En cierto modo es muy cómodo ser una víctima, emplear constantemente la cultura de la queja, estar en crisis –o deprimido– y poder solicitar ayuda. Sobre este punto P. Virilio decía que el modelo de la ciudadanía que viene es el inválido equipado, el hombre completamente discapacitado en la cercanía real, donde hay que tomar decisiones, pero conectado a cualquier lejanía virtual.
Será cada vez más frecuente, por la creciente obediencia de las poblaciones a la normalización, que no encontremos fácilmente enemigos. Si somos pobres en experiencia también lo seremos en enemigos. Nos tropezaremos con pocas personas directamente peligrosas, verdaderamente malvadas. Tendremos incluso pocas posibilidades de choque, pocas oportunidades de fracasar estrepitosamente. Inserto en el catolicismo social reinante, siempre va a haber una conexión, un experto o una app que nos salve. La cobertura social y tecnológica es como el Dios de antaño, pero ahora mucho más personalizado en el narcisismo que la confesión antigua.
Fijémonos que cuesta incluso encontrarnos con la clásica figura del gamberro. ¿Cuál es, al menos en España, la «violencia» en las aulas? Apenas se puede hablar así, pues no se trata casi nunca de una violencia directa, física. La violencia -no sólo en el aula, sino en cualquier acto público- es la de la indiferencia. Las caras abstractas, los bostezos, la distracción perpetua, la consulta clandestina al móvil… Igual, curiosamente, que en un escenario público de adultos, sea una conferencia o un debate. Mientras alguien habla, como puede ocurrir en una visita al Congreso, el resto de los presentes –incluida la presidenta de la Mesa– consulta su móvil… o el Candy crush.
Es posible que entonces las series televisivas y las películas que nos dibujan un Mal espectacular utilicen una cortina de humo y nos engañen en una cuestión clave. Lo que nos rodea es el mal de la inercia, de la medianía, de la indiferencia. Una mediocridad normativa se une a un poder funcional enorme. Mal que les pese a Tarantino o Haneke, pocas veces nos encontraremos con malvados de película. El propio Jep, en La Gran Belleza, se enfrenta a personajes que pasarían por «normales»: la artista de la performance inicial, aquella estúpida millonaria ensimismada que él abandona de noche, el cardenal Peruchi…
Un delincuente reconocía hace poco, en un debate televisivo: «Antes siempre sabías con quién estabas en la cárcel, con quién te la jugabas: guardia bueno o guardia malo; preso de confianza o compañero peligroso de celda; director comprensivo o implacable. Hoy en día es imposible saber eso, pues todo el mundo se atiene a las normas. Cuando por fin descubres quién es tu compañero de celda, o el Director, ya es demasiado tarde, pues ha pasado algo imprevisto y, al confiar en una persona que nunca pudiste conocer, te quedas al descubierto».
Es en el fondo el tema de la banalidad del mal, expresión que hace célebre Hannah Arendt en un famoso debate. Según Arendt, Adolf Eichmann no poseía una trayectoria particularmente antisemita o fanáticamente nazi. Actuó como actuó por deseo de ascender en su cargo, bajo el automatismo sagrado de las órdenes superiores. Era un simple burócrata que cumplía órdenes sin reflexionar, sin pararse a pensar en grandes nociones de Bien o Mal. Nada que ver con el sádico o el malvado espectacular que nos pintan las películas que nos entretienen, estén ambientadas en el nacionalsocialismo o en la California actual. Fue como si en aquellos últimos minutos de su juicio, dice Arendt, Eichmann, resumiera la lección de su larga carrera en la terrible banalidad del mal en la cual todos hemos entrado.
No hay más que atender a la serie de pequeños crímenes –inimputables– que es necesario cometer día a día entre amigos, en nombre de un universo implícito de selección permanente, para que volvamos a tomar en serio esa tesis que enfrentó a una mujer del pasado siglo con el bloque del judaísmo oficial. Igual que hoy le puede ocurrir a cualquiera que se enfrente a la horda de la mayoría social informada, uniformada bajo la coartada de ideologías políticas pretendidamente distintas.