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AcordeónNo soy vuestro negro. Un apunte personal… sobre James Baldwin

No soy vuestro negro. Un apunte personal… sobre James Baldwin

Empecé a leer a James Baldwin cuando era un chaval de quince años en busca de explicaciones racionales para las contradicciones que observaba en mi vida ya nómada; una vida que me llevó de Haití al Congo, y de ahí a Francia, Alemania y Estados Unidos de América. Junto con Aimé Césaire, Jacques Stephen Alexis, Richard Wright, Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier, James Baldwin era uno de los escasos autores que podía considerar “de los míos”. Eran escritores que hablaban de un mundo que yo conocía, donde yo no era una mera nota a pie de página o un personaje de tercera fila. Ellos contaban historias que describían la Historia y definían las estructuras y las relaciones humanas que coincidían con lo que yo estaba viendo a mi alrededor.

Yo venía de un país con una idea sólida de sí mismo; un país que había combatido y vencido al ejército más poderoso del mundo (el de Napoleón) y que, con un proceder histórico único, había parado en seco la esclavitud, logrando, en 1804, la primera revolución de esclavos que tuvo éxito en la historia del mundo.

Me refiero a Haití, el primer país libre de las Américas (y no Estados Unidos de América, como se cree comúnmente). Los haitianos siempre supieron que el relato dominante no era el verdadero relato.

La historia ha ignorado la exitosa Revolución haitiana porque impuso un relato completamente diferente, que convirtió el discurso hegemónico de la esclavitud en un discurso insostenible. Privadas de su justificación civilizadora, las conquistas coloniales de las postrimerías del siglo xix habrían sido imposibles ideológicamente. Y esta justificación no habría sido viable si el mundo hubiese sabido que estos africanos “salvajes” habían aniquilado a sus poderosos ejércitos (especialmente el francés y el español) menos de un siglo antes.

Lo que las cuatro superpotencias hicieron entonces, en un consenso inusitadamente pacífico, fue cerrar Haití –la primera república negra–, someterla a un embargo económico y diplomático estricto y estrangularla hasta sumirla en el empobrecimiento y el olvido.

Y entonces reescribieron toda la historia.

Salto adelante: recuerdo mi infancia en Nueva York. Un tiempo más “civilizado”, creí. Era la década de 1960. En la cocina de un espacioso apartamento de clase media en un antiguo vecindario judío cerca de Flatbush Avenue, en Brooklyn, donde vivíamos con otros parientes de mi extensa familia, una especie de alfombra oriental muy grande, con imágenes de John F. Kennedy y Martin Luther King, Jr., colgaba de la pared: los dos mártires, las dos leyendas de la época.

Pero el venerado tapiz no decía toda la verdad. Estaba omitiendo descaradamente la jerarquía entre las dos figuras, el desequilibrio de poder que existía entre ambas, anulando, así, cualquier posibilidad de entender estas dos historias paralelas cuyos caminos se cruzaron durante un breve período de tiempo y dejaron tras de sí un nebuloso miasma de malentendidos.

Crecí habitando un mito en el que fui tan ejecutor como actor: el mito de una América excepcional y única. El guion estaba bien escrito, la banda sonora despejaba cualquier ambigüedad, los actores de esta utopía, ya fueran negros o blancos, resultaban convincentes. Un éxito de taquilla cuyos valores de producción fueron fenomenales. Salvo por algunos reveses anecdóticos y concretos, el mito era la vida, era la realidad. Recuerdo muy bien a los Kennedy –a Bobby y a John–, a Elvis, Ed Sullivan, Jackie Gleason, al doctor Richard Kimble y también a Mary Tyler Moore. Por el contrario, Otis Redding, Paul Robeson y Willie Mays solo son recuerdos imprecisos, historias difusas “toleradas” en el disco duro de mi memoria. Teníamos Soul Train en la televisión, claro que sí, pero eso fue mucho después, y echaban el programa los sábados por la mañana, cuando no había riesgo de ofender a los publicistas.

Medgar Evers murió el 12 de junio de 1963. Malcolm X murió el 21 de febrero de 1965. Y Martin Luther King, Jr. murió el 4 de abril de 1968. En el plazo de cinco años los tres hombres fueron asesinados.

Eran negros, pero el color de su piel no fue su nexo de conexión. Lucharon en campos de batalla muy diferentes. Y de manera muy diferente. Pero, al final, a los tres los consideraron peligrosos y, por ende, desechables. Porque disipaban la bruma de la confusión racial.

Al igual que ellos, James Baldwin no se dejó cegar por el sistema. Conocía a estos hombres y los quería.

Baldwin tomó la determinación de exponer los complejos vínculos y las similitudes que existían entre Medgar, Malcolm y Martin. Decidió escribir sobre ellos. Iba a escribir su libro definitivo, Remember this house (Recuerda esta casa).

Descubrí estos tres hombres y sus asesinatos mucho después. No obstante, estos tres hechos, estos elementos de la historia, constituyen el punto de partida, la “prueba” si se quiere, de una reflexión personal íntima y profunda sobre mi propia mitología política y cultural, sobre mis experiencias personales de racismo y violencia intelectual.

En este punto exacto es cuando necesité de veras a James Baldwin. Baldwin sabía cómo deconstruir historias y restituirles su justo orden y contexto fundamentales. Me ayudó a conectar la historia de una nación liberada, Haití, con la historia moderna de Estados Unidos de América y su doloroso y cruento legado esclavista. Pude conectar los puntos de unión.

Baldwin me dio una voz, me dio las palabras, me dio la retórica. En su funeral, Toni Morrison dijo: “Me diste una lengua que habitar, un regalo tan perfecto que parece invención mía”. Baldwin dio nombre y forma a todo lo que yo sabía o había aprendido por instinto o experiencia. Ahora tenía toda la munición intelectual que necesitaba.

Sin duda, siguen azotándonos fuertes vientos. El tiempo presente de discordia, ignorancia y confusión es un castigador implacable. No soy tan ingenuo como para creer que el camino que nos espera es un camino de rosas o que los desafíos a nuestra cordura no serán despiadados. Mi compromiso es conseguir que esta película no quede enterrada o en los márgenes. Y este compromiso es un compromiso sin concesiones. No quiero ser, como decía James Baldwin, un “patriota excéntrico” o un “loco de remate”.

 

Hay nuevas metáforas, cuando conocí a Gloria [Baldwin Karefa-Smart)

¿Dónde estás, Raoul? Dondequiera que estés, recemos por que todo vaya bien. No sé si has leído esta cita de JB de 1973: “Hay nuevas metáforas. Hay nuevos sonidos. Hay nuevas relaciones. Los hombres y las mujeres serán diferentes. Los niños serán diferentes. Tendrán que dejar obsoleto el dinero. Dar a la vida humana más valor que al dinero. Restaurar la idea del trabajo como gozo, no como obligación”.

Gloria Karefa-Smart, ‘Carta a Raoul Peck’, abril de 2009

 

Conocí a la hermana menor de James Baldwin, Gloria Karefa-Smart, hace diez años, cuando me abrió la puerta de su casa en un antiguo barrio negro gentrificado de Washington, donde vive desde los tiempos en que era peligroso frecuentarlo. Yo había escrito al James Baldwin Estate, la entidad que gestiona su legado, dos semanas antes para pedir acceso a los derechos biográficos de su vida y obra; quería pedir permiso para trabajar en una película aún por concretar. Aún no sabía exactamente qué material quería consultar en esta fase. Aún no sabía qué forma darle a este proyecto cinematográfico arduo, imposible, sin precedentes. Solo sabía que, si abordaba la figura de Baldwin, más me valía hacer algo poderoso y original.

Así que ahí estaba yo, sorbiendo té con una mujer afable y sabia, de habla dulce, que me había abierto las puertas de su refugio, cosa que raras veces hacía con desconocidos. Aquel día en Washington fue inspirador y excepcional. En Gloria encontré un alma gemela, una amiga, y, por encima de todo, una aliada con la cual entablé de inmediato una conversación auténtica, directa, sincera. Me sentí bien acogido, como en casa.

Gloria había visto mis películas y en particular Lumumba, sobre el asesinato del primer ministro del Congo en 1961. Conocía mi trabajo y los temas que trataba. Descubrí que estos temas también eran relevantes en su vida y su trayectoria política. Más tarde, este interés común se transformó en un afecto indeleble. Gloria fue decisiva para mí, porque transformó mis años de dudas, fracasos y reveses en unos años maravillosos de pasión y emocionantes descubrimientos.

Después de nuestro primer encuentro, Gloria no volvió a salir de mi vida. Siempre ha estado ahí, acompañándome, apoyando el proyecto, a las duras y, más recientemente, a las maduras. Su presencia ha sido el tesoro más preciado de todo este viaje.

Los derechos de adaptación que me concedieron los herederos de Baldwin fueron generosos y sin precedentes. En el transcurso de los años, y despreocupado de los trámites de renovar los derechos, pude centrarme estrictamente en el éxito del proyecto y nada más, algo absolutamente inaudito en la industria del cine.

Al cabo de cuatro años de andar a tientas, un día Gloria me dio la clave decisiva para la película. Me entregó un paquete de cartas con una treintena de hojas con el título Notes toward ‘Remember this house’ (Apuntes para ‘Recuerda esta casa’), un proyecto de libro que James Baldwin nunca llegó a concluir.

Me dijo, como quien no quiere la cosa: “Toma, Raoul, seguro que tú sabrás qué hacer con esto”.

Y así fue, lo supe inmediatamente. ¡Un libro que nunca se había escrito! Ahí estaba mi historia. ¡Y qué personajes! Medgar Evers, Malcolm X y Martin Luther King, Jr. Los apuntes en sí no eran gran cosa para arrancar, pero eran más que suficientes teniendo en cuenta que yo tenía acceso al resto de la obra de Baldwin. Mi tarea era encontrar este libro no escrito. No soy vuestro negro es el improbable resultado de esta búsqueda.

Gracias una vez más, Gloria. Sin tu infinita paciencia, tu discreta inteligencia y tu afectuoso apoyo, que no conoce límites, este proyecto jamás habría visto la luz.

 

Apuntes sobre el proceso de escritura

Con toda modestia, confieso que no conozco ningún otro ejemplo de película que haya sido creada estrictamente a partir de los textos preexistentes de un autor. Especialmente cuando los textos proceden de fuentes tan diversas como notas personales que no fueron escritas pensando en su publicación, cartas, manuscritos, discursos y libros. Desde el inicio, teoricé, sin una directriz claramente definida, sobre una película inconcebible.

¿Cómo empezar, pues, a concretar, a ponerla en práctica?

Después de dar palos de ciego, comprendí que si no creaba el primer borrador de un documento completo no sería capaz de avanzar en la realización de la película. Pero ¿cómo crear un texto de estas características? No podía ser una adaptación, o una simple compilación, y menos aún una narración cronológica. Necesitaba una estructura dramática, una historia con un principio, un desenlace y un final, como con cualquier otro guion cinematográfico. Salvo que, en este caso en concreto, las palabras ya existían, como en un jarrón repleto de teselas sin etiquetar de un precioso mosaico. Cada tesela era un diamante prometedor. Un diamante que había que engastar para que revelara su valor único, y colocarlo en la posición idónea para que cobrara la resonancia deseada y creara capas de significados y relatos que se entretejieran, se contradijeran y hasta colisionaran entre sí. Yo quería hacer, como escribe Baldwin en sus apuntes, “un variopinto plato de menudillos”.

Como el libretista que elabora el guion de una ópera a partir de los escritos dispersos de un autor venerado, inicié mi propio viaje, respetando en todo momento y escrupulosamente el espíritu, la filosofía, la pugnacidad, las percepciones, el humor, la poesía y el alma del ya desaparecido escritor.

Desde el principio vi con claridad las innumerables trampas que surgirían en el camino.

Antes que nada, el propio material: varias páginas de apuntes mecanografiados, sin un formato concreto, con tachones, fruto de reiteradas correcciones. Aun siendo evidente desde el principio que Apuntes para ‘Recuerda esta casa’ constituiría la base de este libreto, sería trabajoso encontrar e incluir los textos adicionales necesarios para completar el manuscrito, y hacerlo sin traicionar ni adivinar los pensamientos o las intenciones de Baldwin.

El primer borrador tuvo más de cincuenta páginas (tres horas de película), un guion sólido que podría plasmarse en un relato coherente. Esto me reconfortó, ciertamente, pero era solo el principio. De una versión a otra, me permití más libertades, e invertí el orden de párrafos, frases o, más raramente, palabras. Entonces averigüé, ventajosamente para mí, que Baldwin a menudo reescribía varias veces, en distintos documentos, cartas, o apuntes, la misma frase, idea o narración, con leves modificaciones o distintos razonamientos. Esto significaba que, en algunos casos, yo podía usar la versión que mejor se acomodara a mi propósito, retocar digresiones complicadas o incluso mezclar el principio de una versión con el final de otra. Espero que el señor Baldwin me perdonará esta intrusión póstuma en su “cocina” de escritor.

Trabajar en este manuscrito me permitió vislumbrar a un maestro en su taller, una preciosa oportunidad de observar y comprender cómo fraguaba Baldwin su escritura, cómo nutría sus pensamientos. En algunos puntos descubrí distintas formulaciones, en versiones similares, pero escalonadas, de una idea o una reflexión que, luego, en una composición diferente, adoptaría su forma definitiva. Una observación hecha en una carta privada a su hermano David Baldwin podía reaparecer aquí y allá en algunos apuntes y terminar en una frase mordaz en un ensayo publicado. Como muchos escritores, Baldwin reciclaba notas e impresiones varias veces antes de encontrar su forma y su destino definitivos. Yuxtaponer distintas versiones fue lo que a veces me permitió descubrir las transiciones o las formulaciones necesarias para la elaboración de este manuscrito.

Pero también hay varias transgresiones al principio de permanecer fiel a las palabras de Baldwin. Por ejemplo, cuando Baldwin escribe sobre “Bill”, yo he preferido añadir el apellido “Miller” en aras de la claridad. He corregido discretamente a Baldwin cuando, por descuido, llama “Clinton Rosewood” al actor Clinton Rosemond o incurre en alguna errata, como cuando escribe “Manton Moreand” en vez de Mantan Moreland. O, también, cuando escribe “la hija mayor de Malcolm, que se llama Stillah (no estoy seguro de la ortografía)”, lo he corregido por “la hija mayor de Malcolm, que se llama Attallah”. Salvo estas escasas excepciones, me he mantenido fiel a las ideas, el estilo y las elecciones de James Baldwin.

¿Qué más se puede decir? Espero no haber traicionado a un hombre que me ha acompañado desde muy temprano, cada día de mi vida, como un hermano, un padre, un mentor, un cómplice, un consuelo, un compañero de armas –y un testigo eterno de mis divagaciones–.

Gracias, amigo mío (si me lo permites). Quedas grabado para siempre en nuestra memoria y nuestra vida.

 

Así comienza No soy vuestro negro, el libro que, en traducción de María Enguix, acaba de publicar la Biblioteca Afro Americana de Madrid (BAAM).

 

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