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Notas 3/23

Voy conociendo el pueblo desde diferentes perspectivas. Por la mañana, de camino al trabajo, me encuentro con una estampa de guionista novato: un rebaño de ovejas detiene el tráfico; a medio día, de vuelta, con una de guionista que empieza a huir de los tópicos: atropello un conejo. La semana que viene tengo turno de tarde.

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Se acerca uno de los placeres estacionales del año: madrugar en verano.

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Las golondrinas, construyendo sus nidos, están estropeando la placa de la entrada, aunque todavía pueden leerse las palabras inscritas: «Odia el delito. Compadece al delincuente. Concepción Arenal».

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En este pueblo no hay librería; pregunto por una y termino en una papelería. Lo intento con el periódico, pero en el quiosco hay demasiados adolescentes gritando, así que continúo con mi paseo. No conozco a nadie; nadie me conoce. Los niños juegan en el parque, y las madres charlan en los bancos (su estilo coincide: moños deshilachados y leggins). Me siento en una terraza y la gente me mira, extrañada. Reprimo mi deseo de responderles que yo también me pregunto qué hago aquí. Justo enfrente está la comisaría, y la calle que nos separa la atraviesan coches tuneados con la música muy alta y scooters con tubos de escape Yasuni. El atardecer enrojece las fachadas. Vaya, sí que conozco a alguien: otro que pasea sin rumbo, otro forastero. Saludo con las cejas. «¿Qué hay?», me responde, y sigue caminando (¡qué detalle!). Una mujer se sienta en la mesa de al lado y se pide una caña. Apuro mi descafeinado y me vuelvo al hostal. Son las 19:38. Los pájaros ya están chillando.

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He solicitado mi certificado de antecedentes penales y el documento es claro: no consta ninguno a mi nombre. Descargo el archivo y lo guardo en dos carpetas diferentes. También me lo envío a mi correo electrónico, para asegurarme de que puedo recuperarlo en cualquier momento. Es un documento oficial, irrefutable, pero desconfío de mi memoria. ¿Se habrá producido algún error del sistema? ¿Me detendrán en alguna aduana por algo que a mí no se me ha comunicado? Quizá un día consiga solicitar mi certificado de antecedentes penales sin sentir cierta inquietud.

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Empieza a hacerme ilusión no ver un animal atropellado durante la ida o la vuelta al trabajo.

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Ya me han dicho eso de «Joder, qué bien viven los funcionarios». Es un día grande.

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Hoy he salido un poco más tarde a pasear, ya de noche. La yonqui del pueblo dirige el tráfico inexistente, imaginario, de la plaza. Los aviones del ejército llevan todo el día de maniobras, sobrevolándonos ruidosamente. Entro a un bar y me pido un refresco. Las mesas están decoradas con ilustraciones de diferentes temáticas: la mía es de arte, y estoy con la Monna Lisa; en la de al lado, de cine, está Marilyn Monroe. El Betis juega contra el Manchester United, aunque los parroquianos están más centrados en la charla y el alcohol que en el fútbol. La única mujer que hay dentro del bar es la camarera; las demás están fuera, en la terraza. Ellos están solos; ellas, reunidas. Sigo siendo un desconocido, sigo recibiendo las mismas miradas recelosas. Mañana me voy de aquí. Después de esta semana, concluyo que es un acierto volver a casa cada día, aunque implique una hora y cuarto de carretera. El partido está a punto de terminar y el Betis sigue perdiendo. Hoy he visto dos conejos muertos.

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Es un hostal moderno, sin recepción, solitario. No echaré de menos el miedo a toparme con un muerto al salir del ascensor.

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Balance del fin de semana en Lisboa: bastante euforia y solo una pizca de arrepentimiento. Qué bien me llevo últimamente conmigo mismo.

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Me he cruzado con un antiguo profesor, al que en su día le temblaban ligeramente las manos. Hoy, al verme, me ha puesto una mano en el hombro: el temblor se ha agudizado, y ahora intenta disimularlo.

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¿La importancia de los detalles? Bueno, tengo un ejemplo a mano: me turno con un compañero de trabajo, cada día conduce uno, y al tercer día ya ha aparecido con un disco nuevo en su coche, de un grupo que creía que podía gustarme. Hecho esto, ¿acaso importa que haya acertado?

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Me torcí el dedo pulgar de la mano derecha. No es nada grave, tan solo me recetaron una pomada antiinflamatoria durante varios días. Ahora no me duele, pero la inflamación no ha remitido del todo; puedo escribir a mano, firmar, pero con menos soltura de lo habitual. En su día ya me hicieron una radiografía y me dijeron que no tenía nada, y no tengo ganas de volver al médico para que me repitan lo mismo. El cuerpo se va transformando (va sumando averías) con el paso del tiempo, nada más.

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Puedes ignorarlas, pero las anginas siguen ahí, igual o más inflamadas.

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Basta de achaques.

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A las cinco y media de la mañana los desconocidos, desconfiados, se saludan, y los semáforos resultan absurdos. Las gasolineras abandonadas sirven de aparcamiento para los trabajadores a los que no les toca conducir ese día, y un charlatán puede ayudar a luchar contra el sueño, puede llegar a agradecerse. Conductores con la mirada enajenada, cargada de odio y de prisa, adelantan por la derecha o por la izquierda. No se conduce, se planea, y la música suena mejor. Las señales de tráfico resplandecen, y se recuerda, cuando no se ha dormido lo que se debía, a los que murieron prematuramente en la carretera.

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Me ha funcionado la broma con quien quería que me funcionase: día redondo.

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He conocido a un hombre que anunciaba anécdotas que luego dejaba a medias. Empezaba una y la interrumpía con otra. El caso es que no sé si era por los nervios o por la ambición.

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Treinta y tres años: a la tortilla ya se le ha dado la primera vuelta.

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Siempre hay alguien más viejo que tú. Siempre hay alguien a quien le jode la bromita sobre el paso del tiempo.

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Miembros de diferentes sindicatos vienen a vernos (somos los nuevos: carne fresca) para vendernos su producto. Uno de ellos, cuando nos explica cómo cobran las cuotas del sindicato y de los seguros, bromea: «¡Esto no se lo contéis a Hacienda!». He aquí un ejercicio de transparencia.

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Domingo de poca resaca y sol. Tengo ganas hasta de que llegue el lunes.

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