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No saben lo que dicen

 

En unos días marcados, en lo que a ciencia se refiere, por la publicación de unos resultados que pueden suponer la mayor revolución evolutiva desde que la vida es vida, la síntesis en el laboratorio de dos nuevos nucleótidos y su inserción satisfactoria en los genes de una célula viva, seguramente se haya pasado por alto un artículo científico menor que quizás pueda arrojar algo de luz sobre el funcionamiento de nuestro cada vez más decepcionante discurso lingüístico.

 

El artículo en cuestión, publicado en la revista Psychological Science por un grupo de investigadores de la Universidad de Lund (en el sur de Suecia), viene a demostrar que a la gente se le puede engañar para que crea que acaba de decir una cosa, cuando en realidad no la ha dicho. Donde dije digo, digo Diego.

 

Vamos, que uno cuando habla no siempre sabe lo que dice. La pena es que a menudo ronda por ahí alguna ávida cámara, grabadora o micrófono abierto que inmortaliza las tan sabias palabras nunca antes meditadas. Se me ocurre que este descubrimiento le viene que ni pintado a Maria Dolores de Cospedal para intentar borrar de su mente, que no del recuerdo colectivo, aquellas ininteligibles frases sobre el finiquito de Bárcenas.

 

Los científicos suecos plantean la hipótesis de que, al contrario de lo que se cree, de que el modelo de discurso dominante es aquel que se planea por adelantado, las personas no siempre son conscientes de lo que van a decir y se dan cuenta de ello en parte porque se escuchan a sí mismos. Unos con mayor celeridad que otros. ¿Dije diferido? ¿En forma de simulación? ¿En partes de lo que antes era una retribución? No es de extrañar que la pobre Cospedal no encontrara un hilo discursivo coherente en aquel embrollo dialéctico. Hablar después de pensar o pensar después de hablar es un claro ejemplo en el que el orden de los factores sí altera el resultado.

 

¿Y qué pasa cuando alguien dice una palabra pero se escucha a sí mismo diciendo otra? “Si se utiliza un control auditivo para comparar lo que decimos con lo que teníamos intención de decir, entonces reconocemos el error rápidamente”, aclara Andreas Lind, el autor del experimento. “Pero si en lugar de eso, se utiliza como un factor más del proceso interpretativo dinámico, entonces la manipulación puede pasar inadvertida”.

 

Para comprobarlo, el avieso nórdico sometió a los participantes del ensayo al llamado test Stroop, en el que, por ejemplo, la palabra ‘rojo’ aparece coloreada de azul y se pide al individuo que diga el color en el que está pintada la palabra (en este caso, azul). Durante la prueba, los confusos cooperantes escuchan sus respuestas a través de auriculares.

 

Las respuestas se grababan, y después, el pérfido Lind reproducía ocasionalmente alguna respuesta errónea, haciendo creer a los implicados que habían dicho algo diferente a lo que en realidad dijeron. Reconozcamos que el experimento es de una maldad sin límites.

 

Una vez escuchada esa palabra errónea, Lind, de la Universidad de Lund, les pedía que repitiesen lo que acababan de decir y al final del ensayo (tortura intelectual, más bien) les hacía un cuestionario para ver si habían detectado el cambio. ¡En dos tercios de los casos el cambio pasó desapercibido si se conseguía ajustar bien el momento en el que sonaba la palabra falsa en los auriculares (entre cinco y 20 milisegundos después de comenzar a hablar)! ¡Y en el 85% de las sustituciones que no se detectaron, el participante aceptaba que lo que había dicho era la palabra errónea!

 

Esto indica que el hablante se apoya en su propia voz para establecer el significado de lo que dice (siempre y cuando lo entienda, claro), pero también que son muchos los que confían bien poco de lo que sale de su boca.

 

Lind está de acuerdo con otros investigadores en que la retroalimentación auditiva no es el único factor en juego para estructurar el discurso lingüístico, pero sí insiste en que, si existe, se confiará más en él que en cualquier otro elemento a la hora de encontrarle significado a nuestras propias palabras.

 

Por supuesto, nombrar un color no es un discurso fluido, tienen diferentes grados de complejidad, pero cuantas veces no habremos perdido el hilo de lo que decíamos y que nuestro interlocutor haya aprovechado para hacernos creer que estábamos hablando de otra cosa.

 

Perdónanos señor, porque no sabemos lo que decimos.

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