Hay en mi juventud dos guerras capitales que creo haber librado con destreza: el día en que me convertí en el mejor empresario de locales de alterne de España y la mañana de verano en la que los niños dejaron de ser una molestia necesaria para convertirse en el enemigo al que combatir sin cuartel con todas las armas. Yo daba clases de tenis para irme pagando los veranos hasta que un día, en medio de una resaca lúcida y delante del carro de bolas, de pie y firme como un soldado, observé que al otro lado de la red se estaba organizando el comando Vizcaya con un líder de once años que nos estaba poniendo contra las cuerdas a mí y al Estado de Derecho. Llevaba semanas lidiando con él en circunstancias muy pesadas. El sol me dejaba catatónico y aturdido, y el único revés que me apetecía enseñar era el de un bate. Así me iba a mí la vida y así también le iba a ellos, un ejército desatado al que yo ponía a dar vueltas alrededor de la pista bajo el sol para castigarlos con el desfallecimiento, cuando ese día al final de la jornada salí de clase con una idea rondándome en la cabeza: tirarme a la piscina y allí, en pleno buceo, presentar mi dimisión irrevocable.
Habían llegado ya algunos padres para recoger a sus hijos. Me dirigí a la cafetería arrastrando la raqueta, que era como yo salía de las clases para pasmo de aquellos hombres, que en lugar de ver a un profesor de tenis vestido de Lacoste listo para tirarse a sus mujeres se encontraban a alguien con unas Converse y los calcetines de rombos de la noche anterior: me justificaban por Agassi, pero ellos sabían tan bien como yo que el look iba más en la línea de Sid Vicious. Aquel día, quizás por cansancio, lo que yo no me esperaba era a la réplica del mulá Omar agazapado en una esquina. El niño había sido expulsado de clase, porque esas expulsiones yo las ejecutaba divinamente a una hora muy temprana para descabezar el comando y también un poco por afición. Así que cuando le di la espalda a paso cansino me alcanzó con una pedrada en la cabeza que casi me descoyunta. Eché a correr detrás de él, y en mi persecución alocada aparté niños y padres a manotazos, en una carrera que yo sabía derecha al suicidio, pero decidí, entre zancadas festivas, que iba a ser un suicidio bien aprovechado. Veía delante de mí sus piernas pequeñas y regordetas queriendo escapar en vano, y detrás escuchaba “no, no”, pero la ruleta estaba en marcha. Para el juez tenía listo además el hit de la Audiencia Provincial: “Se me juntó todo”.
Cuando lo tuve entre mis manos le agarré la cara y se hizo un silencio superespeso. Observé lleno de rabia a aquel activista mofletudo y en el último momento, cuando ya creí que lo iba a dejar en paz, no pude contenerme y le mordí la cara. Fue un bocado grosero y violentísimo; un gesto de liberación, como Rosa Parks sentada en aquel autobús de Alabama. Tardé en soltarlo unos segundos, y hasta pensé en levantarlo con la boca y agitarlo delante de todo el club para que se tomase nota de que las pedradas allí no estaban bien vistas, y que nunca máis. Él aulló de dolor separándose de mí mientras yo retorné a mis quehaceres, que no sabía cuáles eran, tanta era la confusión, y me confundí entre los socios boqueando como un pescado que agoniza, todavia con los dientes temblando. Escuché de lejos su llanto, y a punto estuve de desplomarme delante de todo el mundo para exagerar mi herida.
Al día siguiente me contó mi jefe que el chico se presentó con sus padres y la marca exacta de mi dentadura en la cara. Preguntaban qué había pasado, como si todavía no lo viesen nada claro. Allí estaba mi diastema, la separación ligera de mis paletas delanteras, y luego ya en clase –porque el chico volvió, y yo aguanté una semana más en las pistas para no alimentar el escándalo- le pedía perdón con unos abrazos que no eran más que acercamientos aprovechados, porque me pareció ver una muela un poco descarriada, y tampoco era cosa de desaprovechar el molde.