- No mataría ni una mosca
Goran Jelisić, un serbobosnio nacido en Bijeljina, fue condenado a cuarenta años de cárcel por ejecutar a trece prisioneros en mayo de 1992, en la comisaría de policía de Brčko y en el campo de internamiento de Luka, cerca de Brčko. Parece que en realidad ejecutó a muchos más de cien. La mayoría de prisioneros eran musulmanes.
Goran Jelisić parece un hombre en el que cualquiera podría confiar. En el claro y sereno rostro de este joven de treinta años, en sus ojos vivos y en su amplia y tranquilizadora sonrisa, hay algo que te haría sentirte segura si te tocara sentarte a su lado una noche, en un compartimiento de tren. Un hombre con una cara así suele ayudar a las ancianas a cruzar la calle, se levanta en el autobús para dejar sitio a un inválido o te deja pasar delante en la cola de la caja del supermercado. O le devuelve la cartera perdida a su propietario. Jelisić se parece a tu mejor amigo, a tu vecino de confianza, a tu yerno ideal. De haber sido vendedor o viajante, habría tenido un gran éxito con su expresión inocente.
Pero no es inocente.
Tendemos a pensar que la gente bien parecida es buena, igual que tendemos a creer que la gente fea es malvada. No tiene mucho que ver con la realidad, por supuesto. Pero yo nunca había visto una cara tan conmovedoramente ingenua e infantil en un asesino, y debo reconocer que me abrumó la sorpresa.
Goran Jelisić nació en 1968, y eso significa que tiene la edad de mi hija. Pertenecen a la misma generación. Podrían haber ido al mismo colegio. Podrían haber sido amigos. Puedo imaginármelo sentado en la cocina de mi casa, una tarde de invierno, con una taza de té, inclinado sobre un libro de texto, mientras mi hija le explica su trabajo de historia (Jelisić no era buen estudiante y abandonó la escuela secundaria tras el primer año). Puedo imaginar que los dos van al cine o a una discoteca juntos. Yo no me habría opuesto; con esa carita tan dulce… He visto a muchos jóvenes como él pasar por la cocina de mi casa, confusos, poco interesados en los estudios, pero que se portaban bien y eran agradables. Como Jelisić vivía en Bijeljina, probablemente no viajaba mucho al extranjero, ni hablaba idiomas ni creo que escuchara la música más moderna. Con todo, era de la misma generación que mi hija y sus amigos.
Su generación creció saludable. Todavía no había leche de biberón ni potitos para bebés, así que las madres teníamos que cocinarles purés de espinacas y zanahorias, y papillas de frutas. Tampoco había pañales de celulosa, y como los pañales de algodón son muy desagradables cuando se mojan, aprendían rápidamente a pedir el orinal. De pequeños jugaban fuera, en los parques y jardines, en las aceras frente a las casas. No había peligro o, al menos, ningún peligro del que tuviéramos conciencia entonces.
Cuando crecieron, estaban convencidos de que no eran distintos de sus coetáneos de Occidente, porque escuchaban a U2 y a Madonna, veían películas y series norteamericanas, leían a J. R. R. Tolkien y llevaban vaqueros, como si todo eso hubiera sido siempre lo normal en Yugoslavia. Para mi generación, que vivía en un país comunista, los vaqueros eran un producto de la sociedad burguesa occidental y un signo de decadencia; mi padre nunca me habría dejado ponérmelos. Pero el comunismo significaba poco para la generación de mi hija, y Tito aún menos. Ellos eran niños en 1980, año en el que murió Tito, y apenas lo recordaban. No estaban tan marcados por el culto a Tito como nosotros. Mi generación tenía una fuerte identidad colectiva. Nosotros habíamos crecido celebrando solemnemente el cumpleaños de Tito –el Día de la Juventud– el 25 de mayo de todos los años en la escuela festejando lo que creíamos que él entendía por Yugoslavia. Nos educaron como si fuéramos sus hijos, sus pioneros.
En cierto modo, los hijos de finales de los sesenta fueron la primera generación “normal”. Sus abuelos lucharon en la Segunda Guerra Mundial. Sus padres crecieron en la pobreza. Ellos crecieron en una época de seguridad y abundancia. Yo tenía que comerme todo lo que había en el plato; mi hija no. Para ellos, la guerra era algo que aprendían en la clase de historia o veían en las películas. Había ocurrido más de veinte años antes de que ellos nacieran, y no era muy real. Para mi generación, la guerra estaba más cerca. Aunque nuestros padres no hablaran del tema, nosotros sabíamos que aún vivían con los traumas de la guerra. Yo odiaba a los alemanes por lo que le habían hecho a mi padre; la generación de mi hija era indiferente.
Además, su generación era apolítica. Aprendieron que la política era para los adultos. Las generaciones mayores les mantenían fuera de la política deliberadamente, como nos lo habían hecho a nosotros. Y parecía que el comunismo nunca iba a morir, así que ¿para qué involucrarse? No crecieron como una generación rebelde, porque nosotros, sus padres, éramos auténticos creyentes. Creíamos lo que nos decían, que el “socialismo con rostro humano” era posible, y no pensábamos que hubiera que crear una alternativa política. Cuando el comunismo se vino abajo, nos encontramos sin líderes políticos equipados con ideas democráticas. Pero los líderes nacionalistas y los comunistas que aún estaban en el poder llenaron enseguida aquel vacío. Como Slobodan Milošević, que se volvió nacionalista porque era una manera fácil de continuar en el poder.
Nuestros hijos creían que nosotros, sus padres, resolveríamos la confusión política. Pero no fue así. Cuando estalló la guerra, ellos no comprendían que les tocara a ellos, los nacidos a finales de los sesenta o principios de los setenta, ir al frente a luchar. ¿Pero quién iba a ir si no? Era una paradoja: esa generación, en cierto modo, tenía que luchar la guerra de sus abuelos. Y el precio era alto: muchos de ellos murieron, resultaron heridos o quedaron inválidos, y muchos otros huyeron del país.
A Goran Jelisić le gustaba pescar.
Le gustaba bailar con chicas y beber cerveza con sus colegas, pero sobre todo, le gustaba pescar. Podía quedarse en el río un día tras otro. Tenía varios lugares favoritos que solo él conocía y cuando quería pescar solo, se iba allí. No era que no le gustara la compañía; al contrario, disfrutaba de las competiciones y formaba parte de un equipo de pesca. Pero a veces prefería estar solo. Sus amigos del club de pesca solo hablaban de política, bebían cerveza y no prestaban atención a sus sedales. Para Goran, pescar significaba un tiempo que escapaba de su vida cotidiana. Eso era lo mejor de pescar: podías olvidarte del mundo, olvidarte incluso de ti mismo y concentrarte en la superficie del agua y en el fino hilo de nailon. Era casi como si no existieras, como si fueras un árbol o una hoja o una brizna de hierba. Goran disfrutaba de la sensación que se tiene cuando nada importa realmente, cuando no importa quién seas, porque al río no le importa, ni a los peces.
Aunque tampoco tenía mucho que olvidar, al menos antes de la guerra. Sabía que su vida era muy simple y común, y que él no era especialmente bueno en nada, excepto quizás en la pesca.
Goran era un buen pescador y no era tacaño. Muchas veces regalaba pescado a los amigos o vecinos, o a un hombre en cuya casa estuvo después de dejar la cárcel de Luka. Pescaba por puro placer, pero nadie podía decir que Goran pescara solo para su propio provecho. Conocía sitios con muchos peces y sitios con menos peces: la elección era importante; el resto, naturalmente, era suerte.
Siempre se estaba tranquilo en el río. Estar solo con la naturaleza, la sensación de ser el único humano vivo, tenía algo especial. Allí no había nadie que pudiera decirte lo que tenías que hacer. Allí podías ser tu propio jefe. Una vez, Jelisić se quedó dormido en la hierba. Cuando abrió los ojos, no sabía dónde estaba. No sentía el cuerpo. Solo vio un cielo intensamente azul. Se asustó. Por una milésima de segundo se le ocurrió que tal vez estuviera muerto. Tal vez así era como se sentía uno al morir, una especie de ausencia total, pensó. Luego volvió en sí, supo que estaba vivo, y se alegró de estar pescando. Otra vez, alguien –una mujer, por supuesto– le preguntó si no lo sentía por los peces. ¿Sentirlo? ¡Qué idea más extraña! Nunca se le había ocurrido que nadie pudiera sentir nada por un pez. Es la ley de la naturaleza la que manda y los peces son seres inferiores, le respondió. Si no, nos cazarían ellos a nosotros.
Hay que tener mucha paciencia para pescar durante todo un día. Pescar no es un deporte para personas nerviosas o agresivas. En su amor por la pesca, Jelisić me recuerda a mi yerno, al que le gusta pescar más que ver un partido de fútbol o una película. Se prepara cuidadosamente, elige los sedales, los anzuelos, el cebo, el cubo, las redes. Cuando empieza a estar listo, le invade una gran excitación. Y luego se sienta a la orilla del mar sin decir una palabra durante horas, totalmente concentrado, olvidado del mundo. Parece un monje budista en una especie de trance meditativo. Pescar le relaja y le pone contento.
Pero no es un deporte tan inocente como parece. Hay que matar peces. Como todos los pescadores, Jelisić debe adorar el momento en que tira de la caña y siente que ha atrapado un pez. El pez sale del agua, retorciéndose impotente en el anzuelo. Puedo imaginar cómo desengancha el pez, lo tira sobre la hierba y luego lo observa mientras el animal boquea buscando aire. Pero tal vez no sea así. Hay otras maneras de tratar a los peces. Cuando se pesca uno gordo, el pescador suele taparle la boca con el pulgar y romperle el cuello con un desagradable chasquido. O puede tirarlo a un cubo de agua y retrasar su final. Tal vez Goran sea bondadoso, tal vez sea esto lo que hace con los peces.
Si alguien le hubiera preguntado cómo le gustaría pasar la vida, Goran no habría titubeado antes de responder. Pero nadie le preguntó nunca qué quería, y él sabía que en la vida no se trataba de pescar. Quién sabe si para él las personas eran como peces, gordos o pequeños, que se atrapaban y devoraban unos a otros. Y él no quería que se lo comieran.
Más tarde –después de dejar Luka– iba al río y simplemente se echaba en la orilla con el deseo de que fuese otra vez primavera y de que nada hubiera ocurrido. A veces funcionaba. Uno de los testigos de la defensa fue el presidente del club de pesca local. Aquel hombre no podía aceptar lo que Jelisić había hecho en Brčko. No encajaba con la imagen que tenía de él como pescador. El Jelisić que él conocía –sentado a orillas del río Sava–, contemplando la superficie del agua o simplemente tomando el sol y solo de vez en cuando mirando a ver si un pez mordía el anzuelo, no tenía nada que ver con la brutalidad que se había descrito en el tribunal. Aseguró que Jelisić era un buen hombre, tranquilo, alguien que no mataría ni una mosca, ni mucho menos mataría gente. Dijo tantas cosas buenas de Jelisić que uno de los jueces le reprendió, irritado, y le dijo que, al parecer, en sus prioridades los principios morales de Jelisić estaban muy por debajo de la amistad y las expediciones de pesca. Pero el hombre no se dejó impresionar: “Mi trabajo consiste en mantener una actitud profesional con todos los pescadores”, dijo.
Goran Jelisić procedía de una familia trabajadora, de la pequeña ciudad de Bijeljina, que era musulmana en un cuarenta por ciento. Su madre trabajaba, de modo que lo crio su abuela. Creció en una calle donde convivían serbios y musulmanes, y en la que muchos amigos de su familia eran musulmanes. Jugaban juntos, iban juntos al colegio, a los bares, a los partidos de fútbol. Él no prestaba atención a la religión musulmana de ellos, ni a su propia identidad serbia. Nunca se supo que pronunciara una sola palabra ofensiva para nadie. Según sus vecinos, era muy educado y se comportaba. Era un buen amigo, leal. A finales de los ochenta, no se tomaba en serio el nacionalismo serbio. No prestaba mucha atención a la idea de que los serbios debieran vivir en un solo estado. Y en cualquier caso, la política era para los políticos. No tenía nada que ver con su vida, con sus amigos ni con la pesca. Pero se equivocaba.
Cuando acabó el colegio, Goran empezó a trabajar como mecánico agrícola. No era un gran empleo, pero al menos tenía trabajo en una época en que la mayoría de sus amigos estaba en el paro. Si ganaba dinero, podría hacer algo con su vida, ser independiente, montar un pequeño negocio, tal vez incluso irse de Bijeljina, aunque lo añoraría. Tuvo una idea para hacer dinero: falsificar cheques. Lo pescaron y lo condenaron a un año y medio de cárcel.
Jelisić compareció como “testigo de conducta”[1] de Esad Landjo en el caso Čelebići. Explicó con detalle a los jueces lo buena persona que era Esad Landjo y cómo ayudaba a los demás presos de la cárcel de Scheveningen, por ejemplo, y les enseñaba a trabajar con un ordenador, cocinaba para ellos, o les aconsejaba sobre cómo comportarse en la cárcel. De hecho, Landjo (musulmán) era otro criminal de guerra; su supuesta especialidad era quemar a prisioneros de guerra serbios, prenderles fuego. La voz de Jelisić era agradable, y nada en él sugería que él mismo podría convertirse en acusado.
Incluso ahora, en un juzgado, yo no podía evitar ver a Goran como un chico de la generación de mi hija. Nada en su vida le había preparado para la guerra. Cumplió varios meses en prisión por el fraude de los cheques en Bosnia y cuando salió, en febrero de 1992, fue porque la República Srpska estaba liberando presos para enviarlos como voluntarios a combatir. Jelisić se alistó voluntario para la policía y en mayo fue enviado a la comisaría de Brčko. Aquel fue el principio de su caída. No creo que se alistara como policía voluntario porque estuviera ansioso de matar y hubiera reprimido mucho tiempo su deseo, sino porque era casi inevitable. Tal vez no sabía lo que significaba ser voluntario. Una vez allí, en aquella comisaría de Brčko, ya fue otra cosa.
Por supuesto que si alguien hubiera testificado que sentía placer viendo sufrir a los peces, al menos habría sido un leve signo de que Jelisić tenía algo malo en su carácter mucho antes de que acabara pegando y matando a los presos. Pero sus amigos de la pesca no dijeron nada por el estilo. De hecho, antes de la guerra no parecía haber nada patológico en su vida ni en su conducta. La imagen que dibujaron los testigos de su defensa te hacía preguntarte si realmente estaban describiendo a un acusado de asesinato.
Según ellos, Jelisić era un fiel y buen amigo. Dispuesto a correr riesgos para ayudar a los demás. El tribunal se encontró atrapado en una situación muy peculiar; como señaló el abogado defensor, nunca antes había habido un caso en el que tanta gente que pertenecía a un grupo victimizado actuara como testigo para la defensa de un acusado serbio.
Todos los que acudieron a defenderle, sus vecinos, amigos y compañeros de escuela –muchos de ellos musulmanes, incluido el presidente del club de pesca– dijeron que no podían creer que hubiera cometido esos asesinatos, incluso los que sabían que él mismo había confesado. Conocían a un Jelisić distinto, un Jelisić pescador.
Era tímido y callado, dijo un testigo, y se sabía que ayudaba a todo el mundo; durante la guerra, ayudó al menos a siete familias en una sola calle. Otro testigo recordó que Jelisić fue generoso cuando explotó una bomba en el patio y rompió las ventanas de la casa de una anciana musulmana, y él la ayudó a pagar la reparación. Un buen amigo de muchos años, también musulmán, les contó a los jueces lo que Jelisić había hecho por él y su familia durante y después de la guerra. Jelisić no solo le dio dinero a la esposa cuando su amigo estaba en cautividad, sino que más tarde le ayudó a él a cruzar la frontera para que huyera al extranjero. Jelisić también ayudó a la hermana de su amigo y a su marido a escapar del mismo modo tras la guerra. Cuando el señor de la guerra, el paramilitar Željko Ražnatović Arkan, amenazó con matar a otro de sus amigos musulmanes en su ciudad natal de Bijeljina, Jelisić los salvó a él y a su mujer, y la madre pasó unos días en casa de Jelisić con los padres de él. Y salvó la vida al hijo de su amigo cuando necesitó una operación urgente del bazo: fue Jelisić quien lo llevó al hospital y se hizo cargo de todos los gastos. Otra persona le describió como “un chico honrado, buen chico”, y una amiga dijo que era “un chico muy bien educado en la calle, en el colegio y en casa. Siempre se portaba bien”.
¿Por qué, entonces, aquel buen pescador acabó ejecutando a presos musulmanes?
Tengo dos fotos frente a mí, dos fotos muy famosas que se publicaron en todo el mundo. Fotos de un hombre uniformado ejecutando a un preso. Son comparables a la foto brutal de la guerra de Vietnam que muestra al jefe de policía de Saigón disparando en la cabeza, a bocajarro, a un soldado del Vietcong. La única diferencia es que esta ejecución tuvo lugar en Bosnia unos treinta años después, el 7 de mayo de 1992. El ejecutor lleva uniforme de policía y está de espaldas a la cámara. Apunta con la pistola a la frente de un prisionero que está a un metro de distancia, frente a él, con la cabeza gacha, consciente de que puede recibir una bala en cualquier momento. En la siguiente fotografía, el prisionero ya ha recibido un disparo en la parte posterior del cráneo. Ante el tribunal, Jelisić confirmó que era él quien disparaba.
Pero ¿qué ocurrió exactamente en su mente antes de eso, antes de que levantara la mano y disparase la bala que no solo decidiría el futuro del prisionero, sino también el suyo propio? Porque tras aquel disparo, ya no había vuelta atrás para Jelisić. Aquel día de mayo emprendió un camino que seis años más tarde le llevaría al tribunal de La Haya. ¿Qué le ocurre a un ser humano para que mate a otro ser humano a sangre fría? Jelisić mataba al azar, caprichosamente, y al parecer disfrutaba haciéndolo. Según la acusación, actuaba como un verdugo voluntario. Sin ese entusiasmo, no habría podido llevarse a cabo la limpieza étnica, dijo el fiscal. Pero ni la acusación ni la defensa podían ofrecer la menor pista sobre cómo se había convertido en verdugo.
Jelisić tenía veintitrés años cuando ejecutó al prisionero de la foto. ¿Podía su rostro mentir tanto?, me pregunté, mirando a aquel joven en la sala durante el juicio. Nada, realmente nada en él denotaba una naturaleza violenta, ni su expresión, ni sus maneras ni siquiera su forma de expresarse. O quizás… Bueno, tenía la costumbre de sacudir nerviosamente una pierna bajo su asiento, mientras estaba sentado en la sala con un aire de perfecta calma en el rostro. La agitaba constantemente, todo el tiempo. ¿Era el signo de una patología? ¿Cuál era su auténtica naturaleza? ¿Tal vez ser pescador estaba más cerca de su auténtica naturaleza? Mientras estaba en la cárcel de Scheveningen esperando el juicio, llamaron a dos psiquiatras para que evaluaran su salud mental. El informe sugirió que tenía una personalidad antisocial, narcisista, inmadura y con gran anhelo de reconocimiento. En opinión de estos expertos, tenía una personalidad borderline, límite, es decir, al límite de la perversión. Los psiquiatras, el doctor Van den Bussche y el doctor Duits, utilizaron palabras como “repugnante”, “bestial” y “naturaleza sádica” para describir su conducta hacia los presos del campo de Luka. Los jueces que le condenaron concluyeron, en sus palabras finales, que efectivamente tenía una personalidad perturbada.
Los prisioneros supervivientes del campo que acudieron a testificar a La Haya no emplearon palabras tan duras como los psiquiatras ni se pronunciaron sobre el carácter de Goran Jelisić. Pero varios de ellos describieron sus ojos: “Tenía los pómulos muy altos y sus ojos mostraban una expresión antinatural, como agua turbia”, dijo un testigo. “Debía de tomar estimulantes o algo parecido. Todo el que le miraba a los ojos evitaba volver a mirarle. Creo que te instalaba [sic] una especie de miedo con aquella mirada, sobre todo después de presentarse. No sé cómo explicarlo… Quiero decir, el miedo que nos daba, que era ya muy grande, se triplicaba después de captar aquella mirada. No puedo explicarlo mejor”. Otro hombre, el testigo F, describió la mirada de Jelisić como poderosa y cruel. “Yo solo había visto una expresión así en las películas”, dijo F.
“Hitler fue el primer Adolf, yo soy el segundo” era la frase con la que se presentaba generalmente Jelisić a los presos. En el campo de Luka, cerca de Brčko, temblaban al oír su voz, porque significaba literalmente la muerte. Entraba en el hangar donde retenían a los prisioneros y escogía víctimas al azar, diciendo solo: “Tú, tú y tú…”. No pronunciaba nombres, no hacía acusaciones ni emitía veredictos. Primero, recolectaba el dinero de los presos, sus relojes y joyas. Muchas veces les pegaba. Lo hacía delante de su novia, Monika: ella visitaba a veces el campo, porque su hermano era el supervisor. Entonces forzaban a los presos a salir del hangar, uno a uno. Jelisić hacía que un hombre se arrodillara y apoyara la cabeza en una rejilla metálica del alcantarillado. Luego lo ejecutaba disparándole dos balas en la nuca con su pistola, que llevaba silenciador. Por espacio de un minuto o dos, el hombre elegido rogaba por su vida. “No me haga esto. ¿Por qué yo? Yo no he hecho nada…”. Era inútil. Antes de matarlos, Jelisić maldecía a su madre musulmana. En efecto, cuanto más terror sentía su víctima, más disfrutaba Jelisić. Después, dos presos llevaban el cuerpo a un camión refrigerador, que servía para llevar los cadáveres a una fosa común. Luego, Jelisić ordenaba que limpiaran la sangre de la reja. Jelisić detestaba la suciedad.
Cuando estaba de buen humor, Jelisić explicaba lo agradable que era matar.
“Veo que estás asustado. Es agradable matar a la gente así. Me sale muy bien. Y no siento nada”.
Algunos presos de Luka que participaban como testigos en el tribunal recordaron cómo había matado a un preso alto y fuerte, un croata. Primero, le cortó la oreja. Luego, le hizo volver al hangar para que lo vieran los demás. Con la oreja en la mano, el hombre les pidió a los otros presos que lo mataran, para no darle el placer a Jelisić. Este sacó la pistola y se la ofreció a los presos, apremiándoles para que lo mataran. Pero nadie se prestó. Jelisić se burló de ellos, diciéndoles que no merecían que les dejara vivir. Al final, ejecutó a aquel alto croata, igual que a los demás, en la rejilla.
Solo señalando con el dedo decidía si alguien iba a vivir o a morir. Ejecutaba tanto a jóvenes como a ancianos. Mató a una chica musulmana de dieciocho años. Mató a un viejo porque estaba casado con una mujer serbia. Y repetía tanteo en voz alta: sesenta y ocho, setenta, ochenta y tres… Según los testigos, mató con sus propias manos a más de cien prisioneros en dieciocho días de mayo de 1992. Se jactaba de que tenía que matar a veinte o treinta personas antes de tomarse el primer café de la mañana. Fue condenado porque se demostró que había matado a trece.
Tal vez Jelisić fuera un buen tipo para sus amigos y vecinos, y seguro que era un buen pescador. Pero también era un asesino, como él mismo admitió. Fue una de las tres personas acusadas de crímenes de guerra que confesó sus crímenes ante el tribunal. Dijo: “Soy culpable” de treinta cargos y no mostró ningún remordimiento real (solo trece quedaron realmente probados). Aunque la mayoría de la gente que mató eran musulmanes, los jueces concluyeron que no había pruebas suficientes para declarar a Jelisić culpable de genocidio; es decir, de haber tenido la clara, sistemática y consciente intención de eliminar a los musulmanes por completo. Argumentaron que, por los rasgos perversos de su carácter, Jelisić probablemente habría matado a miembros de cualquier grupo étnico. Por tanto, el cargo de genocidio fue desestimado, y Jelisić fue condenado a cuarenta años de cárcel por violación de las leyes o costumbres de guerra, así como por crímenes contra la humanidad[2].
La defensa señaló con razón que Jelisić actuó como un verdugo solo durante dieciocho días de mayo, no antes ni después. ¿Cómo era posible, preguntaban sus abogados, que aquel hombre se convirtiera en monstruo solo durante dieciocho días? Según ellos, la única explicación racional era que estaba actuando bajo presión, que estaba matando para obedecer órdenes. Estaba obedeciendo órdenes y temía por su vida.
En efecto, ese podría haber sido el caso, y habría encajado bien con su amor por la pesca y el carácter sereno y benevolente que generalmente mostraba. Pero como no había suficientes pruebas para fundamentar la tesis de que obedecía órdenes, el tribunal concluyó lo opuesto, que Jelisić ejecutaba a los presos voluntariamente, con libre albedrío.
Sin embargo, había pruebas más que suficientes de algo más. Varios presos dijeron que Jelisić obviamente disfrutaba ejecutando gente: se jactaba con sus cómputos, explicaba sus métodos, declaró explícitamente que le gustaba lo que estaba haciendo. Aquellos testigos también dijeron que cuanto más suplicaba un hombre por su vida, más placer parecía sentir Jelisić al ejecutarlo. Evidentemente, no era el mero acto de matar lo que le gustaba: matar es algo sucio, y Jelisić detes- taba la suciedad; era un obseso de la limpieza. Cada vez que ejecutaba a una persona, había que limpiar la rejilla inme- diatamente.
¿Qué ocurrió, pues, durante aquellos días cruciales? Nadie podía explicarlo con certeza, ni siquiera el propio Jelisić.
Tal vez lo que había cambiado no era la persona, sino las circunstancias. Ya no había paz; era la guerra. Jelisić ya no tenía ocasión de echarse en la hierba mientras el río murmuraba dulcemente y el mundo se mantenía en silencio y quietud a su alrededor. La guerra lo había cambiado todo. Mi yerno también había tenido que abandonar la pesca en su adorado mar Adriático cuando se fue a Canadá, más o menos al mismo tiempo en que Goran Jelisić se fue a Brčko. La guerra cambió las vidas de ambos, pero de formas muy distintas. ¿Hasta qué punto ese cambio se debió a una decisión consciente, hasta qué punto a la coincidencia? ¿Por qué uno se fue a Canadá y el otro a Brčko? ¿Podría haber sido al contrario? ¿Podría mi yerno haberse apuntado voluntario a la policía croata? Creo que no habría podido. Pero ¿por qué no podía él apuntarse, y Jelisić sí? Yo no sé la respuesta. Hay mucha gente que parece perfectamente normal, pero bajo ciertas condiciones, como las que prevalecían durante la guerra, se despierta su lado patológico y este domina su conducta. ¿Podría ser que Jelisić siempre hubiera tenido el lado patológico que solo emergió cuando las condiciones así lo permitieron?
Por primera vez en su corta vida, Goran Jelisić estaba en una posición de poder. Un hombrecito de Bijeljina, un mecánico agrícola recién salido de la cárcel, un pescador de afición, un don nadie… que de pronto tenía un poder absoluto. Le dieron una pistola y la libertad de utilizarla, y se dejó embriagar por las nuevas posibilidades. La gente dijo que por su aspecto y sus actos parecía drogado. Tenía los ojos extraños y se le veía agitado, nervioso. Y en efecto, tener poder sobre la vida y la muerte de los otros puede ser la droga más fuerte que alguien pueda tomar. Para los presos, era una especie de dios. Se “colocaba” demostrando su poder y ejecutando prisioneros, aquel joven guapo, Goran, de la generación de mi hija.
Pero yo sigo pensando que si bien se convirtió en verdugo, en el fondo, era una víctima. Como toda su generación, Goran Jelisić fue víctima de un engaño. Muchos de la generación de sus padres –mi generación– abrazaron la ideología nacionalista y no hicieron nada para impedir la guerra a la que condujo. Fueron demasiado oportunistas y demasiado miedosos para atreverse a no seguir a los líderes que habían aprendido a seguir. Y muchos de sus hijos pagaron por la estupidez de sus padres, a veces con sus vidas. Incluso un asesino que podría pasar el resto de su vida en la cárcel como Goran Jelisić.
Notas:
[1] Aunque en España no se distingue explícitamente a esos testigos, en el derecho internacional, character witness, “testigo de carácter” o “de conducta” es el testigo de la defensa que acude a prestar testimonio sobre el buen carácter y/o la buena conducta de un acusado (N. de la T.).
[2] La sentencia fue confirmada en 2001 y Jelisić fue trasladado a Italia para cumplir la pena (N. de la T.).
Este texto corresponde a un capítulo del libro del mismo título que, traducido por Isabel Núñez, ha publicado Libros del K. O.