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Mientras tantoNos quejamos, pero somos cómplices

Nos quejamos, pero somos cómplices


 

Nos quejamos, siempre nos quejamos, pero somos cómplices. Avanzamos poco a poco, más despacio de lo que nos gustaría, en la lectura de David Garland. No por falta de interés. Al contrario, nos fascina su afán por buscar la verdad. Les recordamos que lo que él hace es investigar las razones por las que, casi de un día para otro, la justicia penal se volvió mucho más dura para con los delincuentes, olvidándose de su deber rehabilitador y, también, de las causas sociales y económicas del crimen. Porque, durante un tiempo, hasta los años setenta, éste se consideró un síntoma de una enfermedad social más grave.

 

Garland no estudia el crimen, su castigo, su persecución, la represión de los delincuentes… de manera inconexa respecto al resto de la realidad. Lo intenta entender como una parte de un todo que es el sistema social. Explica que hasta los años setenta el crimen se trató como se trató porque era lo coherente en los Estados de bienestar en los que imperaba una concepción russoniana de la humanidad, es decir, basado en la confianza en una bondad original que se podía recuperar con un poco de ayuda en caso de que las enfermedades sociales se ocuparan de corromperla. Después se endurecieron los castigos coincidiendo con el fin de los Estados de bienestar y el cambio en la consideración de las personas: el paradigma dejó de ser russoniano para volverse hobbesiano.

 

¿Por qué se impusieron tan rápido las políticas neoliberales?, ¿por qué la resistencia fue mínima?, ¿por qué hoy también la protesta es tan reducida? Garland nos ha dado todas las respuestas: no es que ellos (quienes ejecutan las políticas) fueran (o sean) malos y fuertes; no es que ellos tuvieran (o tengan) el control, el poder; sino que fuimos (somos) nosotros, los ciudadanos (ciertas clases sociales), los que cambiamos. La culpa no es de Margaret Thatcher o Ronald Reagan, que fueron los que impusieron una manera diferente de entender la sociedad y la organizaron de acuerdo con esa nueva concepción. Ni siquiera fueron ellos con la ayuda del capital transnacional y su aparato ideológico, al que le iba a favorecer un Estado más pequeño que le dejaría más hueco para hacer negocios. Ni siquiera hay que reprocharles a los socialdemócratas que les dejaran hacer y que fueran abandonando sus presupuestos ideológicos clásicos. Porque, dice Garland:

 

“Para comienzos de los años setenta, muchos votantes (socialdemócratas) estaban reconsiderando sus propias inclinaciones políticas. Incluso antes de la recesión de 1973, sectores de la población trabajadora en Gran Bretaña y Estados Unidos habían experimentado un cambio en su situación económica que los hizo cambiar de parecer respecto del Estado del bienestar y su relación con él. Votantes que previamente habían dado un fuerte apoyo a los partidos socialdemócratas adoptaban cada vez más la idea de que el Estado de bienestar ya no los beneficiaba. Existía una sensación de que los intereses colectivos estaban cambiando a medida que la gente tomaba conciencia de que probablemente no necesitaría de muchos de los beneficios del Estado que se financiaban con sus contribuciones impositivas siempre al alza”.

 

A partir de ahí comenzaron los realineamientos políticos de las últimas décadas. En realidad, un eufemismo que deberíamos evitar para hablar, directamente, de “derechización”.

 

 

La mentalidad de nuevo rico de las prósperas clases trabajadoras

 

La mentalidad de nuevos ricos que invadió a las clases trabajadoras venidas a más hizo que cada vez se sintieran más molestas por el pago de unos impuestos que irían a financiar servicios que creían, ingenuos, no iban a utilizar nunca. A ese sentimiento se unía otro un poco contradictorio: el miedo a perder un status demasiado recientemente adquirido y sobre el que se cernían amenazas de todo tipo (los impuestos, la inflación, la caída del crecimiento económico, la crisis de los “valores tradicionales”). Y el miedo, también, al delito, del que cada vez eran más víctimas. Esta ansiedad encontró refugio en los partidos conservadores.

 

Todas estas clases sociales se volvieron contra el Estado de bienestar que hizo posible su prosperidad. Prosperaron, dejaron de ser lo que eran y de defender lo que defendían. Mataron al padre benefactor, al Estado. Al fin y al cabo, como decía Carlos Marx, la existencia determina la conciencia.

 

Por eso Garland dice que lo llamativo de las victorias electorales de Reagan y Thatcher es que se debieron menos al atractivo de sus políticas económicas que a su capacidad de expresar el descontento popular, “la hostilidad hacia el gobierno que ‘cobra impuestos y gasta’, hacia los inmerecidos beneficiarios del ‘welfare’ (Estado de bienestar), hacia las políticas ‘blandas contra el delito’, hacia los sindicalistas por nadie elegidos que manejaban el país, hacia el debilitamiento de la familia, hacia el quiebre de la ley y el orden; éstos fueron los puntos medulares de una política populista que tuvo un amplio apoyo”.

 

La Nueva Derecha, salvajemente liberal en lo económico y tradicionalista en todo lo demás, se apoyó en el conservadurismo de las clases trabajadoras recientemente acomodadas para imponerse. Sin una amplia base social que, frente a la antigua consigna socialdemócrata “control económico y liberación social”, apoyase la que decía “libertad económica y control social”, hubiera sido imposible.

 

El fundamentalismo mercantilista, la fe incuestionable en los efectos saludables de la desigualdad, las leyes para reducir al mínimo el papel de los sindicatos en las relaciones entre el trabajo y el capital, el recorte de los costes laborales, la desregulación de los principales sectores económicos, las privatizaciones, las bajadas de impuestos al capital… fueron políticas que se pusieron en marcha en Estados Unidos y en el Reino Unido a partir de finales de los años setenta con durísimos efectos secundarios sobre todo para el factor trabajo.

 

 

La breve supervivencia del modelo social europeo

 

Europa continental, incluso después de esos embates, fue capaz de continuar con su modelo social. Hasta ahora, en términos generales. Aunque algún síntoma de lo que se nos avecinaba vimos, por ejemplo, en 1992 cuando se firmó el Tratado de Maastricht que dio nacimiento a la Unión Monetaria y que ponía por encima de todas las cosas el control de la inflación y del endeudamiento de los Estados; o cuando, a principios de la década pasada, Gerhard Schröder, socialdemócrata, puso en marcha la Agenda 2010, un programa de recorte del Estado del bienestar que provocó una ruptura del histórico SPD: de él se desgajó Die Linke, encabezado por Oskar Lafontaine. Son dos de los principales hitos, de los principales avisos de lo que se nos venía encima. Porque ahora va muy en serio: la crisis de deuda que desató Grecia fue la coartada para acelerar la extensión de un nuevo modelo de relaciones sociales. Grecia fue, precisamente, el primer laboratorio social, que luego se extendió a Irlanda con bastante más éxito, y, a continuación, a Portugal y España.

 

Quedaban dos grandes Estados del continente por asumir la nueva disciplina: Italia y Francia. Y no han tenido más remedio que ceder a las presiones. En uno y otro país, sin que mediara cita electoral de por medio, aunque en este caso no se han requerido los servicios de tecnócratas. Ahora se ha actuado fea, pero finamente. En Italia, en concreto, tras una elogiadísima maniobra de Matteo Renzi para quitarle el poder a su correligionario del Partido Democrático Enrico Letta. Él se presta a hacer las reformas que, al parecer, necesita Italia, algunas de ellas, apalabradas con el propio Silvio Berlusconi, como la electoral, que busca reducir representatividad. Aunque la medida estrella ha sido la devolución de 80 euros a los trabajadores que menos cobran, dinero que se va a sacar del gasto superfluo en que incurre la Administración italiana. Al parecer, a esto, como se hace en Europa y por parte de un político de orden, no se le llama ni populismo ni demagogia.

 

En Francia, el castigo electoral que sufrió el Partido Socialista en las elecciones municipales provocó que el presidente, François Hollande, escogiera a Manuel Valls, uno de los ministros más populares por sus opiniones polémicas respecto a la inmigración, como primer ministro. Y que echara mano de la tijera.

 

No hablamos hoy de España porque ya nos lo sabemos. Lo sufrimos. Hemos sido un alumno muy aplicado y tanto José Luis Rodríguez Zapatero como Mariano Rajoy han sido dóciles: aquí no hemos necesitado tecnócratas ni volantazos.

 

Pero la pregunta que nos hacemos ahora, tanto en España, como en el resto de la Europa continental, donde, primero poco a poco, y luego abruptamente, se ha ido imponiendo el mismo modelo que se asentó en los países anglosajones a partir de finales de los setenta (con Chile como experimento previo a partir de 1973), es si todo esto ocurre con todos nosotros actuando de cómplices. O, al menos, de quienes se están salvando de la crisis, de quienes conservan cierta comodidad en las islas de prosperidad que aún sobreviven al proceso de pauperización.

 

 

¿Hasta qué punto somos responsables?

 

Pero, ahora que acabamos de mencionar el caso de Chile, nos acabamos de acordar también de La doctrina del shock, de Naomí Klein. ¿Culpa Garland a las víctimas del proceso que comenzó a finales de los años setenta y está ahora a punto de culminar 35 años después?, ¿hasta qué punto somos responsables?

 

Las elecciones europeas están a la vuelta de la esquina y serán una oportunidad estupenda para comprobar nuestro nivel de complicidad. Los recortes sociales han estado patrocinados por un Gobierno conservador, el alemán. Y se han ejecutado por Gobiernos de derecha, como el de Rajoy, pero también por socialdemócratas (en España Rodríguez Zapatero ejecutó el primer recortazo). Los votantes irán a las urnas con las reformas de Renzi y de Hollande muy recientes en su memoria y con el mantra de “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” escuchado de boca del propio Manuel Valls.

 

La oposición a estas políticas ha sido, en realidad, pequeña y procedente de ambos extremos del arco parlamentario. En Francia, el voto se inclina por el xenófobo Frente Nacional de Marine Le Pen. En Grecia, en cambio, se impone el modelo de la Syriza de Alexis Tsipras, el único que de verdad propone un cambio de timón social y democrático para la Unión Europea.

 

Nunca unas elecciones europeas han sido tan importantes. Nunca habían causado tanta expectación. ¿Legitimaremos con nuestro voto o nuestra abstención la dirección que ha tomado el continente?  

 

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