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Nosferatu y la peste

«Nosferatu» (1922), F. W. Murnau
«Nosferatu» (1979), W. Herzog

A raíz de encontrarme en Prime Video De Caligari a Hitler, un excelente documental acerca del cine expresionista durante la República de Weimar, he vuelto a ver Nosferatu, la obra maestra de Friedrich W. Murnau (1922). De hecho, he visto también el Nosferatu de Werner Herzog (1979), un ejemplo de remake de los que sí vale la pena, de una gran fidelidad a Murnau. En realidad, es el homenaje de un superdotado del cine a otro superdotado; y, sin duda, ¿quién mejor que un Nosferatu/Klaus Kinski, tras un Nosferatu/Max Schreck? Herzog considera Nosferatu de Murnau como la mejor película alemana de la historia.

En realidad, Nosferatu es Drácula, el auténtico, aquel a quien le daba espasmos cuando veía un crucifijo, aquel que vivía en su castillo aislado en su locura, una morada que no puedo evitar relacionar con el “otro” castillo, el de K. Me viene la misma imagen en mi imaginación: la de K. y la de Hutter a sus puertas –éste ya por los Cárpatos de Transilvania–, un muro infranqueable y al que hubiese osado ir Orson Welles tras “cerrar” magistralmente El proceso. Tan solo tenemos la tentativa fallida –y quizá es comprensible– de Michael Haneke por llevar El castillo a la pantalla. Es lógica esa animadversión a la cruz. Drácula se propone como una puesta en página de un cierto Mefistófeles. No es casual que Murnau también se viese atraído por Fausto, siempre por medio Satán, y con él la peste, una plaga que Fausto querrá erradicar tras un acuerdo fraudulento con Mefisto –siempre el engaño cuando se habla con Mefisto–, pero el pacto ahuyenta el crucifijo, y los infectados por la peste que se aferran a él para sobrevivir, no lo permitirán. Porque el sabio Fausto caerá en las garras de Mefisto, lo necesitará para una supervivencia eterna, pedirá al instante que se detenga –nada tan fotográfico–, degradará todo lo que haga falta por un instante más de poder.

Nosferatu no se parece físicamente al Drácula que conocemos, no da el look de Peter Cushing o de Christopher Lee –no posee ese porte pretendidamente aristocrático–. Tampoco el de Béla Lugosi de Tod Browning –y sin duda de su cameraman, Karl Freund–. Todos hicieron de Drácula un personaje apto para todos los públicos, es ese Drácula “que no bebe… vino”. Nosferatu no hiela la sangre –aunque su aspecto deplorable lo prometería–, es anterior a la caricatura, tan solo inquieta, y sin duda mucho cuando vemos de cerca el mundo que lo envuelve y al que se refiere, digamos la posibilidad de Nosferatu como metáfora de “algo por ocurrir realmente”. La película Nosferatu es expresionismo alemán en estado puro y lo que ello significa: el resultado de una tragedia y la premonición de otra que pronto llegaría. De hecho, el productor Albin Grau será afortunado al poder escapar a Suiza con su hija en el último momento. La historia que corrió de que habría muerto en Auschwitz en 1941 no es cierta.

Murnau tuvo problemas con la viuda de Bram Stoker, autor del relato, y hubo de cambiar el nombre de Drácula por el de Nosferatu –pocos nombres más rumanos, aunque en realidad se trataba del conde Graf Orlok–. Todos los personajes y lugares cambiaron de nombre. De hecho, Nosferatu es una adaptación muy libre de la novela de Stoker, sin duda para evitar a la bella y resuelta Florence Stoker –entre otras cosas cortejada, aunque sin éxito, por Oscar Wilde, amigo de Bram Stoker–. Pese a todo, la película tuvo que ser retirada de la circulación. Murnau y Grau perdieron ante su demanda por vulneración de derechos de autor. Como suele ocurrir en estos casos, esta sanción, la calidad del producto, y las leyendas que se generan alrededor, incluida la fascinación de Grau por el ocultismo, y ese misterioso actor, Max Schreck, siempre oculto, convirtieron la película en una obra de culto. (Son leyendas que gustan de comentarse. Se dice que poco después, Albert Dieudonné, el protagonista del Napoleón de Abel Gance acabó creyéndose él mismo Napoleón, y tiempo más tarde el propio Béla Lugosi se creyó tan inmortal como su personaje. Esta identificación paranoica suele darse en sociópatas que de pronto se ven con un cierto poder). Hemos tenido la fortuna de que algunas copias de la película sobrevivieron a la quema, una obra maestra al borde del olvido. Digamos de paso que el advenimiento del nazismo destruyó una inmensa parte del patrimonio cultural europeo. No solo Nosferatu corrió peligro de extinción. Estamos entre esos alemanes que tuvieron a Hegel y a Hölderlin en Turingia, a Beethoven no lejos de allí, y a Goethe junto a Charlotte Stein en Buchenwald, si bien un buen tiempo antes de encontrarnos con la mirada miserable de los habitantes de Weimar.

Es una película de 1922 –ese año extraordinario de Kafka, Proust, Joyce, Eliot, Flaherty…– y cuyos exteriores fueron ya rodados en escenarios naturales, la naturaleza como escenario obligado, incluso como protagonista, tan lejos de los decorados “alucinógenos” de Caligari, si bien ambas películas están unidas por el vértigo de la locura. Los hechos “que les van a narrar” se sitúan muy concretamente en 1838, cuando F. Hölderlin y C. D. Friedrich aún viven –ambos, referencias ineludibles con sus respectivos paisajes–, y el mismo Goethe acaba de morir. Sin duda, hay también una gran influencia en Murnau del primer cine nórdico: tenemos a los suecos Victor Sjöstrom y Mautitz Stiller, la naturaleza en primer plano, y entre otros títulos, ese gran precedente para Murnau, La carreta fantasma, de Victor Sjöstrom. De hecho, también veremos una carreta fantasmagórica en Nosferatu, la que ha recogido a Hutter para llevarle a las puertas del castillo de Orlok. Es cuando Hutter ha sido abandonado a su suerte, algo así como el marshall Will Kane, aquel que tuvo que retrasar su luna de miel con Grace Kelly. La misma comunidad, la misma cobardía, la misma miseria.

Son esos comienzos del nuevo medio, todo por desarrollar y experimentar. También esas carencias técnicas que obligan a filmar la noche con la luz del día, que producen fuertes claroscuros, blancos quemados y negros sin detalle que bordean la imagen –¿película ortocromática sin capa antihalo?–, esas lentes que convierten los lugares vulgares por reales en espacios oníricos y fantasmagóricos, inhabitables: ese encanto que es el resultado de esas limitaciones, bienvenidas sin duda, perfectas para el tema que nos ocupa. Porque Nosferatu posee el silencio de la sombra. Es un mundo de profundas sombras, la oscuridad es el lugar donde habita. El expresionismo ama las sombras muy alargadas.

Nada tan explícito por parte de Murnau como la de Nosferatu subiendo a la casa de Ellen para ese “definitivo encuentro”, y que tanto gustará a Carol Reed para El tercer hombre, en la Viena de postguerra, otra historia de corrupción moral. Es aquello que dijo W. H. Fox Talbot de la fotografía poco después de inventarla: “el arte de fijar una sombra”. Cuando pudo haber dicho “el arte de fijar la luz”. También esas “imperfecciones” con fotogramas que saltan, de movimientos entrecortados, saltos de dientes, quizá doce imágenes por segundo, todos se mueven impetuosamente, aún cuando están quietos. Es un cine lleno de hallazgos narrativos y visuales, que ya adelantó Intolerancia, de Griffith, y con el que ya se puede hablar seriamente de la condición humana. Y nada como El último (1924), esa otra obra maestra de Murnau. Es un cine de humanistas, de pensadores, de hombres cultos con mucho que mostrar.

Es además un cine mudo –no se oye lo que hablan–, se ayuda de cartelas que dicen lo que no vemos porque “no vemos lo que dicen cuando hablan” –o quizá hacen como que hablan–, que busca obsesivamente perfeccionar su escritura. Son cartelas de lujo, textos discursivos, poéticos, estéticos, así informan de lo que acontece. Sinfonía del horror es un buen subtítulo –subtexto–, y a continuación: “Un registro sobre la gran mortalidad en Wisborg, año 1838”. Y comienza el coro como si se tratara de Romeo y Julieta hablándonos de los hechos qué van a acontecer –concretamente una tragedia–, y en esa tipografía de códice medieval, de Dies Irae, de Carl Dreyer… o de Aqualung, de Jethro Tull. Esa letra bíblica, apocalíptica. La courier queda para las cartelas que necesita el cine aún mudo, para que sepamos quién está en pantalla en primer plano. La cartela del “coro” en Nosferatu: “Quizá esta palabra no te suene como el grito nocturno de un pájaro de mal agüero, pero guárdate de pronunciarla, o las imágenes de la vida se desvanecerán en las sombras, sueños espectrales saldrán de tu corazón y se alimentarán de tu sangre. He reflexionado durante mucho tiempo sobre el principio y el fin de la gran mortandad en mi ciudad, Wisborg. Aquí está la historia: Hutter y su esposa Ellen vivían en Wisborg…”. Y así sucesivamente. El narrador, quien ya conoce todos los hechos y los vive desde el palco, no cesará de avisarnos. La historia comienza ya pronto con un amable encuentro en la calle, en la ciudad de Hutter, con el profesor Bulwer: “no corra tanto, joven amigo, nadie escapa a su destino…”, dice Bulwer. Pero Hutter tiene prisa, debe partir hacia el “país de los ladrones y los fantasmas”, tal como se lo ha dicho el inmobiliario Knock y se lo ha comunicado a su esposa Ellen. Ellen quedará triste y llena de malos presagios. Es ella quien unos momentos antes ha recibido un ramo de flores de su esposo, y se ha entristecido porque para ello ha sido necesario que las flores mueran. También ella se inmolará por una gran causa: su coraje, esa fuerte mujer victoriana, heroica, hija del Romanticismo, destruirá al vampiro. Nosferatu tendría que haber sido precavido, comenzará a amanecer tras su noche de amor, y la luz, la claridad, a diferencia de otros vampiros que simplemente les debilita, a Orlok la luz le mata.

Hay muchas escenas memorables en Nosferatu. Entre muchas elijo la llegada del barco a puerto con una tripulación muerta. Es un barco fantasma. Un marinero aparece muerto atado al timón –ello me lleva a un recuerdo infantil sobre aquel pesquero francés de nombre Kador que fue hallado mar adentro y remolcado a la ría de Bilbao en 1962 en circunstancias no muy diferentes, con un solo tripulante, muerto y amordazado, y, hasta donde sé, el misterio nunca fue aclarado–. Ha atracado en puerto como si tan solo el destino lo hubiese guiado. El silencio es total, no es el del cine mudo, sino el del cine sonoro que deja en suspenso el ruido, el silencio de un viento inexistente y que sin embargo hace avanzar al barco, y del agua se puede decir que tan sólo sonaría ese leve chasquido contra el casco que se produce en una embarcación de vela cuando la calma es total (nada tan parecido a las aguas inmóviles del lago Estigia atravesadas por la barca de Caronte y que Joachim Patinir plasmó). Las aguas bravas, tormentosas, van mal con todo ello. Quedaron atrás las tempestuosas y ruidosas de Turner en Calais. Demasiado Romanticismo otorgar esa fuerza a la naturaleza. Es el paisaje silencioso que también puede proponer Friedrich en ocasiones, y que Werner Herzog entiende bien. Es también El holandés errante (The Flying Dutchman), como si finalmente hubiese encontrado puerto donde “descansar” eternamente tras una navegación sin fin. Es un llegar prácticamente a morir. Y es cuando miles de ratas surgen de las bodegas del barco –donde el polizón Orlok se había instalado–, y comienzan a saltar a tierra. La peste está garantizada. Nosferatu la ha traído a Wisborg. Herzog, en su remake, rodó una buena parte de su película en Delft. Ningún puerto mejor que el de Delft tras la pintura de Vermeer, pero no tuvo permiso para rodar la escena de las ratas, hubo de filmarla en otro lugar. En realidad, no eran ratas, sino hámsters disfrazados de ratas. Las ratas no eran aún animales bienvenidos, aún no estaban protegidas por la ley animalista de protección animal –en todo caso, una ley ya propuesta por Adolf Hitler–, si bien las ratas habían sido ya consideradas “camaradas” anteriormente por un consejo de animales sabios en la conocida rebelión que se da en una granja, y que tan bien relató George Orwell. Es ahí donde había gritado un agotado Paul Celan tras el desastre, en Hamburgo, en una Alemania “ya en paz”: había visto a unas mujeres impactadas ante un perro atropellado: “¿Por un perro, entonces sí se lamentan?”.

En la novela de Stoker no se encuentran las ratas –ya había escrito con anterioridad a Drácula acerca de ratas que comían cadáveres–, y sin embargo son la gran arma del psicópata. Sin ellas no sería más que un lobo solitario, las necesita. De hecho, son ratas que han tenido que ser bien alimentadas. Orwell, más que probable conocedor del Drácula de Stoker y quizá del Nosferatu de Murnau, finalmente rubricará su premonición con 1984 para dejar las cosas ya definitivamente claras. Es como si el manejo de hilos de Nosferatu y de quienes le sucederán hubiese sido cogido al pie de la letra por el Gran Hermano, líder del Ingsoc, una manera rápida de denominar en neolengua –el nuevo lenguaje impuesto– al partido del bienestar social que con uno de sus muchos ministerios con los que ejerce el poder, el “Ministerio de la Verdad”, decide lo que es verdad (realidad=verdad del Ingsoc). Utilizará una gran parte de sus recursos en reescribir la historia y contarla de un modo que coincida con la “verdad” que el partido quiere imponer. El pasado no existe como tal, sino como la “verdad” del gobierno del partido en el poder, el Ingsoc. Los ministerios son clave para mantener a la sociedad alienada bajo un férreo control, tal como se explica bien 1984. En este ministerio, también llamado Miniver, trabajaba Winston Smith.

Nosferatu cometerá el mismo error que Winston Smith y que le llevará a su autodestrucción: enamorarse de la sangre de Ellen –en el fondo es un romántico de la vieja escuela–, de la misma manera que Winston Smith –el apellido no es casual– se destruye enamorándose de Julia, y de paso destruyéndola a ella: ante todo la ideología de la verdad y, en su ausencia, y en secreto, la adaptación al medio.

Max von Sydow como Leland Gaunt en la película «Needful Things» (1993), basada en el el libro del mismo título de Stephen King

En principio, parece una pequeña y amable comunidad, la de Wisborg. Recuerda a la de Castle Rock, en Nueva Inglaterra, en la narración de Stephen King, y en la que los vecinos llevan una vida tranquila, con sus quehaceres diarios y con unas leyes que les permiten una buena convivencia. Disfrutarán de su libertad hasta que una modalidad de peste hará su aparición en la figura de Leland Gaunt, un extraño que llegará a ese bello lugar y abrirá una tienda de “cosas necesarias”. Ello destruirá la convivencia de la comunidad, porque Gaunt no es otro que el diablo, y en su estilo habitual de buen trato, de voz seductora, de buenas maneras, construirá una Babel de odios, una orgía de destrucción y locura. La peste demostrará la ingenuidad del ingenuo, quien considera que la libertad es un don divino y del que no hay por qué preocuparse, se da por hecha, no es algo a “ganárselo”. Y se pierde por negligencia, por comodidad, por ignorancia, esa indiferencia, esa Alemania –¿y esa Europa?– que hace posible la existencia de Nosferatu. Nosferatu es infame, pero no tonto. Sabe que la condición humana es acomodaticia y cobarde, sabe que bajo su castillo con bunker vive una comunidad sumisa, son los que dejan a Hutter “solo ante el peligro”. No hay que preocuparse de los malos, sino de los buenos, los que nunca harán nada, pudiera avisar el narrador.  Nosferatu se supone inmortal, y aunque diga que sufre la eternidad de la inmortalidad, y la responsabilidad que ello conlleva, miente. Nosferatu es la Mentira, sus movimientos ya lo delatan, son totalmente controlados. Así recibe a Hutter en su castillo, con los modales de un caballero, sabe que no debe desenmascararse si quiere chupar su sangre… aunque finalmente se delatará. Orlok nunca tendrá ese porte, es un advenedizo, es un conde arruinado en un putrefacto chateau de alfombras con polilla y telarañas en el salón. Él lo sabe, y la ira, el rencor, lo ponen en su sitio cuando menos lo espera. Hay una indecencia en él que no le deja relajarse. Nosferatu siempre está tenso. Es una pasión muy difícil de controlar, la de la sangre de los demás. Es una cuestión de supervivencia.

A Nosferatu no le toca la peste, no morirá de ello, está vacunado. Él la porta, la tiene controlada desde su torre de soledad e ignominia. Le matará su pasión incontrolada por el poder. La epidemia irá alargando su sombra –insistamos en este mundo de sombras alargadas–, poco a poco, hasta infectar todo lo que era habitable. La Peste es una de esas palabras contundentes, duras, ese título de Albert Camus, como lo es La náusea, ese otro de Sartre, la Vergüenza, y no solo en Ingmar Bergman. También la Indignidad, la Humillación, la Infamia… y de las que es necesario protegerse, son buenos títulos para novelas y películas. Algo deparan desde la primera imagen, prometen lo peor en su nombre. Cuando la peste penetra, erradicarla es una tarea extremadamente complicada, enfanga de tal manera la vida que es difícil remontarse desde ella. No ataca simplemente al cuerpo que muere, sino que afecta gravemente a la estabilidad mental de quienes quizá consigan sobrevivir a ella. En realidad, las dos guerras mundiales fueron una única “Guerra de los treinta y dos años” –la película Nosferatu se hizo durante sus días–, si bien Guerra y Paz de Tolstoi ya adelantó su comienzo. También a Napoleón lo adelantó Robespierre, y así sucesivamente. La paz que deja la guerra no es un asunto resuelto, es la propia historia la que no lo permite, la imposibilidad de la vuelta a la “vida normal”, a lo estable. Es la visita que hace Celan a Heidegger en su idílica cabaña allá en Todtnauberg, en la bonita Selva Negra. Ni una sola palabra de arrepentimiento por parte de Heidegger. Mejor hablar del bello paisaje que tienen delante, esa paz de grandes silencios “como si no hubiese ocurrido nada”, esas víctimas tan incómodas que perturban la paz obtenida. Hay que mirar hacia adelante. Celan escribirá su poema ‘Todtnauberg’, la única poesía posible tras Auschwitz. La única réplica posible a la opción del silencio culpable de Heidegger.

Cuando la comunidad abotargada se da cuenta, ya es tarde. Es cuando aparece ese cine De Caligary a Hitler. Todo el expresionismo alemán es producto de ello, quizá de esa peste mal denominada “española”, simplemente porque España dio la noticia de que asolaba Europa –inquietante sensación de presagio–, pero sobre todo de la peste de ese gas que deja ciegos a quienes lo respiran, una peste de consecuencias terribles, una comunidad ciega que no ve nada, difícilmente curable. Las lacras son de por vida.

La parábola de los ciegos (1568), Peter Brueghel el Viejo

Los escenarios donde llega Nosferatu en su barco de muerte no están muy lejos, pertenecen al mismo mundo en el que ocurren los hechos que narra Brueghel en su tremenda imagen La parábola de los ciegos (1568). La escena ocurre en la localidad de Sint-Anna, en las afueras de Bruselas, la capital europea. Es Flandes, la tierra de las amapolas y de los bellos paisajes, y la iglesia de Sint-Anna al fondo del cuadro lo prueba. El fotógrafo Burton Norton, que conoce la obra de Brueguel, reconoce la iglesia y la fotografía en su recorrido por Flandes. La escena es trágica, es ya una danza macabra, una fila de seres que no van a ninguna parte. Es una imagen que tiene la incomodidad de la fotografía. Es algo así como un documento desgarrador, una imagen de la que sin duda nos hubiese gustado haber tenido muchos fotogramas para comprobar cómo terminaba todo. En muchas fotografías queremos esa información que nos diga cuál fue el final de esa imagen, y que Peter Jackson habría restaurado con la maestría de They shall not grow old. Es una fila de ciegos dirigidos por un ciego. Paradójicamente son esos rostros anteriores al hablar de los ojos, es cuando aún la boca tiene primacía sobre los ojos, es como si los ojos fueran esas bocas medievales.

Charo Crego habla de esos rostros en su libro Geografía de una península. Una pintura con moraleja, muy didáctica –ese texto visual– con “advertencia” moral. Pero sin duda es la danza de muerte, es la peste, se ensaña con la ceguera, es un mundo en descomposición, la danza de la muerte carece de esperanza, es el final, y está asumido.

«Gaseados» (1919), J. S. Sargent

J. S. Sargent volverá a ver la misma imagen tres siglos y medio después (1919) en el mismo paisaje: Flandes, ahora en Ieper/Ypres. De nuevo la peste, la del gas mostaza, la de las trincheras plagadas de ratas, y la de la sinrazón. El título es Gaseados, pudiera haber sido Dulce et Decorum Est en imagen, el poema definitivo de Wilfred Owen: es una tragedia que da grandes poetas y músicos, alguien tenía que decir algo sobre esta vergüenza. Por si la pintura pudiese sentirse como metafórica, ahí están las fotografías, esa acta notarial certificada por el oscurecimiento de la plata ante la luz, por la sombra fijada. Prácticamente en el mismo lugar de los hechos (Ostende), las imágenes de James Ensor ya anunciarían esa danza macabra que se lleva a cabo en la plaza de Wisborg y que se baila desde la total aceptación ante lo irremediable. El cabaret berlinés no será ajeno a ello, estará avisando noche tras noche lo que viene… de nuevo. Es esa Alemania de Otto Dix, y que hace polípticos a la manera de Grunewald.

«Políptico de Isenheim» (1512-1516), Matthias Grunewald
«El triunfo de la muerte» (c. 1512), Peter Brueghel el Viejo

Hay otra obra definitiva de Brueghel, El triunfo de la muerte. Finalmente, la culpa total no es del hombre, es su condición, es su carácter, su autodestrucción está en su genética. Tan solo un pacto con la muerte puede quizá retrasar algo las cosas. Es lo que intenta el cruzado Antonin Block, jugándoselo con una partida de ajedrez. Necesita más tiempo, no tanto para disfrutar de estar vivo, sino para poder intentar averiguar, antes de morir, cuál fue el sentido de la vida. Las cruzadas no han ido bien, el regreso ha sido desastroso. Siempre Troya y la vuelta a casa.

Ingman Bergman tomará uno de esos textos escritos en letra gótica, irá directamente a uno de los más oscuros del Apocalipsis (8-11): “Cuando abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo como por media hora. Y vi a los siete ángeles que estaban en pie ante Dios; y se les dieron siete trompetas…”. Es de mucho interés el resto del texto. La peste de nuevo. Jof, a quien le gusta reír y danzar, dice a su esposa: “La Muerte, severa, los invita a danzar. Van cogidos de las manos haciendo una larga cadena y empieza la danza. Delante va la misma Muerte con su guadaña y su reloj de arena (…) Ya marchan todos, hacia la oscuridad, en una extraña danza. Ya marchan huyendo del amanecer, mientras la lluvia lava sus rostros, surcados por la sal de las lágrimas”. Danzad malditos… por última vez.

Fotograma de «El séptimo sello» (1957), Ingmar Bergman

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