En medio de la oscuridad de la noche, cuando por la calle no pasa un alma y no veo más ventana encendida que la mía, le digo a mi voluntad
—Déjame resistir una hora más. No debo irme a dormir sin dejar mi post colgado. ¿Un post es un apunte contable, una obligación contraída con un banquero moral, un telegrama al pasado, una botella con un mensaje lanzado por la borda de un barco de cabotaje al que ni la oscuridad ni los temporales detienen?
De Mamá Martine, la primera mujer de su padre, con quien se queda cuando Mamá Pauline se va a Brazzaville a comprar plátanos para vender en el Gran Mercado, escribe Michel, el narrador de Mañana cumpliré veinte años, del novelista congoleño Alain Mabanckou: “Su rostro es muy liso, su piel se vuelve como la de un bebé, sus ojos brillan y ya no veo sus canas. La imagino entonces como una muchacha que hace perder la cabeza a los chicos. ¿Cómo hace para olvidarme e imaginar que alguien más la está escuchando puesto que mira, más bien, por encima de mi cabeza en vez de dirigirse directamente a mí? Habla con una persona que no existe y pienso: Es normal, sí, es normal; las personas mayores son todas así, siempre están discutiendo con gente que vive en su pasado. Yo soy demasiado pequeño para tener un pasado y por eso no puedo hablar a solas haciendo como si hablara con una persona invisible”.
Sigo avanzando en la lectura, aunque la observación del narrador de que las personas mayores “siempre están discutiendo con gente que vive en su pasado” se me ha quedado pegada en algún rebosadero del cerebro como la espuma que a veces deja el mar al retirarse en la playa. Una cinta de encaje blanco y traslúcido, con pespuntes inverosímiles, que a una costurera avezada le costaría reproducir, pero que en seguida se desvanece, la arena devora como las palabras que escribíamos en la parte más dura de la playa, la recién lavada por la marea, cuando éramos menos cínicos.
La historia de Michel me hace regresar por un momento al Brazzaville que conocí durante la guerra. Recuerdo a un niño muerto, de bruces contra el suelo, con la cartera todavía pegada a su espalda, junto a un gran charco de sangre seca, sin que nadie se atreviera a recogerlo por temor a los disparos de los francotiradores y a los morteros. Tendría la edad de Michel.
La historia de Michel me lleva a buscar algo en la calle, entre los ramas de un árbol que veo sin levantarme de la silla y que una farola, camuflada por el follaje, resalta. Me incorporo completamente. Veo los pasos de cebra, el kiosco, el bar, las ventanas oscuras. Nadie.
No sé muy bien por qué, el libro de Alain Mabanckou me lleva a un camino rural que baja desde el páramo a un pueblo castellano. Me veo bajando por esa cuesta una mañana de primavera. Ahora estará completamente a oscuras, y se verán a lo lejos algunas luces encendidas, como balizas de un mar de secano. Las marcas de las plazas y las calles. Pienso en Cioran, que recorría los pueblos de Francia en bicicleta, de madrugada, cuando todo el mundo dormía. Era la manera de sortear su insomnio. Si estuviera en el pueblo que me vino a la memoria dejaría ahora mismo de escribir esta carta a no sé quien y me iría caminando hasta ese punto de la rampa de tierra donde una mañana de primavera tomé esa fotografía.
Por esos extraños caminos que la noche traza sin que sepamos muy bien por qué me llega una frase de Cioran que guardé con la intención de emplearla en un artículo sobre el boom de la realidad, sobre la nueva crónica hispanoamericana. Escribe el autor de Breviario de podredumbre, aquel librito de Taurus que tanto me impresionó cuando lo leí en Santiago de Compostela, cuando fingía estudiar y me buscaba desesperadamente: “Don Quijote representa la juventud de una civilización: se inventaba los sucesos, mientras nosotros no sabemos escapar de los hechos que nos acosan”.
Escribo en medio de la oscuridad de la misma noche y me pregunto si Mariano Rajoy ya habrá conciliado el sueño. Si lo habrán conciliado los nuevos gestores de Bankia, el ya ex gobernador del Banco de España, los portavoces parlamentarios, el jefe de los espías, los edecanes del estado mayor, los ujieres de los palacios de la Zarzuela, de Oriente y de la Moncloa, los gorriones a los que les gusta mojarse las patas en tinteros, los colibrís que beben como cuando éramos niños, los cuervos que picotean las migas del Vaticano, las avefrías que nos están esperando en un descampado, los jilgueros tristes, los abejarucos presumidos, los cucos que siguen entendiéndose en el lenguaje universal de los relojeros suizos, las oropéndolas doradas africanas, y los periodistas que no se atreven a decir que el rey está desnudo y se columpian en un viejo nogal como aquel del que mi abuela Emilia comió una nuez podrida que estuvo a punto de matarla. A veces discutía con gente que vivía en su pasado. Como yo esta noche en la que por mi calle no pasa un alma y no sé cómo escapar de los hechos que nos acosan.