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Sociedad del espectáculoEscenariosNosotros fuimos ellos. Núremberg/Génova/Montevideo, el teatro como puente sobre la emigración

Nosotros fuimos ellos. Núremberg/Génova/Montevideo, el teatro como puente sobre la emigración

Se sienten escalofríos al pisar el balcón desde el que Hitler proclamó el Reich de los mil años… El canciller del III Reich eligió Núremberg como escenario de los congresos del Partido Nazi. Era una ciudad bien comunicada por tren, contaba con amplios terrenos para construir, además era industrial y a los nazis les interesaba conquistar a los obreros.

El arquitecto Albert Speer construyó en el campo de Zeppelin una tribuna que reproduce el Altar de Pérgamo. El lugar recibe el nombre del conde Zeppelin, pues allí tomó tierra su dirigible. Las gradas que acogían al público y el césped donde desfilaban los soldados lo convirtieron en un estadio con una capacidad total para 300.000 personas que en eventos señalados se iluminaba con 150 reflectores antiaéreos para crear un efecto de “catedral de luz”. Los faraónicos bloques de granito utilizados para construirlo fueron extraídos de las canteras del campo de concentración de Flossenbürg y transportados por los prisioneros. El campo se diseñó exprofeso para utilizar la piedra que serviría en las grandes construcciones monumentales que Hitler había encargado a Speer.

Pocos metros por debajo de la tribuna se encuentra el balcón donde Hitler dirigía sus discursos a la muchedumbre. Resulta fácil imaginar la borrachera de ego que debía sentir el Führer mientras la masa gritaba su nombre y hacía ondear banderas con la esvástica, como hemos visto en las filmaciones de Leni Riefenstahl. En la construcción de sus edificios Speer aplicó la teoría del “valor de las ruinas”, según la cual debían dejar en el futuro lejano unos restos estéticamente gratos. Hitler apoyó con estusiasmo la idea del arquitecto, también responsable del Coliseo que se encuentra en las inmediaciones del campo de Zeppelin. De la reproducción del monumento romano solo se llegó a levantar la mitad porque estalló la guerra.

Hoy toda aquella gloria se cae a pedazos o ha dado lugar a museos, como el magnífico Centro de Documentación del Partido Nazi, pero el legado de las ruinas nazis se cumple de forma inquietante. La administración pública y los políticos debaten si tirar los restos abajo para construir apartamentos o dejarlos donde están como perfecto símbolo de la ruina moral que el régimen nazi supuso para Alemania.

En su reciente discurso en Auschwitz, la canciller alemana Angela Merkel reconoció que los hechos más atroces de la Segunda Guerra Mundial y del Holacausto son indisolubles de la identidad alemana. La Alemania de la barbarie nazi, la que celebró el Proceso de Núremberg y que más recientemente acogió a más de un millón de refugiados, son la misma. Merkel recordó que la responsabilidad y la solidaridad no se ejercen solo hacia el presente, sino que mantienen un compromiso también con las víctimas del pasado. También somos lo que hicimos. La responsibilidad histórica no es una cuestión que deben tener en cuenta solo los políticos, también todos quienes tienden a considerar lo que sucede en el presente como un hecho aislado sin vínculos con el pasado, como la inmigración.

El director argentino de teatro Marcelo Díaz piensa que la gente quiere ignorar su propia historia. En su última producción, Unterwegs – En el camino, estrenada el 8 pasado de noviembre en el Teatro Pfütze de Núremberg, vuelve la mirada hacia atrás y hacia su propia historia para recordar que la emigración ha existido siempre, que los refugiados de hoy fuimos nosotros en otras épocas, alemanes, argentinos, españoles, uruguayos… La diferencia que encuentra es que a la inmigración de siglos pasados se la llamaba, era necesaria en los países de acogida, aunque luego fuera maltratada en muchos casos, mientras que a la de ahora nadie la busca ni la quiere y solo encuentra vallas, fronteras, negación y rechazo. También los aspectos positivos de la inmigración están presentes en su puesta en escena, que, de alguna manera, es un homenaje a quienes se van y tienen que aprender a vivir de nuevo.

Colón también llegó en patera

Unterwegs – En el camino es una coproducción internacional de la prestigiosa compañía del Teatro El Galpón, de Uruguay, con el alemán Teatro Pfütze, con sede en Núremberg. Fue financiada por el Instituto Goethe, la Embajada Alemana en Uruguay y la Fundación Friedrich Ebert, que hicieron posible la compra de los billetes de avión de los actores. La idea surge en el departamento de Extensión Cultural de El Galpón, que desea poner en escena de nuevo un trabajo de Marcelo Díaz, con quien ya había colaborado produciendo El sueño de una noche de verano, de Shakespeare, y Casa de muñecas, de Ibsen. La actual coproducción uruguayo-germana reúne a seis actores, tres uruguayos y otros tres alemanes: Anael Bazterrica, Pablo Pípolo, Sofía Lara, Elisa Merkens, Christof Lappler y Jürgen Decke. La aventura empezó en enero de 2019, cuando los actores uruguayos viajaron a Núremberg para ensayar durante un mes. A principios de febrero fueron los actores alemanes quienes se trasladaron a Montevideo para finalizar la fase de ensayos y estrenar la obra el 28 de febrero en la sala César Campodónico del Teatro El Galpón. En Núremberg, tras el estreno, la obra estuvo un mes en cartel. En Uruguay ha obtenido cuatro nominaciones para los premios Florencio Sánchez, que otorga la Asociación de críticos de Uruguay y equivale a los premios Max españoles. Sofía Lara y Anael Bazterrica fueron candidatas como actrices de reparto. Dominik Vogl obtuvo una designación a la mejor ambientación sonora y la formación al completo en el apartado de mejor reparto. Al igual que sucede en el montaje, los intérpretes durante esta experiencia se convirtieron en inmigrantes. Ensayaron y estrenaron en dos países y dos continentes. Vivieron con familias alemanas y uruguayas a las que no conocían y sintieron la experiencia de ser extranjeros. El idioma común del grupo ha sido el inglés, pero en escena se hablan además otros cuatro: alemán, español, italiano y portugués, amén de un dialecto alemán de la zona. Pero no es preciso entenderlos para comprender el espectáculo, ya que no tiene mucho texto.

Marcelo Díaz también tiene una sólida experiencia como emigrante. Cuenta que a los veintidós años se sentía extranjero en su propio país y que por esa razón decidió marcharse. En su deambular por el mundo ha aprendido todos los idiomas presentes en el montaje. Ha vivido en Argentina, Alemania, Suiza y España. Se formó con profesionales polacos, japoneses, italianos y rusos. Ha impartido clases de teatro en Alemania, Austria, Suiza, España, Argentina, Uruguay y Bolivia. La Universidad de Zúrich le otorgó en 2003 el título de catedrático por méritos profesionales. Actualmente enseña teatro en la ESAD de Valencia y en la Escuela Cuarta Pared de Madrid. Es autor de adaptaciones de diversas obras, ensayos y publicaciones de dirección escénica. Ha dirigido el Theater an der Sihl, de Zúrich, y más de 120 montajes en Múnich, Berlín, Viena, Zúrich, Montevideo y Madrid.

Señala que esta obra tiene mucho que ver con sus experiencias en los varios países donde ha vivido. Se sintió bien acogido en Alemania: “yo era latinoamericano y en los años 80 estaba muy bien visto quien emigraba de Latinoámerica, pero si eras turco ya era otra historia”. Cuando se trasladó a Suiza ya estaba nacionalizado alemán y le resultó fácil adaptarse. Antes de emigrar a España hizo varios viajes para tantear el terreno. Reconoce que ser argentino le proporcionó un buen recibimiento y acogida. Notó que había hacia los latinoamericanos una especie de agradecimiento histórico que le hizo sentirse enseguida en casa. Reflexiona sobre la diferencia entre la emigración de aquellos años y la actual de los refugiados que huyen de la guerra y otras calamidades: “A todos les prometían el paraíso. Antes la idea era ganar mucho dinero y volver al país de origen. Los refugiados actuales se dan cuenta de que no es así. Los que logran llegar, tienen que trabajar muy duro y en muy malas condiciones. La inmigración europea en Sudamérica estaba bien vista. La necesitaban. Llegaban a países despoblados. Entraban legalmente y podían encontrar trabajo. En los años ochenta de Argentina llegaban a España profesionales formados e intelectuales. En los años noventa los ecuatorianos venían a Europa para desempeñar trabajos mucho más humildes con el fin de poder mantener a toda la familia. No sé por qué de Argentina o Chile no inmigraron las clases más desfavoridas… La cosa es que a los ecuatorianos los llamaban sudacas y a nosotros nos decían tú eres argentino, pero no sudaca… Hay algo en común para todos los que emigran, que tienen que aprender una cultura nueva y eso es lo desgarrador. Aprender a comer de modo distinto a comportarse de otra forma en el tren, en la calle… Todo lo que era sobrentendido desaparece. Todo lo que sabías lo dejas de saber. Te sientes como un tarado porque pierdes todos los puntos de referencia. Esto me ha ocurrido cada vez que he cambiado de país. Cuando fui a Suiza pensé que ya no me sucedería porque ya había vivido en Alemania y sin embargo me ocurrió. En España también me pasó, aunque las costumbres eran más parecidas a las argentinas”. Con respecto a la actuales movimientos migratorios de Latinoamérica, le parece increíble que países como Argentina o Uruguay (donde se bromea diciendo que no descendían del mono, sino de los barcos), con más de la mitad de los habitantes procedentes de otros países y continentes ahora rechacen a los vecinos que se encuentran en situaciones difíciles: colombianos, venezolanos, brasileños… Piensa que los alemanes y los españoles, por ejemplo con los exiliados republicanos, también han sido pueblos de emigrantes. “Después de todo Colón también llegó en patera…”, dice riendo.

Todos somos inmigrantes

Antes de viajar a Núremberg una de las actrices, Anael Bazterrica, me visita en Génova. Un día en el puerto me pregunta dónde está el muelle desde el que partían los emigrantes a finales del 1800. Mientras lo graba manda un mensaje de voz a sus amigos. Más o menos decía: “Esto es lo que queda de los muelles desde los que partieron desde Génova nuestros antepasados. De aquí provenimos nosotros”. Ante las ruinas de aquel muelle me pareció que todos éramos emigrantes.

La misma sensación que experimenté en el puerto de Génova se repitió cuando el 7 de noviembre vi el ensayo general de la obra que me había llevado hasta la hermosa Núremberg. Después de un disciplinado calentamiento de voz y de cuerpo, la sala se queda oscura. Suena la música que Dominik Vogl ha compuesto inspirándose en las improvisaciones de los actores y que él mismo interpreta a la guitarra. Sobre la sugerente puerta metálica, que se abrirá o cerrará tantas veces durante la representación para dejar pasar a los personajes o impedirles el paso, se proyecta la imagen de los actores que caminan de derecha a izquierda, dando a entender su llegada. Solo se les ven los pies. Al final se repetirá la misma imagen, solo que los actores caminan de izquierda a derecha porque se van. La escenografía y las evocadoras y calibradas filmaciones en vídeo son obra de Andreas Wagner, también figurinista.

Luego caen del peine un montón de zapatos y los personajes corren hacia ellos. Los zapatos son la identidad, como en el campo de concentración de Auschwitz. Aunque me cuenta Marcelo Díaz que la idea de usar los zapatos se la inspiró un poema que Miguel Hernández escribió sobre la Guerra Civil Española, Sentado sobre los muertos, y también el Monumento de los Zapatos de Budapest, situado a orillas del Danubio. Un homenaje a los judíos que fueron asesinados por el partido nacionalsocialista en la Segunda Guerra Mundial. Un montón de zapatos desperdigados que quedaron vacíos en la ribera del río, porque a aquellas víctimas se les ordenó quitárselos antes de ser tiroteados.

Los zapatos son un personaje más en la obra. Los actores se pelean para alcanzarlos, los usan para identificarse en la frontera, los miman y ciudan como a un bien preciado y al final, cuando todo acabe, sobre la escena quedará solo un par, que yo leí como la posible conquista de la identidad. Esa por la que el inmigrante lucha para pasar de ser uno más a ser él mismo. Se suceden escenas que conforman un puzzle de imágenes y sensaciones. Los personajes se van o vuelven. Se identifican en una frontera de un país sin nombre que no importa dónde se encuentra. Aprenden nuevas normas y costumbres, como la hilarante escena en la que Sofía Lara enseña a comportarse en la mesa a Anael Barzterrica repetiendo obsesivamente su nombre con pronunciación inglesa. Visten a una novia que parece no querer casarse, la hermosa Sofía Lara convertida en un Cristo involuntario. Hablan en el agua sin ser entendidos, donde destaca el pathos de Anael Bazterrica tratando de comunicarse con un lenguaje imposible. Se observan unos a otros a través de un cristal que los separa. Se cuentan y cuentan situaciones a veces alegres y otras desoladoras, como el hombre al que nadie reconoce, entrañable Christof Lappler conducido por Jürgen Decke como si de una pareja de trágicos payasos se tratase. Acabarán sacando de escena al desconocido cuando muera, arrastrándolo, como a un animal en el matadero.

El espectáculo se montó a partir de improvisaciones propuestas por el director, que planteaba consignas de arranque para los actores, frases al estilo de Pina Baush: “me quiero dar una pequeña alegría”, “estas son mis raíces”, “vuelvo a casa”, “yo quiero un cambio en mi vida”, “yo te extraño”, “no sirvo para nada”, “vos sos mi hogar”, “me quiero despedir”… A pesar que los actores no se conocían, reconocen que congeniaron desde el principio y la barrera idiomática pasó a un lugar secundario. La comunicación se estableció desde las sensaciones y las emociones, después llegaba la palabra, cuando llegaba. Comenta Christof Lappler que el resultado se iba transformando constantemente bajo la dirección. El director proporcionaba recursos para trabajar a los actores poniéndose en el lugar de ellos.

“Al principio surgieron improvisaciones realistas y eso es lo que yo no quería”, añade Marcelo, y expone su método de trabajo: “Introducir el código era lo más importante. Al principio busqué imágenes. Buena parte de las que aparecen en el espectáculo son imágenes que yo ya tenía. Otras surgieron en las improvisaciones. El 50% del espectáculo nace de las improvisaciones, pero en la representación luego todo queda fijado”. No se deja ya margen a la improvisación. Hay un momento en el que los actores aportaron sus propios textos, es en la escena en la que construyeron pequeños monólogos. Es uno de los pocos momentos en los que siento que el público no entienda todos los idomas que se hablan en la obra, porque los actores han creado textos muy bonitos, por ejemplo, Christof dice que “tiene una pelota de fútbol llena de rabia”. Reconoce que a los actores uruguayos les costó más incorporar el código del trabajo. Los alemanes ya conocían su forma de trabajar porque hace cinco años montó con esta compañía su obra Cosechadores de flamas, que le permitió al Teatro Pfütze encontrar una dimensión más internacional en festivales europeos. A medida que avanzaban los ensayos dejó de encontrar diferencias entre los actores uruguayos y alemanes. Elisa opina que el método de trabajo de los actores alemanes es de dentro hacia afuera, mientras que el de los actores de El Galpón es más de fuera hacia dentro. Pero esas distintas formas de enfrentarse al trabajo después se fundieron. Anael no está de acuerdo. Coincide en que dos equipos con formas de trabajo diferentes tengan que buscar un equilibrio en el trabajo. Pero, según ella, también los actores de El Galpón trabajan de dentro hacia afuera. Añade que quizá los uruguayos sean más expresivos, provocando risas.

Un país donde la gente vive 700 años

Elisa también destaca la experiencia curiosa que ha supuesto trabajar con distintos idiomas. “Yo hablo portugués y también interpreto una parte de la obra en ese idioma. Había veces que confundía el español con el portugués y no entendía a mis compañeros uruguayos”. Anael jugó en este caso con ventaja porque es profesora de alemán en el Instituto Goethe de Montevideo. De hecho, fue ella quien me tradujo a los actores alemanes en las entrevistas que mantuve con ellos. De su trabajo en el montaje reconoce que cuando Marcelo planteaba las premisas a ella solo se le ocurrían propuestas tristes. Cuando el director le decía que no iba por ahí, se sentía frustrada. “Todo lo que se me ocurría hacer relacionado con la inmigración era apesadumbrado, quizá por la idea de la inmigración que tenemos nosotros como sudamericanos, por la historia de mi propia familia inmigrada desde España”. Más allá de la inmigración real, cada actor echaba mano de su propia vivencia para crear sus personajes: cambios experimentados en su propia vida, separaciones, pérdida de familiares y amigos. La lectura de Marcelo Díaz sobre la emigración no buscaba solo los aspectos más dramáticos, se trataba de un concepto más abierto y resultó enriquecedor tanto para los actores como para el resultado final del espectáculo.

El personaje que interpreta con sinceridad el uruguayo Pablo Pípolo es un tipo de esos que identificaban el emigrar con hacer fortuna. Y se va contento. Les dice a los familiares que lloran que no deben estar tristes porque allí donde va la gente vive 700 años y además se hará tan rico que volverá a verles todos los meses. Pero cuando regresa nadie le reconoce. Pablo, que es de origen italiano y en la función habla este idioma, me dice que en Montevideo vive en un edificio donde hay muchos inmigrantes y que para preparar su personaje habló con ellos, al igual que hicieron los demás intérpretes con inmigrantes de diferentes nacionalidades. Formaba parte de la idea de Marcelo Díaz que los actores y él mismo entrevistaran a inmigrantes provenientes de distintos países antes de empezar los ensayos. Incluso se reunieron con una profesora de la Facultad de Derecho de México experta en inmigración.

También los actores alemanes Elisa Merkens y Jürgen Decke tienen a su espalda una historia de inmigración. Los padres de Elisa emigraron a Portugal, donde ella creció. Experiencia que recuerda como muy feliz. El padre de Jünger tuvo que huir de Polonia después de la Segunda Guerra Mundial y se fue a Alemania Occidental. Allí le marginaban y a los que eran como él les llamaban “los huidos”. Cuando posteriormente llegó una nueva oleada de extranjeros los inmigrantes como su padre cambiaron su estatus y mejoró su situación porque quienes llegaban en los años sesenta y setenta como mano de obra aún estaban peor considerados. Según él, el auge de los nacionalismos es un problema actual que afecta a la inmigración y que se vive en Alemania y también en Uruguay, donde la ultraderecha se levanta contra la gente que llega de Venezuela. En Alemania, y en concreto en Baviera, la ultraderecha de la AfD (Alternativa para Alemania, en sus siglas en alemán) cada vez atrae más votos, sobre todo en el este del país. Hay comportamientos muy similares en ambos continentes. Pero está claro que ni Alemania ni Uruguay serían como son hoy si no hubiera existido la inmigración. De la situación actual que vive Alemania piensa que la llegada de los inmigrantes ha modificado la situación del país, por ejemplo en las escuelas. En algunas aulas hay más niños inmigrantes que alemanes. Los padres alemanes están preocupados porque creen que sus hijos no van a aprender si los maestros tienen que dedicarse a enseñar el alemán a los inmigrantes, pero Alemania ha sido siempre un país de inmigrantes. El Teatro Pfütze ha asimilado a refugiados llegados a Núremberg. Algunos técnicos proceden de países en guerra y ha creado un grupo de teatro compuesto por jóvenes iraníes y sirios.

Sofía Lara, la benjamina de la formación, dice que ha aprendido mucho sobre la inmigración trabajando en este montaje, porque nunca se había detenido a pensar en por qué últimamente estaban llegando inmigrantes a Uruguay. Ve la emigración como algo positivo y no cree que llegan de otros países vayan a quitarles el pan a los uruguayos. Se lamenta de la enorme burocracia a la que tienen que enfrentarse los extranjeros y de que, por este motivo, personas con una licenciatura no puedan ejercer su profesión y tengan que desempeñar trabajos mal pagados. “Creo que la llegada de los inmigrantes puede repercutir negativamente si se les trata mal y también para los urguayos puede ser negativa y quizás muchos se vayan del país…”.

Un mundo ancho y ajeno

Anael Bazterrica, descendiente de emigrantes vascos, siempre quiso ser inmigrante. Le hubiera gustado vivir en Alemania, cuyo idioma enseña en Uruguay. Cuando llegó a la universidad, durante la dictadura de Juan María Bordaberry, su objetivo era sacar muy buenas notas para poder irse. Confiesa, con cierta melancolía, que luego la vida la llevó por otro camino y se quedó en Montevideo. Reconoce que siempre se ha sentido rara en su país: “En Uruguay siempre me he sentido como mirando por una ventana”.

Hace casi 38 años que trabaja en el teatro El Galpón, al que considera como una familia. A ella me unió desde el principio mi admiración por la compañía uruguaya, de la que escuché hablar por primera vez a mi profesor de interpretación José Estruch. Cuando tuvo que exiliarse a Uruguay, Estruch, Premio Nacional de Teatro en España en 1990, dirigió varias obras en El Galpón y nos repetía siempre a sus alumnos de la Escuela de Arte Dramático que los actores uruguayos decían el verso de Lope de Vega mejor que los españoles.

Para Anael, que obtuvo en 2017 el premio Florencio Sánchez como mejor actriz de reparto por su interpretación en Incendios, de Wajdi Mouawad, dirigida por el brasileño Aderbal Freire-Filho, ser seleccionada para formar parte de Unterwegs – En el camino ha supuesto salir un poco de la familia de El Galpón. Aunque en varias ocasiones ha colaborado con la Comedia Nacional de Uruguay, la mayor parte de su carrera la ha llevado a cabo en El Galpón. Subraya que trabajar con un director que tiene otro método hace cambiar el punto de vista y enriquece a una actriz. Admite que al principio le costó entrar en el código que buscaba el director. “Yo venía con una idea de otros trabajos sobre el mismo tema que hemos hecho en El Galpón, pero tuve que limpiar, porque lo primero que me dijo Marcelo es que por ese camino no iba bien. Me había pasado otras veces, por ejemplo, con Aderbal (Freire-Filho), el director de Incendios. Él tampoco trabaja directamente el personaje, se enfrenta al texto a partir de imágenes. Se llega a los personajes después, a la larga. Salir de esa burbuja en la que uno vive y comprobar que el mundo es ancho y ajeno es muy positivo”.

A la pregunta de si es verdad que hacer teatro en Alemania es una experiencia tan increíble como todos cuentan, Marcelo responde con un rotundo sí. “Aquí la cultura teatral es imponente y la gente está acostumbrada a ver todo tipo de teatro. El teatro alternativo es bien acogido y no está considerado como extraño. Un Hamlet nunca va a durar menos de cuatro o cinco horas. En Montevideo te imponen que dure menos de dos horas y resulta frustrante porque no se puede hacer un Hamlet a medias. El teatro en Alemania está absolutamente subvencionado. Dos mil millones de euros subvencionan los 110 teatros oficiales que tienen compañías estables. Cada ciudad con más de 30.000 habitantes tiene su teatro oficial con una compañía estable de más de 20 actores. Teatros perfectamente equipados con escenarios giratorios y demás. Es como si en España, Soria o Zamora tuvieran un teatro de estas características. Es algo impensable. Las subvenciones del Estado te permiten una libertad creativa que no te puedes permitir en otros lugares porque tienes que tener en cuenta si el programador comprará el espectáculo si haces determinadas cosas… Hice una vez un curso sobre Lorca en Madrid y leí un artículo suyo. En 1936 ya decía que si el teatro-arte no se subvencionaba iba a sucumbir. El teatro comercial se puede sostener por sí mismo, pero no el teatro-arte que es un teatro que investiga, busca propuestas nuevas…”. Yo misma pude comprobar que los actores del Teatro Pfütze viven del teatro, mientras que todos los de El Galpón desempeñan otros trabajos. A decir de Marcelo, “en España, que ahora debe ser la decimoquinta potencia del mundo, ningún actor puede vivir solo del teatro sin recurrir al cine o la televisión, por muy famoso que sea”.

Después del estreno, cuando el día antes de volver a Génova visito el Centro de Documentación del Partido Nazi, recuerdo los zapatos que llevaban a los personajes de la obra por el camino en el que estamos todos, en el que otros estuvieron antes de nosotros, en el que seguirá caminando la gente cuando nosotros nos hayamos ido, en este constante relevo de vivos y muertos que es la vida. El día anterior Marcelo Díaz me había leído el poema de Miguel Hernández que le inspiró el título de la obra. Y dice así:

Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón
y el alma que lo sostiene.

Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.

Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.

Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere.

Ayer amaneció el pueblo
desnudo y sin qué comer,
y el día de hoy amanece
justamente aborrascado
y sangriento justamente.
En su mano los fusiles
leones quieren volverse:
para acabar con las fieras
que lo han sido tantas veces.

Aunque le faltan las armas,
pueblo de cien mil poderes,
no desfallezcan tus huesos,
castiga a quien te malhiere
mientras que te queden puños,
uñas, saliva, y te queden
corazón, entrañas, tripas,
cosas de varón y dientes.

Bravo como el viento bravo,
leve como el aire leve,
asesina al que asesina,
aborrece al que aborrece
la paz de tu corazón
y el vientre de tus mujeres.
No te hieran por la espalda,
vive cara a cara y muere
con el pecho ante las balas,
ancho como las paredes.

Canto con la voz de luto,
pueblo de mí, por tus héroes:
tus ansias como las mías,
tus desventuras que tienen
del mismo metal el llanto,
las penas del mismo temple,
y de la misma madera
tu pensamiento y mi frente,
tu corazón y mi sangre,
tu dolor y mis laureles.
Antemuro de la nada
esta vida me parece.

Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.

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