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ArpaNon-Stop Éufrates

Non-Stop Éufrates

 

Aquello que fue, ya es;
y lo que ha de ser, fue ya;
y Dios restaura lo que pasó.
Eclesiastés 3,15
(versión Reina Valera, 1960)

Capítulo 1


La mujer que estaba en el bar tenía un aspecto deplorable. Llevaba una cazadora morada de microfelpa, manchada de barro, como si la hubiera salpicado un coche por el camino o se hubiera caído. El pelo, grasiento e incipientemente canoso, le colgaba informe a ambos lados de la cara, donde únicamente se movía su boca para dar un trago a la cerveza o una calada al cigarro. Mientras estuvo callada, él no se percató de su presencia. Estaba sentado en la mesa de al lado y entre sus pensamientos solo se colaba el sonido del televisor encendido y unos retazos de voces desencajadas.

 

La mujer se puso a hablar cuando un grupo de obreros ucranianos pasó al lado de la puerta acristalada del local. No muy lejos habían demolido una antigua fábrica de malta y en su lugar estaba creciendo un complejo de pisos nuevo.

 

—¡Vaya chusma! –dijo la mujer con voz ronca–. ¿La ves?, ¿a esa chusma ucraniana asquerosa?

 

Él dio un respingo, pero la mujer seguía hablando, le era indiferente si alguien la escuchaba o no.

 

—¡Adónde hemos ido a parar en este lindo país! Solo hay extranjeros. ¡Que se larguen a sus casas! Los checos no tienen trabajo y ¿todos estos amarillos, ucranianos, y mongoles pueden trabajar aquí?

En contra de su voluntad, miró a la mujer de refilón. El odio se extendía en torno a ella como un hedor.

 

—¡Todo está lleno de japoneses con sus cámaras! ¡A los nazis les restituyen sus palacios! ¡A los rusos los echamos y ahora vuelven otra vez! Se compran aquí mansiones, ¡edificios enteros! Pero yo no me voy a dejar pisotear. ¡Que se larguen! ¡Que se mueran!

 

La mujer, medio vuelta hacia la puerta, agitó la mano y aulló como una bestia:

 

—¡Largaos, cabrones!

 

Los clientes del local volvieron las cabezas hacia ella por un momento. Un hombre sucio, con un gorro de orejeras, que estaba delante de la puerta y alargaba la mano hacia la manilla, se detuvo.

 

Durante un segundo sus miradas se cruzaron. Fue Tomáš, y no la mujer, el que vio la mirada vacía y exhausta del hombre, y se estremeció.

 

—¡No grites aquí, Esmeralda! –la regañó el camarero desde la barra–. ¡O te vas fuera!

 

En ese momento, en la sala del fondo, estalló un gran alboroto: de una de las máquinas tragaperras empezó a caer una cascada de monedas. Esmeralda hizo un gesto despectivo con la mano y se puso a canturrear algo. Una melodía medio gitana se mezcló con el sonido de los anuncios de la televisión, los gritos de los jugadores agraciados y el continuo tintineo de las monedas. Los sonidos se combinaban y se fundían. Tomáš se acabó de un trago la cerveza y sacó el billetero.

 

Salió a la calle y rápidamente se encaminó calle arriba hacia la parada final del tranvía. El letrero luminoso del bar Non-stop Éufrates se iba desvaneciendo tras él, se perdía entre los pequeños copos de nieve helados. El frío se había recrudecido, el barro de la acera se había congelado y resbalaba.

 

Había pensado que afuera encontraría consuelo, pero en vez de ello sentía un desaliento continuado. Dios, qué clase de criaturas permites pasearse por la tierra, pensaba mientras recordaba a esa mujer de nombre improbable. Más bien parecía un apodo malicioso. Tomáš había escuchado en su vida toda clase de situaciones desagradables; tantas, que ya estaba endurecido. Formaba parte de su trabajo. Pero eso había sido antes.

 

Antes, cuando aún se llamaba Jeroným.

 

Cuando abrió la puerta de casa era un poco antes de la media noche. En el piso reinaba el silencio, su mujer y su hijo dormían. Al día siguiente ella otra vez callaría y lo observaría con una mirada acusadora, pensó Tomáš, pero al menos durante ese instante no sintió desaliento, sino un ordinario enojo. Se detuvo al lado de la cuna, observó durante un momento cómo el niño respiraba silenciosa y regularmente. Esperaba una sensación, esa combinación de ternura y miedo, de agradecimiento e incrédulo asombro, ante esa personita que llevaba su nombre, su carga genética, su sangre.

 

Esperaba a que llegara esa sensación, pero no llegó. De nuevo el desaliento se apoderó de él, más fuerte que antes, lo llevaba alrededor del cuello, como una bufanda mojada.

 

 

Capítulo 2

 

El bromista anónimo solo escribía a veces. Siempre era un mensaje SMS y en él había como mucho una frase, normalmente una referencia. Número oculto, ponía en el encabezamiento. El primer mensaje llegó poco después de que Tomáš se comprara un móvil nuevo y dejara a cambio el viejo. Todo nuevo, vita nuova, se decía en sus escasas ráfagas de humor: teléfono, piso, estado civil… ¿Vocación?

 

Cuántas veces con sus estudiantes de octavo del liceo había hecho hincapié, durante los ejercicios espirituales, en que la vocación no era lo mismo que el empleo. La vocación viene de la palabra vocare, nombrar, llamar. Vosotros tenéis que sentirlo, les explicaba a esos jóvenes melenudos que rellenaban sus inscripciones para la universidad, sentir que Dios os llama para hacer algo. No solo pensar en si os va a divertir o cuánto dinero vais a ganar.

 

Cuando el vicario le había pedido que entregara su teléfono móvil con la tarjeta SIM, Tomáš se había dado cuenta de que estaba dando un paso hacia el olvido. Se percató de que podía estar dando un paso con el que iba a filtrar a sus amigos y conocidos, a dividirlos en nuevos y viejos. Y los viejos se convertirían en antiguos. Porque no iban a tener ya su nuevo número. Y no lo iban a tener porque no se lo iba a dar.

 

El primer paso de su vita nuova estuvo dirigido por la venganza. Pequeñas, silenciosas, dolorosas venganzas.

 

El primer número que había colocado con alivio en la lista de los “antiguos” había sido el del vicario. Desde hacía tiempo su relación había sido tensa. Tomáš tenía la sensación de que lo había sabido todo de antemano, cuando él mismo aún pensaba que era algo transitorio, una crisis, un desliz. Su indignación ni lo inmutó.

 

Con los feligreses fue más complicado. Algunos lo invitaban a comer, con ellos había celebrado cumpleaños, había ido a pescar. La última comida en casa de los Gregora aún le pesaba como un trozo de carne sin digerir. Se lo había dicho a todos ya, pero tuvo que apurar la copa hasta el fondo. Durante la comida hicieron bromas, los niños hablaban atropelladamente, solo la hija mayor, de doce años, callaba cohibida. Gabriela evitaba su mirada. Y únicamente cuando subieron los tres al despacho, tras la comida, se atrevió a mirarle a los ojos.

 

—Vaya, Tomáš, menudo golpe más bajo –dijo, y con un gesto nervioso se alisó la falda–. Tengo que admitir que he llorado mucho, y que aún ahora me dan ganas de llorar cuando lo pienso.

 

Tomáš sabía lo que quería decir. Las ilusiones perdidas siempre duelen. Petr callaba.

 

—Bueno, pues dime que habrías hecho tú en mi lugar –respondió.

 

Era una pregunta desleal. Ella no estaba en su lugar, no podía, ella llevaba trece años casada, tenía cinco prometedores hijos y un marido, cuyos pecados conocía bien, pecados que no enturbiaban el evidente apego y la armonía que había entre ellos.

 

—En cualquier caso no tiraría por la ventana todas mis promesas, toda mi vida, por una aventura de un año.
—No ha sido una aventura de un año. Ha habido muchas más cosas.

 

Aún dijo algo más. Lo escucharon callados. Durante un instante sintió que el hielo se podía derretir. Después cometió un error. Mencionó “crisis de identidad sacerdotal”, utilizó un término que había leído en un artículo. Ese pedante cliché se quedó flotando entre ellos como una embarazosa disculpa. Petr puso un ligero gesto de fastidio.

 

Gabriela levantó los ojos y dijo con disgusto:

 

—A mí me parece que es como si un árbol dijera que ya está aburrido de ser árbol, y que quiere ser un perro. ¡Y entonces va y se vuelve perro!

 

En ese momento Gabriela pensaba en cuántas veces habría recitado Tomáš sobre su cabeza inclinada esa frase con la que se perdonan los pecados.

 

Los Gregora fueron a parar a la lista de los “antiguos”. No les dio su nuevo número. Así que no podían ser ellos. Y en cualquier caso, no era su estilo.

 

 

 

 

Así comienza la novela Non-Stop Éufrates, que acaba de publicar, en versión de Elena Buixaderas, la editorial Xorki.

 

 

Veronika Bendová (Praga, 1974) estudió dramaturgia y técnica de escritura de guiones en la Academia Superior de las Artes Escénicas de su ciudad natal. Ya a edad adulta se convirtió al catolicismo. Con Non-stop Éufrates esta autora ha irrumpido de lleno en la conciencia de los lectores checos, tratando cuestiones que suscitan debates en los diferentes foros de la actual sociedad de la República checa, una sociedad que pocos años atrás era casi atea y ahora lo es un poco menos. La autora trabaja, actualmente, en el departamento de Cultura del Ayuntamiento de distrito de Praga 2.

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