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Mientras tantoNochebuena

Nochebuena

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Camboya debería ser así. O cualquier país del planeta, solamente pisoteado por sus verdaderos moradores fuera de toda guía de viajes, apartados del mundanal ruido del primer mundo, lejos de la globalización que amenaza con desfigurar a cada cultura y con hacer desaparecer no pocas lenguas. Quememos las perversas guías sectarias Lonely Planet. O tirémoslas a una piscina bien profunda. Donde sus página pasaran a ser hostias consagradas, cosas a engullir sin mirarlas a los ojos: el final de lo que un día vio la luz.

 

Pasear por Phnom Penh, su capital, el día de Nochebuena, es un golpe de ácido lisérgico: jemeres en chanclas, calor llevadero, humedad menos, y nada de nieve. Porque el autismo que genera la dictadura del primer mundo, la misma que engendra a la citada guía de viajes Lonely Planet, hace creer a los del otro hemisferio y a aquellos que residen en el ecuador y sus cercanías, que la Navidad, siempre, tiene forma de muñecote blanquecino con una zanahoria por nariz y un pene imaginario; y entonces, me estremezco asumiendo que realmente todas fueron muñecas de nieve. ¡Y nadie lo reconoce!

 

La Navidad en Camboya es la ola de calor del Levante español; el sueño del noruego. Y como es normal, son poquísimos los extranjeros que se han atrevido a dejar su asiento vacío en esas cenas insoportables donde hay que aguantar al niño esperando a Papá Noel y de seguidas, a los Reyes Magos, en la primera muestra clara de lo que podría llegar a ser un ludópata, sino un etarra; o un alcohólico de esos que siempre quieren que se la apunten en el bar.

 

Por eso da gusto transitar en estas fechas por Camboya, país en fase de plena devastación gracias al gobierno corrupto que lo asola, la nula calidad de los expatriados que importa, y la peor calaña de la abrumadoramente peligrosa caterva de turistas. Nunca un paraíso destrozado por sus propios indígenas –Pol Pot marcó un listón del mal demasiado alto­– soñó con un renacimiento tan paupérrimo.

 

El Walkabout, bar oscuro abierto las veinticuatro horas del día, donde se cuece el auténtico guiso del vicio de esta ciudad, anda mellado: son las cinco de la tarde, a una hora y poco para que el sol se ponga, y dos decenas de meretrices, como pollos sin cabeza, se mueven sin orden ni concierto dentro de las instalaciones así como asoman sus extremidades enjutas por unas puertas donde la corriente corre más que nunca: no hay extranjeros; especialmente residentes.

 

Se me acerca Lyon, que a la hora de ponerse nombres les surge una capacidad creativa que cualquiera diría que en vez de putas son poetisas, con planes confusos, erróneos.

 

Hola, ¿necesitas compañía?

 

Estoy buscando a clientas. Es Navidad y me temo que hoy cenaré solo.

 

O sea, ¿que necesitas compañía?

 

Yo también cobro.

 

Qué gracioso eres. Me llamo Lyon.

 

Lyon debía cargar con alguna enfermedad venérea. Si no algo peor. Porque si llegaba a los cuarenta kilos debía ser por error de fabricación de la báscula, que no se rompería por sobrepeso, sino por ‘sobrepena’.

 

Lo que me quedó claro cuando el sol terminó de ceder paso a la noche, fue que en esta Nochebuena iba a tener poco donde picar. A ver, seamos sinceros: en Occidente, maestro de esgrima en esto del puterío, se respetan mucho las festividades católicas. Por lo que te pueda caer encima. Por lo de la mala suerte. Por el qué dirán. De ahí viene esa absurdez occidental de amarnos en las navidades por todo el resto del año, donde nos ignoramos si no es que directamente nos apedreamos. “¿Está duro el turrón, eh abuelo?”, diría el nieto ansioso o por su paga navideña o por que éste la palmara: esa rica herencia, tan triste como el 16% de un apartamento con goteras en Torrevieja, ciudad sin ley; tras escrutar su negro futuro terminaría con una frase interior, de esas que, como los pedos en reunión, es mejor guardársela dentro: “Pues te jodes; no haberte quitado los dientes”.

 

Luego me fui al Pontoon, donde mis contrincantes se contaban por decenas y yo, como siempre, era el único que cambiaba el paso. Una americana con trenzas y cara de poseída no debió entender mi oferta –“cincuenta dólares, lo pasaremos bien”–, porque acto seguido me ignoró cuando yo ya me veía con una vaso reventado en medio de mi rostro.

 

Cuando asumí que todo aquello era un error, me fui a mi casa, donde mis padres me saludaron por la pantalla del ordenador como lo hacían ya hace décadas los progenitores de Superman desde un planeta con nombre de droga moderna: Krypton. Más tarde me abrí una botella de Tempranillo patrio, por lo de ayudar a los más necesitados, cuando lo que debería haber hecho es llamar a Alcohólicos Anónimos. Pero la verdad es que me quedaba lejos.

 

La cena, dignísima, a base de pescado salvaje de la costa de Sihanoukville, con besugo a la plancha con vinagreta de vinagre de Jerez y un sorprendente atún blanquecino aunque decentemente encebollado. Lloré con la misma fuerza interior que lo hace el corredor anónimo de maratón que llega fuera de tiempo, cuando la meta ha sido desmontada, y los coches han vuelto a su lugar común. Pero antes de caer en la desidia recibí una de esas llamadas que te reconfortan: eran tres rusas puestas de cocaína hasta las cejas. Porque la cocaína ejerce tal presión que hasta los que nos acabamos de meter un flan entre pecho y espalda la adivinamos a través del teléfono móvil.

 

¡Queremos que vengas! Somos tres. Nos lo pasaremos bien.

 

Se le trabó tanto la lengua entre el ‘somos’ y el ‘tres’, que me dio tiempo a encenderme un Marlboro rojo y a darle hasta tres caladas. Luego todo fue como coser y cantar, por esa frase hecha que he tomado como propia: “En mi pobreza mando yo”.

 

Hoy no cariños. Que soy católico.

 

Luego me acosté, soñando sin haberlo decidido en una visita de Papá Noel en donde en vez de tres rusas me hubiera traído un calendario para el 2014 tan ocupado que habría ido a trabajar con publicidad de Cialis serigrafiada sobre mis camisetas. Tras mear en medio de la corta madrugada, volví a soñar: esta vez con algo que ni recuerdo, pero que me valdrá para terminar este texto demasiado patético donde guardé cama en Nochebuena por la pasión que sentimos los occidentales en países lejanos por volver a nuestros lugares de origen a vaciar las cartillas de ahorros de los abuelos. Yo no lo hice. Y así me va.

 

 

Joaquín Campos, 24/12/13, Phnom Penh.  

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