Este año aún no me ha pasado; pero todavía guardo las secuelas de la vez anterior: mirada vidriosa, esclerótica rojiza, picor e irritación periódica del párpado. Y no, no es que me emocione al recordar; si no lo he vuelto a sentir, de hecho, es porque he sido prudente y he tomado precauciones. Es decir, he aprendido a ajustarme correctamente las gafas de natación. Y mi consejo, colega nadador (aficionado): la mejor opción es no ponértelas nunca, sin más.
Me sucede todos los agostos: acudo a la piscina motivado, como Michael Phelps; llevo puesto mi mejor bañador, mis mejores aletas, mis mejores gafas. Me hundo en la piscina, caliento, estiro, observo a los demás y escojo, entre los carriles aledaños, al nadador contra el que voy a competir imaginariamente; al nadador más rápido, por supuesto. Le espero en el borde, dejo que respire; le sonrío con desdén, le irrito un poco y piso el acelerador mientras hundo a fondo el embrague, que, en el agua, no es más que hacer un par de burbujitas con ayuda de la boca y la nariz. Estamos preparados; listos, ¡ya! Y a la segunda brazada tengo que parar, porque se me ha metido algo en el ojo, agua en las gafas, cloro en el alma. ¡Maldita sea, ¿por qué estos anteojos son tan difíciles de manejar?!
Es curioso; en una pequeña pieza teatral titulada ‘Intensamente azules’ (La uña rota ediciones, 2017), el dramaturgo español Juan Mayorga exploraba las posibilidades de vivir, precisamente, enganchado a unas gafas acuáticas. La idea se le ocurrió basándose en una anécdota personal, en la que el autor contaba que, una vez, tuvo que salir a la calle con unas gafas de buceo graduadas, pues las de vista se le acababan de romper. Su visión del mundo, como es lógico, cambió; y se lanzó a escribir un monólogo donde profundizaba acerca de esta nueva sensación. «En mi último cumpleaños me regalaron unas gafas de natación graduadas. Como no me acostumbraba a ver el fondo de la piscina, había decidido devolverlas, pero he acabado sacándoles partido. Esta mañana, al levantarme, encontré rotas las gafas normales y tuve que ponerme las de nadar», nos cuenta el narrador; y ejemplifica lo que muchos bañistas casuales experimentamos en verano: sentir que las gafas de natación no sirven para nada -mucho menos para nadar-, ni siquiera para ver nítido el fondo de la piscina porque el cristal se empaña todo el rato; si sirven para otra tarea, acaso, es para salir a pasear. Yo, particularmente, opino que encuentran un mayor significado bajo el sol que bajo el agua; en secano, al menos, no se dedican a molestar.
Por otra parte, contaba Eduard Limónov en ‘El libro de las aguas’ (Fulgencio Pimentel, 2019) que, a su llegada a Nueva York, durante el verano de 1976, había perdido, buceando, sus primeras lentes de contacto. Mientras el personaje de Mayorga se dedicaba a ir por la vida saludando y vislumbrando al vecindario con sus flamantes gafas de natación, Limónov se lanzaba a la piscina -o a la fuente, más bien- con las primerísimas lentillas que compró. ¿A quién se le ocurre, Eduard? Tú mismo te lo preguntabas: «¿Por ventura es normal que un tipo, colocado y borracho como una cuba, bucee y retoce en mitad de la Quinta Avenida de Nueva York, centro del mundo burgués, y que nadie lo intente sacar de ahí? (…) Solo por la mañana comprendí lo absurdo de mi descuido: ¡no se bucea con las lentillas puestas, gilipollas!». Sin duda, nadie podría haberlo expresado mejor. Son las dos caras de una misma moneda.
Así que aquí estamos, como todos los años: preparándonos al borde la piscina, dudando entre si salir y ponernos las gafas de buceo o si meternos de lleno y zambullirnos en el agua con las gafas de leer. Aunque, puestos a elegir, me quedo con la segunda opción; al fin y al cabo, ¿qué diferencia puede haber? Lo único que está claro, a estas alturas, es que uno no puede ir por la vida con unas gafas de natación si éstas lo último que hacen es evitar que te entre el agua en los ojos cuando te propones ser igual que Michael Phelps. E intuyo que yo no soy el único al que le pasa. ¿O sí?