto va de vida simple, desnuda, terrible, desde luego muy extraña y hasta absurda… A mi edad ya tengo bastante experiencia en situaciones insólitas, pero todo esto me ha pillado totalmente desprevenido.
Miro el reloj. Hemos gastado quince minutos. Bebo agua, miro un momento la tele, intento hablar con el camarero pero al instante comprendo que no es ese tipo de camareros, y es una pena, porque algunos hablan y hablan y casi hasta te molesta que hablen tanto, y justo ahora que me vendía bien un poco de conversación para pasar el rato, va y me topo con un camarero de los que hay que sacarle cada palabra con un sacacorchos. Pues nada, hoy no se habla. No gastemos saliva, que va muy cara. Reviso lo que he escrito y cierro la libreta. Después de mi negativa, por cierto, la chica se ha ido andando tranquilamente. Muy tranquilamente. Caminaba hacia la estación, pero también hacia las afueras. Me he preguntado un momento dónde irá. ¿A una rotonda, a un polígono industrial, a buscar otros clientes? No quiero pensar más en ello… Me levanto y me animo a salir a la calle (un calor horrible) y camino lentamente y buscando desesperadamente la sombra, hacia la estación.
Y llego a la estación y son las 4 de la tarde. Y aún me falta una hora (¡¡una hora!!), para coger el tren… Pensaba que el viaje se podía hacer pesado, pero no, resulta que lo que se me está haciendo realmente pesado es esperar al tren de vuelta.
Hago lo que puedo, leo un rato, miro los pasajeros. Escucho sus quejas… La taquilla sigue cerrada, pero ahora ni siquiera está la empleada de la estación dentro, sino que no hay nadie. Nadie que te venda un billete, nadie a quien preguntar algo. Nadie que te pueda ayudar si tienes problemas… Eso lo puedo entender en una estación pequeña, pero me sorprende mucho en un sitio como Aranjuez, con la gran cantidad de cercanías que van hacia Madrid, además de otros trenes de recorrido más largo. (Lo puedo entender, he dicho, en una estación pequeña, aunque tampoco debería entenderlo, porque tampoco debería pasar, todo el mundo tiene el mismo derecho a tener el mismo servicio, sea una gran ciudad o un pueblo perdido, cuando se trata de un derecho básico y además de una empresa publica, pero en fin… así están las cosas). Me fijo en que uno de los tornos está abierto y por ahí puede pasar todo el mundo, con billete como el mío, o simplemente sin billete… Supongo que en el tren habrá un revisor y ya se apañarán luego con él, en todo caso yo agradezco que hayan dejado, antes de irse, un paso abierto, porque ya me veía saltando por encima de las máquinas de cualquier manera.
Bueno, ya solo nos queda otro problema… Además de intentar no tener ganas de mear hasta que venga el tren, claro… Y el problema es la megafonía. Cuando se acerca el momento de subir al regional, resulta que lo que anuncian por megafonía se oye tan mal que es imposible saber por qué vía va a venir el tren. Y si sales al andén hay un tren parado en la primera vía que te tapa las demás. Así que tampoco lo ves venir… Hay una pantalla donde están los trenes y sus vías, pero el mío aún no tiene la vía puesta. Y solo faltan diez minutos para que venga. El mensaje de megafonía dice algo del regional, pero no consigo entender a qué vía tengo que ir. Por suerte hay un chaval que también va a coger el tren que llega a entender “Vía uno”. ¿Seguro? Pues parece que sí. Así que nos vamos a la vía uno y sí, por fin, por fin, por fin lo veo llegar (sin retraso, aunque el retraso ya lo iremos acumulando y llegaremos a Valencia casi media hora tarde, lo mismo que la la ida también ha ido acumulando retraso y ha llegado a Aranjuez con casi el mismo retraso), y me montó, me montó feliz porque solo me quedan siete horas de viaje. Me montó feliz porque aquí por lo menos el tiempo pasa de otra manera, hago fotos, veo una parte del país que no conozco demasiado, que aunque no sea totalmente nueva para mí, aún tiene la capacidad de sorprenderme en cada viaje, de hacer que cada viaje parezca “el primer viaje”, y no una rutina sin ningún interés. Y feliz porque esta noche, si no pasa nada, estaré tranquilamente durmiendo en mi cama. Bueno, esperemos que el tren no se estropee en una cuesta de las montañas de Cuenca, y tengan que venir a rescatarnos… Pero no, eso no va a a pasar, que este regional es lento pero muy resistente. Y tiene que ser lento para pasar con cuidado por donde pasa, y resistente para no tener miedo a lo que tiene delante.
Porque lo que tiene delante espantaría a cualquier tren… Primero una meseta infinita, monótona, larga, larga, larga, larga… Y castigada tanto por el calor en verano como por el frío en invierno. Y luego unas montañas que no parecen tan terribles de lejos como lo son cuando te metes en su laberinto, y te pierdes por valles profundos y agrestes y pierdes la orientación y te van poniendo delante de la vía barrancos y arboles, barreras de altos pinos y ríos escurridizos y hondos, y rocas enormes y afiladas, y tienes que ir cada vez más lento y más lento y al final te desesperas, porque no sabes dónde estás, porque no sabes si vas por el camino bueno, o te has perdido en el laberinto tramposo de las sierras y nunca nunca nunca llegarás al mar.
Lo que tienes delante, con la noche que va viene, espantaría a cualquier tren, digo, pero no a éste. Y por eso disfruto el viaje de vuelta, tanto como el de ida, a pesar de la mascarilla que no me puedo quitar en todo el rato (aunque voy en un vagón vacío, que solo se empieza a llegar cuando paramos en Utiel, ya casi al final del viaje), y hay que recordar que “todo el rato” son siete horas, así que a mitad camino me la cambio por una nueva, y solo me la bajo un momento para beber o comer, porque si pasa el revisor y me ve con la mascarilla bajada me recuerda amablemente que me la ponga bien (sí, supongo que para el revisor también será molesto ir todo el día con la mascarilla puesta, y estar todo el tiempo pendiente de que los pasajeros cumplan correctamente las normas, es una tontería pero es una pequeña parte de comodidad que hemos perdido en los viajes, y un poco más de trabajo para el revisor, que a veces se tiene que enfrentar a pasajeros que no son todo lo cívicos que deberían, o directamente son unos maleducados o unos idiotas, y no solo lo digo por la mascarilla sino por otras muchas cosas, que al final en un tren viaja mucha gente y experiencias desagradables también te toca ver o sufrir unas cuantas). Y a pesar que justo cuando se hace de noche se me acaban las baterías de las dos cámaras. Y aquí no tengo un enchufe para recargarlas, como en el talgo. Pero no importa, porque ya tengo muchas fotos. Así que me pongo a hablar con los otros viajeros, porque siempre hay alguien que pregunta por qué estación vamos, y lo entiendo, en este tren es muy fácil perderse, y si es por la noche ya ni te cuento…
Y lo de perderse no solo es una sensación física, sino también mental. ¿Qué hago yo aquí? Uno cierra los ojos un momento, uno deja en blanco la mente… Y por unos segundos se va muy lejos, y mientras los túneles se confunden con la oscuridad de la noche y solo algunas pequeñas luces lejanas nos recuerdan que ahí fuera hay un mundo que nos está esperando en alguna estación. El mundo de fuera nos envolverá con cariño, como al hijo perdido que regresa después de muchos años, y todo lo cotidiano volverá a ocupar el espacio que había perdido para dejar paso a lo imprevisto. Todos los viajes tienen dos partes, y el recuerdo es la parte más larga…