[“Vivimos uno de los momentos más peligrosos de la historia” fue uno de los dos títulos que en abril de 2003 envié al diario ABC. Era entonces su corresponsal en Nueva York y, ante la posición editorial del diario y de prácticamente todos sus comentaristas (con la destacada excepción de Darío Valcárcel) a favor de la invasión de Irak, propuse entrevistar a Noam Chomsky para ofrecer una mirada complementaria. Estuvieron de acuerdo. Fiel a sí mismo, Chomsky fue Chomsky, con afirmaciones tan contudentes como que el embajador de Washington ante las Naciones Unidas, John Negroponte, era “un criminal de guerra certificado”. Ante la demora en salir la entrevista llamé al periódico y para mi sorpresa me dijeron que no la iban a publicar con un argumento que no parecía tener vuelta de hoja: “Nuestros lectores no lo entenderían”. Llamé al director, José Antonio Zarzalejos, y la conversación subió de tono cuando le pregunté si él no se consideraba un verdadero liberal. Me respondió muy molesto que no estaba dispuesto a tolerar que le diera “lecciones de liberalismo”, que era “un soberbio” y que si no estaba de acuerdo volviera a Madrid y daríamos por terminado mi contrato con ABC. La cosa ya se había encrespado porque le había comentado el desacuerdo a mi querido Rafael Sánchez Ferlosio, por aquel entonces colaborador del periódico, que me dijo: “Si tú te vas, yo también me voy”. Pero no lo hice. Me la envainé. Seguí hasta el año 2005 como corresponsal, y después trabajé 12 años más en la sede central del periódico en Madrid. He de decir, en honor a la verdad, que salvo ese incidente nunca tuve ningún problema con la cobertura de la actualidad en Estados Unidos, sobre todo en aquellos tiempos de estrecha compenetración entre los presidentes George W. Bush y José María Aznar. El a la sazón embajador de España ante la ONU, Inocencio Arias, con quien tenía muy buena relación, me confesó que su jefa, la ministra de Asuntos Exteriores, Ana de Palacio, le había manifestado a Zarzalejos su malestar porque un periodista de ABC le hubiera hecho preguntas incómodas sobre las famosas y nunca halladas armas de destrucción masiva. Ni Zarzalejos ni ningún miembro del equipo directivo me hizo nunca la mejor indicación sobre qué y cómo tratar el asunto de la invasión y el mandato de Bush. El entendimiento posterior con Zarzalejos fue cordial, y lo sigue siendo, ambos ya fuera de ABC. Admiro sus dos etapas como director del periódico, en que tuvo que arrostrar terribles presiones, como la insidiosa campaña que lanzaron medios de la competencia para que “comprara” la teoría de la conspiración que se tejió a raíz de los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Ni él ni sus reporteros nunca la asumieron porque era falsa. Desde que dejé ABC quise publicar esta entrevista con Noam Chomsky, disidente por antonomasia del imperio estadounidense, que sigue ejerciendo como intelectual incombustible a sus 95 años, publicando libros y artículos. Pero no la encontraba. Solo hace unas semanas, revisando un viejo disco externo, encontré la transcripción completa. Y Corina Arranz recuperó también las fotos que le había hecho en su despacho de Boston. Resulta desconcertante que con el regreso de Donald Trump a La Casa Blanca resulten tan estremecedores y certeros ahora].
Llueve parsimoniosamente sobre Boston cuando atravesamos el umbral del pequeño edificio de ladrillo de tres plantas perteneciente al mítico Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, según su acrónimo anglosajón) donde trabaja una de las figuras más despreciadas por el establishment político estadounidense y más admiradas por el movimiento pacifista internacional, una de los intelectuales más citados de todos los tiempos (por encima de Hegel y Cicerón y justo por detrás de Platón y Freud). La revolución lingüística que desencadenó en los años cincuenta del siglo pasado atrapó la imaginación popular de forma parecida a Einstein en la física: músicos como Leonard Bernstein se sirvieron de sus teorías para analizar la música, los psicólogos aplicaron sus conceptos sobre la adquisición del lenguaje en los niños casi desde que las llevó a la imprenta y una nueva escuela de pensamiento, la ciencia cognitiva, echó raíces en su teoría del lenguaje. Noam Chomsky (Nueva York, 1927) no sólo es un ser humano pese a los que piensan que su ingente actividad como profesor del MIT, activista político, autor de miles de artículos y más de ochenta libros (desde La responsabilidad de los intelectuales al 11-9-01 sobre los atentados del 11 de septiembre en Washington y Nueva York, al más reciente, Poder y terror) hace pensar en una máquina de conciencia, sino que él mismo contestó al mensaje electrónico en el que se le solicitaba esta entrevista. A su despacho, en el primer piso del edificio, se accede sin pasar ningún control. El más feroz crítico de Estados Unidos, al que acusa de haberse convertido en “el principal Estado terrorista del mundo”, habla sin apenas mover los labios y en un tono extremadamente bajo. Es famosa su fiereza dialéctica, aunque para defender sus argumentos, tanto en sus clases de los jueves en el MIT como en las incontables conferencias y mítines en los que participa, jamás levanta la voz ni da muestras de que el pulso se le acelere. Padre de tres hijos, publicó su primer artículo a los diez años: estaba dedicado a la caída de Barcelona a manos de las tropas de Franco. El anarquismo ha sido una constante de su pensamiento político. Ensombrecido por la guerra desencadenada por su país contra Irak, Chomsky no oculta su pesimismo ante George W. Bush y los viejos nuevos dueños del poder en Washington (“Nos encaminamos hacia un Estado totalitario en Estados Unidos”), que a su juicio han atendido las plegarias más delirantes de Osama bin Laden: “Vivimos uno de los momentos más peligrosos de la historia”.
—¿Cómo de oscuros son los tiempos que vivimos?
—Mucha gente seria los ha descrito como los más peligrosos de la historia. Hace unos días, Joseph Rotblat [premio Nobel de la Paz de 1995], aseguró en un artículo reciente que no recordaba tiempos más ominosos que éstos. Y no es irreal pensar eso. En la esfera política está en marcha una serie de gravísimas amenazas que incluso afectan a la supervivencia de todas las especies. Históricamente nos encontramos ante una situación verdaderamente insólita. No consigo recordar un momento en el que el liderazgo político de un Estado poderoso sea tan universalmente temido y detestado. Las encuestas internacionales son inequívocas al respecto. No dejó de estar cargado de simbología que los cabecillas de la autonombrada “coalición” se tuvieran que reunir en una base militar en una isla en medio del océano [en las islas Azores]. Pocos comentaron entonces que el 80 por ciento de la población española se oponía a la política de su gobierno. Si se examinan las encuestas del Pew Research Center y el Foro Económico Mundial, que analiza el grado de confianza en los grandes líderes internacionales, en un año la Casa Blanca de George W. Bush ha conseguido hacer de Estados Unidos un paria internacional. Osama bin Laden está viendo cómo se están haciendo realidad sus más delirantes deseos.
—¿Es la guerra humanitaria una contradicción en sus términos?
—No necesariamente. Pero si tratamos de examinar precedentes históricos hay que obrar con cautela. Porque casi todo uso de la fuerza es denominado humanitario. Hay un importante trabajo académico sobre las intervenciones humanitarias, escrito por Sean Murphy, que asegura que entre el pacto Kellogg-Briand de 1928 [acuerdo multilateral para eliminar la guerra como instrumento de política nacional] y la aprobación de la Carta de las Naciones Unidas, identificó tres ejemplos de intervención humanitaria: Mussolini en Abisinia, Japón en Manchuria, Hitler en Checoslovaquia. Por supuesto, él no las califica de humanitarias, pero sí estuvieron acompañadas de retórica humanitaria.
—En este preciso momento en que la guerra es tan impopular, ¿los que defienden la opción militar necesitan usar esos términos para “vender” su necesidad?
—Todo el mundo lo hace. Hitler lo hizo, Mussolini lo hizo, Estados Unidos lo hizo y lo hace. La historia completa del imperialismo se sirvió de ese pretexto. No es nada nuevo. John Stuart Mill, en un clásico ensayo de 1859, ya se refirió a ello. No hay nada nuevo. Dos intervenciones que verdaderamente salvaron un gran número de vidas fueron las de India en 1971 en Pakistán y la de Vietnam en 1979 en Camboya. Pero las dos no son tenidas en cuenta en la literatura o en las discusiones sobre intervencionismo humanitario. Y la razón es fundamentalmente racista. Porque no fueron llevadas a cabo por Occidente. Además, Estados Unidos se opuso frontalmente a ambas, y por eso no cuentan. Pero ¿se puede pensar en algo comparable? No es imposible, pero resulta difícil encontrar buenos ejemplos.
—¿Está la actual Casa Blanca intentado hacer Historia Universal en Irak?
—Si nos fijamos en la Estrategia Nacional de Seguridad presentada en septiembre del año pasado no se puede decir que no haya exactamente precedentes, pero esta es la primera vez, por lo menos en los tiempos modernos, en que un Estado poderoso declara abiertamente que tiene el derecho a dominar el mundo por la fuerza y prevenir cualquier desafío potencial que pueda surgir. Esa es una doctrina que de modo equívoco se califica de guerra preventiva, cuando en realidad es una guerra de carácter anticipatorio [de antemano, por si acaso], que es un concepto completamente distinto, que viene a decir que si adviertes algo que el futuro pudiera llegar a convertirse en un problema puedes atajarlo ahora mismo. Ése es un derecho que nadie se había arrogado antes, por lo menos que se recuerde inequívocamente. Que lo declare explícitamente una superpotencia es realmente insólito. Hitler también lo hizo. No tenemos acceso a las deliberaciones secretas y sólo podemos especular acerca de lo que ocurrió, pero sospecho que la guerra contra Irak pretende simplemente ilustrar ese derecho. Cuando proclamas un derecho no significa nada a menos que lo conviertas en una norma que se pueda seguir y aplicar en la realidad. Y si hacía falta dar ejemplo, Irak es el caso perfecto. Si se repasan las razones que se han esgrimido para justificar la guerra es imposible evaluarlas, porque son un repertorio de contradicciones. Un día son las armas de destrucción masiva, al día siguiente no importa si existen o no porque la cuestión primordial es llevar la democracia a Irak, o cualquier otra supuesta razón, lo que a fin de cuentas no es más que otra forma de decir que se trata de una guerra por si acaso. Sin embargo, parece evidente que una de las razones primordiales sería demostrar al mundo que las intenciones del poder estadounidense son absolutamente reales, que el mayor poder militar de la historia de la humanidad pretende hacer exactamente lo que dice que va a hacer y no lo va a mantener en secreto. Si se lee el informe de la Estrategia de Seguridad Nacional es extremadamente claro, por eso hay tanta inquietud en todo el mundo e incluso en parte del establishment vinculado a la política exterior estadounidense.
—¿En qué sentido la invasión de Irak fue una respuesta a las plegarias de Osama bin Laden?
—Si todavía está vivo debe estar disfrutando como un loco por cómo han ido evolucionando las cosas, cómo Estados Unidos es ahora el país más odiado del mundo y cómo está haciendo que se convierta en realidad el choque de civilizaciones. Si alguien estuviera contemplando todo esto desde Marte podría pensar que George W. Bush e un agente especial de Al Qaida.
—¿Es la opinión pública una nueva superpotencia, como ha señalado The New York Times
—Es otro fenómeno sin precedentes en la historia. En diciembre pasado, una encuesta internacional realizada por Gallup sobre la posible guerra en Irak que no se recogió aquí respecto a la creación de una denominada coalición al margen de la ONU, con Aznar diciendo “gracias” [la supuesta “coalición de los que quieren”], el apoyo apenas rozaba el 10 por ciento en todas partes, lo cual significa que estaban decididos a ir a la guerra frente al rechazo de la mayoría. ¿Se puede pensar en una situación semejante? Por otra parte, nunca se ha dado el caso de que una sociedad no menos democrática un gobierno llevara a su propio pueblo a la guerra sin el apoyo popular. Si el New York Times califica a la opinión pública internacional de la nueva superpotencia, no tengo ningún problema con ello.
—El asesinato de Patrice Lumumba, Guatemala, Nicaragua, Indonesia en Timor, el bombardeo del laboratorio farmacéutico de Al-Shifa en Sudán son algunas de las que usted considera “pruebas” de que Estados Unidos se ha convertido en “el principal Estado terrorista del mundo”. ¿Qué representa la invasión de Irak?
—No se trata de una idea mía, sino que hay amplia documentación al respecto. El término terrorismo no tiene una definición legal, pero el que se suele usar en el campo internacional es “uso ilegal de la fuerza”. Ése es el término que la Corte Internacional de La Haya utilizó par condenar los ataques de Estados Unidos contra Nicaragua y es el término que suele emplear el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Cuba, que no ha mencionado, es a mi juicio el caso más claro: hay miles de páginas internas de la Administración estadounidense en las que se describen ataques terroristas contra el régimen de La Habana. No se trata de algo que sea objeto de controversia. Las operaciones ordenadas por [John F.] Kennedy contra Castro eran claramente operaciones terroristas y no son descritas de otra manera por figuras tan respetables como Arthur Schlesinger, que así describe los objetivos de Robert Kennedy contra Cuba, de emplear el terrorismo contra Cuba. Y conocemos el porqué: Cuba era un inaceptable desafío a lo que había sido la política estadounidense de los últimos ciento cincuenta años. Ésa era la única razón. La independencia frente a Estados Unidos. Y por eso se llevaron a cabo todo tipo de atentados terroristas: sabotajes, incendios, destrucción de cosechas, asesinatos, etcétera. Hay miles de páginas de documentos oficiales al respecto a lo largo de los años. Pero en el caso de Irak no podemos hablar de terrorismo, sino de agresión. Es una agresión palmaria.
—¿El que siempre prefiera ofrecer hechos en lugar de respuestas es porque no quiere convertir a la esperanza en una ideología?
—Los hechos permiten que la gente se haga su propia composición de lugar, más que tomar en cuenta mi propia opinión, que no sé a quién le puede importar. La gente, especialmente en las sociedades democráticas, donde tenemos la posibilidad de elegir, debería intentar investigar los hechos recogidos lo mejor que pueda y sacar sus propias conclusiones. Creo que también deberían emplear una serie de principios elementales, entre ellos el de la universalidad: si algo está bien para mí, está bien para ti, y si algo es incorrecto para ti, es incorrecto para mí. Si somos capaces de llegar a ese punto podemos llegar a evaluar lo que tenemos delante de los ojos: cómo reaccionamos cuando otros países hacen lo mismo que nosotros hacemos.
—¿Pero teme que la esperanza pueda ser como una suerte de religión para no enfrentarse a los hechos?
—No lo creo. Pero respecto a la esperanza tenemos básicamente dos opciones. No podemos predecir el futuro, pero puede tirar la toalla y afirmar que no hay esperanza, que no hay nada que hacer, o asumir alguna esperanza y tratar de hacer que el mundo cambie para mejor, y quizá así lleguemos a conseguir que las cosas cambien para bien.
—¿Resulta muy duro tener que atender tantas requisitorias de entrevistas como ésta, conferencias, presentaciones, etcétera? ¿No le gustaría tomar la senda de alguien como Henry David Thoreau en Walden?
—Resulta tentador. Se me ocurren mejores cosas que hacer que, literalmente, dedicar 24 horas al día, siete días a la semana, 365 días al año a este tipo de cosas. Pero no es posible desaparecer. Puede que en la época de Thoreau, y sólo en cierto sentido, no importara demasiado. En aquella época podías hacerlo. Pero hoy no tienes esa posibilidad. Ahora tenemos que hacer frente a una amenaza urgente que pone directamente en peligro nuestra propia supervivencia. Me gustaría que mis nietos pudieran contar con un mundo para ellos, y eso es algo de lo que, hoy por hoy, no es seguro.
—¿Cómo interpreta que a la hora de intentar aprobar en el seno del Consejo de Seguridad la resolución que autorizara la guerra contra Irak junto al Reino Unido y España, el embajador estadounidense fuera John Negroponte?
—John Negroponte es un criminal de guerra certificado. John Negroponte fue en los años ochenta el embajador estadounidense en Honduras, es decir, una suerte de procónsul. No sólo estaba al tanto del terrorismo de Estado que se llevaba a cabo en Honduras, sino, lo que era mucho más importante, en Honduras estaba la base para las fuerzas estadounidenses que atacaban Nicaragua bajo su supervisión. Es un criminal de guerra. Pero lo que resulta verdaderamente llamativo es la composición del Gobierno estadounidense que ha re-declarado la guerra contra el terror, porque ya la declararon en 1981. A grandes rasgos se trata casi de la misma gente que operaba bajo la presidencia de Ronald Reagan y George Bush padre. En 1981 declararon una guerra contra el terror y los grandes enemigos de la civilización occidental, como los nicaragüenses, que supuestamente estaban siguiendo el guión de Mein Kampf y decididos a conquistar su hemisferio norte. Reagan declaró el estado de emergencia nacional porque la seguridad de Estados Unidos estaba amenazada por Nicaragua, un país “a dos horas de vuelo de Texas”. Lo cierto es que Estados Unidos llevó a cabo una criminal campaña terrorista en Centroamérica con resultados devastadores. En Oriente Medio fueron responsables de la mayor parte del terrorismo masivo. En África austral, apoyaron a su aliado surafricano, responsable de la muerte de un millón y medio de personas en los países limítrofes con estrecho respaldo de la gente que hoy ocupa el poder en Washington, que saboteó las sanciones internacionales contra el régimen de Pretoria, al mismo tiemop que incrementaban la ayuda a Sudáfrica. El Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela fue calificado en 1988 como uno de los más notorios grupos terroristas del mundo. Echemos ahora un somero vistazo a quien está otra vez en el poder en Washington: Negroponte supervisando las operaciones por las que Estados Unidos fue condenado por el Tribunal Internacional de La Haya (y también hubiera sido condenado por el Consejo de Seguridad si no fuera por el propio veto de Washington) y ahora a cargo de la fachada diplomática encargada de declarar la guerra contra el terrorismo. Donald Rumsfeld, ahora encargado de la cartera militar, fue el hombre de Reagan en Oriente Medio durante algunos de los peores episodios de terror en la zona, y por supuesto su enlace con Sadam Husein. Eliot Abrams, que fue vicesecretario de Estado para Centroamérica, supervisando las operaciones terroristas en la zona, fue encontrado culpable de mentir al Congreso y se ganó un perdón presidencial, y ahora se ocupa de cuestiones de Oriente Medio en el Consejo Nacional de Seguridad. Robert Noriega fue otro alto cargo en tiempos de duros gobiernos republicanos, vuelve a ocupar una posición relevante. Por no hablar del vicepresidente Dick Cheney. La misma gente. Colin Powell fue consejero nacional de seguridad a finales de los ochenta, justo cuando se cometieron las peores atrocidades, África incluida, y ahora es secretario de Estado. Y la única razón por la que George W. Bush no fue uno de ellos es porque en aquella época estaba entretenido asistiendo a fiestas en las que corría el alcohol. Y todo esto ocurre ante nuestros ojos sin que haya prácticamente ningún comentario. Por eso, si alguien contemplara lo que ocurre desde el planeta Marte vería que nuestras posibilidades de sobrevivir son más bien escasas.
—Michael Ignatieff cree que esta guerra estaría justificada si al final echa raíces en Irak una democracia.
—Supongamos que la invasión destruye el régimen de Sadam Husein y supongamos que se establece algún tipo de democracia en el que la mayoría shií tendría un importante papel que jugar, ¿diríamos que la invasión está justificada? Supongamos que alguien invade Israel y libera a los millones de palestinos bajo dominación militar, ¿estaría esa invasión justificada? ¿Se supone que alguien debería liquidar a los líderes de este país si tenemos en cuenta que es el más odiado del planeta? Es una cuestión de supervivencia. ¿Puede alguien imaginarlo? Claro que puedes imaginar que buenas cosas pueden surgir, pero eso no justifica el uso de la fuerza. Para justificar el uso de la fuerza tienes que hacer algo más que imaginar que los beneficios que podrían sobrevenir. La justificación del empleo de la fuerza exige una inmensa carga de prueba, no ese quizás todo será para bien. Con esa estrategia puedes justificar el recurso a la fuerza en cualquier parte del mundo.
—¿Cuál es el papel de los medios de comunicación en la fabricación actual del consenso y en la cristalización de la idea de que no es posible cambiar el mundo?
—En este momento, la situación de los medios de comunicación es tan desgraciada que casi no se puede ni comentar. Contemplar la televisión se convierte en un cruel e insólito castigo. Los medios estadounidenses han abandonado por completo la distancia y la crítica y se han convertido en entusiastas animadores del equipo de casa. Me resulta imposible recordar un grado de vulgaridad semejante al que padecemos ahora. La prensa quizás ofrece un panorama algo más diverso, pero el aspecto general no resulta nada atractivo. Tengo un amigo que enseña en la universidad de San Antonio en Texas y me ha dicho que sus alumnos están haciendo un análisis comparativo de la cobertura de la guerra por parte de la televisión estadounidense y la mexicana, en inglés y en español, y el resultado es que reflejan dos realidades diametralmente opuestas.
—¿Es posible dar con la verdad cuando Bush describe a Ariel Sharón como “un hombre de paz», o estamos en el mundo de Humpty Dumpty en el que lo importante no es el significado de las palabras, sino en saber quién es el que manda?
—Siempre ha sido verdad lo último. Pero la situación se ha exacerbado especialmente en estos momentos. Cuando Bush calificó a Sharón de hombre de paz la conmoción fue inmensa en Israel porque ellos saben perfectamente quién es Sharón y quién ha sido durante los últimos cincuenta años: uno de los principales líderes terroristas del mundo. Todo lo contrario de un hombre de paz. Pero más importante que palabras tan ridículas son las acciones. Cuando Powell habla de la visión del Gobierno estadounidense de una solución pacífica del conflicto lo que en realidad está diciendo es que Israel puede proseguir con su campaña de construcción de asentamientos en los territorios ocupados sin ninguna interferencia hasta que el Gobierno estadounidense entienda que los palestinos haya demostrado de forma suficiente su determinación. Lo único que hace es repetir el discurso de Bush. Se trata de un cambio de política. Porque hasta ahora, retóricamente al menos, se decía que había que poner fin a los asentamientos. Ahora, con Bush en la Casa Blanca, lo que se dice es: adelante, haced lo que os plazca hasta que nosotros decidamos que se hayan creado las condiciones para actuar. El pasado mes de diciembre –y sin que apenas tuviera eco en Estados Unidos–, Washington modificó su posición en la Asamblea General de la ONU: hasta ese momento, la postura oficial del Gobierno estadounidense era que la anexión de Jerusalén era ilegal. El año pasado minamos también las condenas contra las violaciones de la Convención de Ginebra que Israel comete en los territorios ocupados. Son crímenes de guerra y Estados Unidos, con su actitud, está violando esa Convención que obliga a las partes a ponerlas en práctica, no a hacerla irrelevante.
—Para un lingüista como usted, ¿no le resulta fascinante este momento dada la espectacular distorsión del lenguaje a la que asistimos?
—Creo que nos encaminamos hacia un Estado totalitario en Estados Unidos. En la Unión Soviética, si volvemos a los viejos tiempos, nadie prestaba mucha atención a lo que publicaba Pravda porque sabían que casi todo lo que publicaba era mentira y la verdad era seguramente lo contrario. Cuando aquí se habla del ataque de las fuerzas de la coalición hay que ser un idiota para no darse cuenta de que se trata de Bush con Tony Blair a la zaga. Lo mismo cuando se habla de los aliados, tratando de fabricar una evocación de la Segunda Guerra Mundial. O veamos lo que ha ocurrido con Peter Arnett, despedido por haber concedido una entrevista a la televisión iraquí. ¿Cuántos periodistas han sido despedidos aquí por haber concedido entrevistas a los medios de comunicación de la coalición convertidos en animadores entusiastas de su equipo? Cuando asistes a un partido en un instituto no esperas que los animadores profesionales aplaudan a los dos equipos por igual o describan de forma neutral lo que ocurre en la cancha. Pero ese se supone que tiene que ser el papel de la prensa independiente.
—¿Qué queda en su memoria de aquella vieja idea de Port Royal de que todas las lenguas están basadas en una gramática universal que refleja la mente de Dios?
—Eso forma parte de una tradición con la que no tengo nada que ver. Hay sin embargo algo cierto en la existencia de una gramática universal y creo que es algo generalmente aceptado: que debe de haber algo así como una base compartida en la naturaleza humana para permitir que usted y yo hagamos ahora lo que estamos haciendo y que ningún otro organismo pueda hacerlo. A menos que se trate de un milagro, tiene que ser verdad. Pero ya nadie atribuye eso a la mente de Dios, sino que cabría atribuirlo a un misterioso momento de la evolución. Está razonablemente claro que en los últimos 800.000 años se puedo desarrollar la habilidad para hablar, y hay razones para creer que todos los hombres somos iguales a ese respecto.