La de ayer fue una de esas noches paulistanas improvisadas,
irreverentes, mágicas, enérgicas y sinérgicas. A Fabián lo vi apenas un par de
veces en Madrid, pero bastó para establecer una conexión fuerte, tal vez porque
comparte dos de mis tres mundos: es paulistano pero, después de diez años allá,
tiene más acento madrileño que yo. Cuando me dijo que estaba de vuelta en
Sampa, sentí una profunda alegría que nacía del convencimiento de que va a ser
alguien importante en mi vida, de que me abrirá nuevas puertas en São Paulo –y
espero que yo a él-, puertas irreverentes y mágicas y sinérgicas y, sobre todo,
imprevisibles como esta loca ciudad de veinte millones de habitantes.
Nos vimos en la Vila Madalena, en la típica esquina de
Aspicuelta y Fradique Coutinho, y tomamos un par de chops (jarras de cerveza)
mientras, con samba de irrenunciable fondo, nos poníamos al día. Había mucho
que contar; muchos viajes que compartir. Después fuimos a la Merceria de São
Pedro, uno de los bares más clásicos y populares de la Vila, un barrio que ha
tenido en los últimos diez o quince años un proceso de proliferación de bares y
restaurantes, y de revalorización inmobiliaria, semejante al de Palermo en
Buenos Aires o de Chueca en Madrid. Dicen algunos de mis amigos paulistanos que
la Vila comienza a pasar de moda, que vuelve a ser la Rua Augusta la que impone
el ritmo nocturno, pero nadie lo diría viendo el ambiente de la Medrceria a las
dos de la mañana de un lunes…
En la Merceria nos encontramos con un amigo de Fabián,
también periodista. Compartimos unas cervezas, hablamos de todo un poco, bebo
demasiado para haber comido y dormido tan poco ese lunes de mudanza y
aclimatación a mi nuevo barrio de Perdizes. Mauricio se marcha al filo de la
media noche; Fabián y yo pedimos la ‘saideira’, que, como en España, siempre es
la penúltima. La conversación sigue agradable, aunque se presiente ya la
despedida. Pero en Sampa todo puede mudar en un instante. Voy al baño; al
salir, intercambio unas palabras y unas risas rápidas con dos chicas, apenas el
tiempo de identificarlas como simpáticas y muy lindas, y de percatarme con una
sonrisa de que son gemelas. Vuelvo a mi asiento, seguimos conversando y tomando
hasta que Fabián grita: “Andrea!” Corre a saludarla. El reencuentro es hermoso.
Andrea nos presenta a sus amigos, llama a su hermana, pero ella sigue
enfrascada en otra conversación. Las dos reímos al darnos cuenta de que
acabamos de encontrarnos en el baño.
Alexandra vuelve, y le gusto, y comienza a hablarme.
Alexandra es pequeña, morena, tiene los ojos azules y brillantes y habla sin
parar. Sin parar. Ella lo sabe y es consciente de que, antes que otra cosa,
habla para sí misma, pero le gusta tener un interlocutor –o mejor, un oyente-
que la escuche y la entienda, o quiera entenderla, y sabe que yo soy una de
esas oyentes cuando, en uno de los breves momentos en que para y toma aliento,
le sonrío, la abrazo y le pregunto, con dulce ironía, si habla sola en casa.
Alexandra es géminis y fue gimnasta de alta competición, aunque no me contó mucho
de esa historia porque, como ella dice, eso sería otra conversación. La
tendremos cuando nos reencontremos, porque las dos sabemos que volveremos a
encontrarnos. Porque, aunque ni hayamos intercambiado contactos, ella ya forma
parte de mi vida.