Una mañana de mediados de julio de 2001 tuve un despertar particularmente amargo. Amanecí echado en un portal en posición rastrera, y fui recuperando la consciencia intentando acompasar el corazón, porque podía explotar allí mismo y ponerlo todo perdido. Parecía el final de una de esas borracheras épicas de las que uno sale de milagro, y cuando abrí del todo los ojos temí encontrarme al lado de un cadáver o algo aún peor, una mujer.
El paisaje, sin embargo, me trastornó. Traté de situarlo en una ciudad, y mientras pensaba me limité a pasear la mirada despacio, como las vacas, y me sorprendí mugiendo para mis adentros. Era una calle estrecha, no debían de ser más de las ocho de la mañana, porque el sol apenas despuntaba, y se escuchaba un jaleo terrible, una charanga alocada y suicida. Era como si esos monos que aporrean tambores dentro de la cabeza cuando uno se levanta de resaca estuviesen directamente fuera. A un lado y a otro me encontré con lo último que uno espera tras una borrachera que parecía haberse extendido un siglo: cientos de personas hacían sonar trompetas, cornetas, tamboriles y silbatos en los balcones de la calle, y abajo una muchedumbre terrible se agolpaba en vallas de madera; mayormente eran borrachos que agitaban botellas de plástico entre las manos y levantaban gorros de paja saludándome en un idioma atroz, inglés o así.
Pensé entonces que si aquello no era el infierno yo no debía de andar muy lejos. Se escucharon disparos, claro que sí, y me levanté de golpe entre aplausos. Lo que sucedió después del tiroteo fue inevitable. Se produjo una estampida de gente tan grande que tuve que echarme a un lado y desplomarme otra vez en el portal, al borde del suicidio, porque aquello me estaba empezando a superar. Sólo cuando la multitud se espació en su carrera yo me levanté con la idea de desayunar un zumo de naranja y buscar un hotel, preguntando amablemente unas señas, para ducharme y comprar el periódico, y mirar por un trabajo. Entonces empezó a temblar el suelo y a mi espalda, doblando la esquina, aparecieron seis victorinos, tres en la línea delantera y otros tres detrás, como los futbolines. Una manera como cualquier otra de empezar el día.
Lo bueno fue que se pasó el dolor de cabeza al momento; lo malo era que iba a morir: los pros y los contras estaban ahí. Me sentía un poco como esos presos de Texas a los que curan un cáncer antes de sentarlos en la silla eléctrica. Por lo de pronto, empecé a correr a zancada difusa y con la cara descompuesta como medida preventiva. No sabía qué hacer: era mi primera vez. Lo más cerca que había estado de despertarme en un encierro de San Fermín fue una mañana que me levanté al lado de una señora de noventa kilos. En plena carrera intentaba recordar qué hacían los corredores cuando se acercaba el toro, y los visualicé con un periódico en la mano, que supuse imprescindible para que el animal te reconociese como de la casa. Luego pensé en Hemingway y en lo feliz que yo fui leyendo The sun also rises en verano de 1996. Pensé en los dos amigos, Adelio y Anxo, que habían empezado conmigo el viaje y a los que perdí la pista en algún momento de la Gran Guerra. ¿Estarían ellos fajándose como me estaba fajando yo? Yo ya era para los victorinos un americanito más con la excepción de que tenía un buen culo, y los supuse, porque no me atrevía a mirar para atrás, compitiendo para ver quién me desinflaba con la primera cornada: mi culo era la liebre que estaba salvando el mundo.
Me adelantó uno y me adelantó otro, a izquierda y derecha. Los toros son animales preciosos desde atrás. Por un momento pensé en saltarle a uno al lomo y abrir los telediarios. Estaba ya en la zona roja, con toros delante y detrás, todos en pandilla, tres minutos después de haberme despertado. Ni siquiera había podido lavarme los dientes. Y tanta era mi prisa y mi torpeza que empecé a adelantar a los toros que me habían adelantado a mí, entretenidos con algún desgraciado, y ya los tenía de nuevo detrás, en fila india. Allí estaba yo destejiendo, como la otra. Dos curvas más adelante volví a perder a varios de ellos de vista y entré en la plaza de Pamplona bajo ovaciones estruendosas. Como en un sueño, escuché gritar desde uno de los asientos de la plaza a Adelio, que bajó corriendo a la arena; y de los últimos, con la camiseta suplente de Brasil y heridas en la espalda de los varazos que le habían dado por agarrar a un toro del cuerno, apareció Anxo. No hubo reencuentro más emocionante que ése en mi vida. Saltamos los tres como si en lugar de haber corrido entre toros hubiésemos pasado la noche con los Take That. Mientras, la plaza rugía sin saber nosotros por qué hasta que una de las vaquillas que habían soltado a nuestra espalda levantó medio metro a Adelio y casi le parte la pierna. Recuerdo que ya con las copas de la mañana, en un bar cercano a la plaza, me pasó la mano por el hombro y me dijo con orgullo, señalando la herida: “No me vuelvo a duchar en la vida”. Y yo, la verdad, he procurado verlo poco desde entonces.