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Nota autobiográfica

 

 

Vine a este mundo en Murcia el 10 de enero de 1928, hijo sexto y último de Andrés Sobejano Alcayna (arqueólogo, bibliotecario, poeta, escritor, profesor, humanista) y de Rosario Esteve Mateos (huérfana desde niña, encarnación de la alegría y de la bondad). Mis hermanos fueron José María (que vio truncada su carrera y dañada su vida por la guerra civil y la postguerra), Andrés (padecía de esquizofrenia), Fuensanta (una Carole Lombard o Alida Valli que murió tuberculosa en 1957), Enrique (del que hablo después, único superviviente) y Armida (la más semejante a nuestra madre y que murió del mismo mal que Fuensanta en 1962). José María se llamaba así por el abuelo paterno, uno de los mejores pintores murcianos de su tiempo. El nombre de Andrés era el del padre; el de Fuensanta, el de la Virgen patrona de la región; Enrique se llamaba Enrique porque este era el nombre de su padrino; a Armida la bautizaron así en memoria de la maga del poema de Tasso; y a mí me llamaron Gonzalo por haber nacido el día en que la iglesia celebraba a este santo galaico-portugués, aunque mi padre me reveló muchos años después que fue mi madre quien eligió el nombre porque le gustaba, y yo he sospechado luego que tal gusto dependía de haber leído ella por entonces (durante mi gestación) una novela del buen poeta y escritor murciano Pedro Jara Carrillo, Las caracolas, donde la trama giraba en torno a un niño —Gonzalito—, presunto heredero de no sé qué huertos comarcales.

 

       Siempre veo a mi madre en el mirador del tercer piso, leyendo alguna novela de Pereda o de Jara Carrillo. Al anochecer llegaba a la esquina un hombre lento y encendía el farol de gas. Ella tenía sobre los hombros un manto oscuro y yo buscaba en ese manto calor y besos y sueño. Perdí a mi madre en 1941, cuando ella tenía 53 años y yo 13 recién cumplidos.

 

       Con Enrique, mi hermano más próximo, mi temprano y perenne maestro, mi mejor compañero y amigo, he vivido siempre en animada armonía y en la más estrecha afinidad. A él, a mis padres, y a mi amada Helga, con quien he vivido en matrimonio —fuera de la Iglesia— desde 1954 hasta 1988, es a quien debo cuanto pueda haber en mí de bueno, sin olvidar a mis hermanas —¡qué hermoso tener una hermana o más de una!— ni a mis amigos y a mis maestros: entre aquellos quiero nombrar a José María Pérez Hernández y a José María López Otálora; entre estos, a Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Joaquín Casalduero, Harri Meier, Rafael Gutiérrez Girardot, Miguel Delibes. Pero, ahora que lo pienso y lo vuelvo a sentir, podría nombrar a veinte o treinta personas amadas o amigas que aumentarían el grupo. ¡Qué dicha haber vivido amor o amistad contigo y contigo y contigo!

 

       “Somos huérfanos”, me dijo Miguel Delibes, la última vez que estuve a su lado, hará dos años, y le repliqué de inmediato: “Pero somos hermanos”. Es mi única fe, al cabo de tantos años como me ha sido dado cumplir. Quisiera creer en Dios, pero desde muy pronto (a los catorce años) perdí la fe, si alguna vez la tuve, y solo creo en la hermandad entre nosotros, los hombres, que hemos hecho, hacemos y haremos lo posible por seguir en el camino, inventando a cada paso un motivo de esperanza.

 

       Entre los primeros recuerdos de mi vida está el de aquella mañana en el colegio de párvulos en que, de pronto, me eché a llorar. El maestro me preguntó por qué lloraba, y yo le dije: “Porque mi madre se va a morir”. “¿Está enferma tu madre?”, me preguntó el maestro. “No está enferma, pero se va a morir”. Algunos niños reían; no todos. El maestro, comprensivo, no insistió.

 

       Eso era poco antes de estallar la guerra civil. Al comienzo de esta, no obstante mi corta edad, se grabaron en mi mente algunas impresiones. Estoy oyendo ásperos, detonantes disparos en la calle. Veo a la familia correr cortinas, cerrar postigos, guardar silencio. Viene un soldado encapotado, hijo de la portera de la tía Mercedes, y ofrece un chusco (la ración de pan del miliciano) y conversa ingenuamente altanero con mi hermana Fuensanta. No hay escuela, y Enrique nos da lecciones de geografía, y de otras materias, a Armida y a mí, ante un mapa-mundi cuadrado, en la escalera de la casa, señalando países y ciudades con un puntero: “Afganistán, capital Kabul”, “Beluchistán, capital Kelat”— (Enrique era ya, y es todavía, dueño de una memoria hipersensible, como la de Marcel Proust).

 

       Las criadas habían abandonado el servicio. Pequeño y vacante, yo ayudaba a mi madre a encender la hornilla, a pelar patatas o a cortar acelgas, a observar el hervor de una cacerola, feliz de estar con ella y ella feliz de tenerme a su lado.

 

       Mi padre, monárquico, fue delatado y pasó en la cárcel ocho meses. Mi madre nos conducía a los tres últimos hijos a llevar alimentos al padre, que aparecía en pijama, entre muchos otros presos, separado de nosotros por doble enrejado. El camino era largo y pedregoso, a través del manicomio provincial hacia la prisión y, más allá, a la estación de Caravaca, al norte. Desde su celda mi padre enviaba, con su preciosa caligrafía, algunas tarjetas a su benjamín, y en alguna me hablaba de San José, forma convenida de aludir a José Pérez Mateos, eminente médico, primo-hermano de mi madre, de quien esperaba —y obtuvo— ayuda para salir de la cárcel, aunque quedó cesante y yo todavía no comprendo cómo pudimos subsistir en aquel período de apremiante necesidad. 

 

       La casa familiar se vio invadida por la presencia de refugiados. Venían de Madrid. Fueron modestos, dignos, inolvidables huéspedes. Armida y yo jugábamos con Margot y Luisito: ella linda y vivaracha, él linfático y panzudo.

 

       Entretanto, la ciudad —donde nunca cayó una bomba— exhibía los cambios o estragos de una sufrida retaguardia: la catedral era una cochera, el colegio de los Hermanos Maristas un hospital de sangre. Una mañana de septiembre, Armida y Gonzalo, jugando en el terrado alto de la casa, notaron —notamos— el silencio empavorecido de la ciudad y, suspendiendo el juego, oyeron —oímos— plurales disparos: estaban fusilando a trece —creo eran trece— destacados miembros de la Derecha.

 

 

       No todo era angustia. Aunque hambrientos y soñando, al calor de la siesta, con la delicia inasequible de devorar un pan redondo y entero amasado en la huerta, íbamos algunas veces a un teatro o un cine y podíamos escuchar Molinos de viento o ver bailar a Ginger Rogers y Fred Astaire la Carioca o el Piccolino, por no hablar de Morena clara o de Crimen y castigo.

 

       Vinieron los años de la Victoria, los de la Segunda Guerra Mundial. Todo, al principio, acorde con la gesta o cruzada del Caudillo, cauteloso y sádico.

 

       Aludir siquiera a esos años entre 1939 y 1959 me provoca todavía náuseas. Sólo quiero revivir brevemente, ahora, alguna experiencia luminosa.

 

       Allá por 1945, iniciando en Murcia mi carrera universitaria, obtuve una beca que me permitía participar en un curso de verano impartido en Santiago de Compostela y La Coruña. En Santiago me recibieron, por recomendación de una amiga murciana, unas jóvenes que estaban haciendo labores y a mí, que acababa de terminar un bachillerato severo (siete cursos de Religión, misa diaria al principio, ejercicios espirituales, anti-coeducación), aquellas muchachas me acogieron con tan cálida, fraternal llaneza que me enamoré de una.

 

       Me enamoré, sí, de Gloria Blanca. Paseé algunas tardes con ella por la Alameda, y recuerdo que al acariciar un día su negra y brillante cabellera, sentí la verdad del deseo amoroso como una revelación de la tierra. En la gran plaza se celebraba la treboada y a mí me atraía el sonido de las gaitas, que se extendía de la ciudad hacia el campo como una niebla vaga.

 

       En 1989, un año después de perder a mi amada Helga, jóvenes colegas de la universidad de mi ciudad natal, a iniciativa de uno de ellos, Francisco Javier Díez de Revenga, convinieron en ofrecerme a mí, en relación debida con mi padre, Andrés Sobejano, el título de Doctor honoris causa. De mi discurso de agradecimiento pronunciado en aquella ocasión extraigo ahora lo que creo pertinente para completar esta nota que Alfonso Armada ha tenido la amable iniciativa de solicitar de mí. Entresaco solo unos párrafos de aquel texto y añado a éste algunos otros, a manera de complemento, agradeciendo a todos su paciente atención.

 

       En la Universidad de Murcia cursé los dos primeros años de la carrera de Letras guiado por maestros a quienes debo inolvidable estímulo, entre ellos Ángel Valbuena Prat y mi padre, gran latinista. Eran años de escasez, confusión y aislamiento, pero también de juventud, siempre esperanzada. Y en revistas locales o vecinas algunos jóvenes publicábamos poemas o dábamos conferencias en el Aula Saavedra Fajardo.  Allí descubrí mi capacidad para hablar en público de forma persuasiva, lo que confirmó mi futura dedicación a la enseñanza. En la Universidad Central, como se llamaba entonces la Complutense, seguí mis estudios, teniendo por maestros a Dámaso Alonso y a Rafael Lapesa. De aquellos años vividos en Madrid con mi hermano Enrique, amigos comunes y compañeros míos de carrera conservo memoria doliente y radiante. Novelas como La colmena, El Jarama y Tiempo de silencio, que leía entonces y luego estudié en profundidad son, a la vez que buenas obras de arte, densos testimonios del clima histórico de los años 40 y 50, y no podría yo aquí aspirar a trazar cuadros más precisos.

 

       Cuando salí de España, primero a París, con una beca del Instituto Francés en 1950, y más tarde a Alemania (Heidelberg, Mainz, Colonia), donde encontré mi destino en la persona de Helga y en el ejercicio de la enseñanza y de la crítica literaria, mi vocación se fue afianzando y enriqueciendo, aplicada a varios temas, épocas y géneros, pero con particular intensidad a la poesía y a la novela: a aquella por llamada íntima y constante, a esta porque la buena novela me mantenía en contacto fecundo con la realidad de mi pueblo.

 

       Fui elaborando y publicando trabajos de varias proporciones durante esos años en Alemania y a lo largo del tiempo que he vivido en Estados Unidos (Nueva York, Pittsburgh, Filadelfia, y Nueva York hasta hoy mismo). Como ahora es tan fácil obtener información biográfica y bibliográfica acerca de lo que uno, por insignificante que sea, haya podido realizar, no perderé tiempo ni espacio en fatigar al lector.

 

       Sólo diré que en un primer libro estudié la transformación de la antigua retórica en moderna estilística tomando como objeto la función del adjetivo en la poesía española. Con el volumen Forma literaria y sensibilidad social quisiera creer que di un paso no inútil a favor del examen relacionado de la realidad social y la estructura y el lenguaje de los textos literarios. Siete años invertí en componer Nietzsche en España. Acompañé después como crítico a los novelistas de mi promoción (los niños de la guerra) y a otros, mayores y más jóvenes, dedicándoles una atención que no era entonces habitual ente los críticos universitarios, en el manual titulado Novela española de nuestro tiempo, que luego he ampliado con otros dos libros en que recojo, en uno ensayos de carácter panorámico, en otro estudios monográficos, donde están los que prefiero.

 

       En la Universidad de Pennsylvania (Filadelfia) y en la de Columbia (Nueva York) tuve el privilegio de compartir saberes y tareas con estudiantes y colegas ejemplares (Jaime, Marcia, Nora, Christopher, Gary, todos) y relacionarme con españoles exiliados (Lorca, Ayala, Margarita, Carmen, Laura, todos) y presentar a españoles manentes (Cela, Laforet, Delibes, Matute, Martín Gaite, Castillo-Puche, García Pavón, todos).

 

 

       Hice más tarde la primera edición cuidadosa de La Regenta y a su autor dediqué otros dos libros: Clarín en su obra ejemplar y Clarín crítico, Alas novelador. Compuse ediciones críticas de obras del propio Clarín, de Octavio Picón, de Miguel Delibes (amigo incomparable) de Valle-Inclán, de Max Aub.

 

       Quizá más satisfecho que de los libros estoy de algunos artículos, entre más de cien, dedicados a autores de mi preferencia: Mateo Alemán, Galdós, Azorín, Baroja, Juan Benet, Sánchez Ferlosio, Miguel Espinosa, entre los novelistas. Lope de Vega, Quevedo, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Claudio Rodríguez, Ángel González, entre los poetas. (No, no es name dropping, vicio de procurar impresionar a la gente mencionando las personas importantes que uno conoce o finge haber conocido; es el orgullo de muy hermosos recuerdos).

 

       Y aquí debo decir que, aunque sólo publiqué poemas en un cuaderno y un libro de juventud, más otros en revistas de acá y de allá, espaciadamente, nunca he dejado de escribir poesía. Para mí la esencia de la poesía consiste en contemplar la apariencia, descubrir su verdad y amarla con palabra de amor viva. Y el problema que, como estudioso de la expresión literaria —y como poeta también—, más me ha preocupado ha sido el tránsito de la plenitud inmanente del sentimiento a la plenitud trascendente del texto poético. Y si no he buscado más proyección como poeta, esto puede deberse a timidez o inseguridad, aunque quiero pensar se debe sobre todo a que, escribiendo poesía, hablo a “ese otro que siempre va conmigo” (como decía Antonio Machado) y en ese otro se centra la imagen de todos aquellos hermanos humanos que estimo y quiero y amo.

 

       Comprendo y respeto todas las direcciones del sentimiento religioso, pero desearía creer en un Dios de piedad, parecido al hombre, y este deseo sería mi única forma de fe, de caridad y de esperanza.

 

       Amando a nuestros semejantes, engendrando hijos de la carne o del espíritu, laborando en aquello para lo que cada uno sirve, todos actuamos impulsados por la misma voluntad: merecer más amor, sufrir menos olvido. Premie o no algún Dios este impulso, encaminándonos al logro de la finalidad, el móvil que alienta al hombre desde sus juegos infantiles hasta sus reflexiones últimas, no es otro: sufrir menos olvido, merecer más amor.

 

Nueva York, septiembre, 2010

 


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