Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Sociedad del espectáculoLetrasNotas sobre Tomas Tranströmer

Notas sobre Tomas Tranströmer

1

La concesión del premio Nobel a un poeta siempre suele provocar la misma reacción de desconcierto. Aún recuerdo las bromas que se produjeron en una tertulia radiofónica cuando alguien leyó la noticia de que se le acababa de otorgar el premio Nobel a Seamus Heaney (“¿Pero quién coño es ese tío?”, dijo un periodista especializado en información parlamentaria). También recuerdo los penosos juegos de palabras que hicieron algunos periodistas sobre Wislawa Szymborska en otra tertulia de la radio (“¿Sin vodka? ¿O es sin boca? A ver, repite ese nombre, que no lo he entendido bien”). Y estoy seguro de que las mismas bromas desdeñosas se produjeron cuando ganaron el Nobel Czeslaw Milosz, Joseph Brodksy, Derek Walcott o Jaroslav Seifert. “¿Pero quién coño es este tío?”. “A ver, repite ese nombre, que no lo he entendido bien”.

 

Imagino que eso es más o menos lo que ha ocurrido en España con la concesión del Premio Nobel de Literatura al poeta sueco Tomas Tranströmer. En España calculo que había quinientas personas –mil, si nos ponemos optimistas- que hubieran leído alguno de sus poemas o que conocieran su nombre. Ni una más. Pero eso es lo habitual cuando se trata de poesía, de buena poesía, se entiende. La poesía interesa poco al lector medio porque no distrae ni permite pasar el rato, sino que exige un alto esfuerzo de atención y de concentración, un esfuerzo que no es muy distinto del trabajo de atención y concentración que exige componer un poema. El buen lector de poesía debe participar con sus cinco sentidos en la lectura de un poema, y de alguna forma debe recomponerlo en su interior y revivirlo y reconstruirlo con la ayuda de su memoria y su imaginación y su experiencia vital. Se dirá que eso es lo mismo que hace un buen lector con una novela o un relato, y es cierto, solo que el poema exige mucha más contribución por parte del lector: mucha más atención ensimismada, mucha más vibración interior, mucha más memoria estremecida. Sin esas aportaciones que surgen de lo más profundo del lector es imposible entender la buena poesía. Un lector mediocre puede disfrutar con Joaquín Sabina, pero solo el buen lector puede disfrutar con Tomas Tranströmer. Es tan simple como eso.

 

 

2

 

La biografía de un poeta nunca explica por completo su poesía, pero la ilumina y nos la hace entender mejor. Sabemos que el abuelo de Tomas Tranströmer era práctico de puerto. De niño, Tranströmer coleccionaba insectos y estaba fascinado por la Historia Natural (la mirada de Linneo no anda muy lejos de la mirada de Tranströmer). Su familia procedía de una isla del Báltico. En el colegio, un compañero de clase se dedicaba a maltratarlo y a hacerle la vida imposible. Su padre se fue de su casa cuando Tranströmer era niño, y el abuelo que había sido práctico de puerto, y que tenía 71 años más que su nieto, fue su padre sustitutivo, su amigo, su protector y su compañero de juegos. Más tarde, Tranströmer estudió Psicología y trabajó como monitor en centros de reclusión de delincuentes y en hospitales. Y al mismo tiempo, Tranströmer aprendió a tocar el piano. Y un día, cuando tenía 60 años, Tranströmer sufrió un ictus que le paralizó medio cuerpo –el costado derecho- y también le impidió hablar. Pero él siguió tocando el piano con la mano izquierda.

 

¿Se pueden conectar estos hechos? ¿Son válidos para juzgar una obra poética? Sí y no. Pero podemos reconstruir con ellos esa figura secreta que revela el espíritu de una vida, como esa figura en la alfombra de la que hablaba Henry James. Y entonces vemos en Tomas Tranströmer una serie de presencias que lo acompañan, o por decirlo de otro modo, una serie de motivos musicales que se repiten a lo largo de su vida. Primero, abandono y pérdida, pero también afecto y comprensión. Y luego el deseo no de ayudar ni de proteger, sino de comprender. Y la música que suena siempre al fondo de esa vida, pero hay que tener cuidado con esa música, porque no es una música altiva ni orgullosa, sino una música pudorosa que escucha y comprende, en vez de anunciarse a sí misma o recrearse en sí misma. Y también recorre esa vida una mirada que une pasado y presente, todo lo vivo y todo lo muerto, porque esa mirada detecta la presencia de lo desconocido bajo la superficie de las cosas, igual que el niño Tranströmer había detectado la presencia de los insectos bajo las rocas y las hojas secas de un jardín. Y por último, en esa vida, está el mar, una presencia constante del mar sacudido por las tormentas y las heladas que se abatían sobre la isla del Báltico donde el abuelo de Tranströmer era práctico del puerto. Pero ese mar de Tranströmer no es solo agua salada, sino un elemento mucho más complejo, ya que ese mar, de un modo inexplicable que solo puede explicar la poesía de Tranströmer, también está habitado por los insectos y los sueños y los recuerdos.

 

Así que podemos imaginar a Tranströmer como alguien que posee la mirada de Linneo, pero que también escucha a un delincuente juvenil mientras echa de menos a su padre y recuerda los giros arcaicos con que le hablaba su abuelo, aquel práctico del puerto que tenía 71 años más que él. Y cuando Tranströmer acaricia las teclas de un piano con su mano izquierda, sabemos que está escuchando la música que surge del piano con la misma atención con que Linneo contemplaba las campánulas de la tundra que acabarían siendo la Linnaea borealis en sus estudios de botánica. Porque la imaginación de Tomas Tranströmer es una fuerza magnética que se desplaza con gran facilidad a través del agua y del hielo, pero también a través de la música, y el pasado olvidado, y la superficie de las cosas. Y la energía que desprende esa fuerza magnética se condensa en los sueños, unos sueños de una materialidad tan densa como el hielo, o incluso la electricidad estática que precede a una tormenta. O la luz remota que llega de una constelación.

 

 

 

3

 

Una noche de los años 50, en Huelva, Tranströmer levantó la vista al cielo y vio un grupo de estrellas que formaban la imagen de un caballo: “un caballo silencioso, centelleante y negro”, un caballo que había arrojado a su jinete y que ahora vagaba libre por el cielo. A aquel grupo de estrellas que nadie había visto, Tranströmer decidió darle el nombre de una constelación: ‘El Caballo’. Y así lo contó en un poema que tituló en español, ‘Caprichos’, en su libro Secretos en el camino. Por entonces, Tranströmer era un joven de veintipocos años que acababa de graduarse en Psicología y trabajaba en un centro para delincuentes juveniles. No sé por qué, pero me imagino a Tranströmer intentando hacerles ver a los chicos del reformatorio que bastaba con que se pusieran a mirar con intensidad, más allá de los muros, más allá de las rejas, para que vieran un gran caballo que corría sin jinete por el cielo.

 

 

4

 

Casi todos los estudios que se han publicado sobre Tranströmer lo definen como un poeta metafísico. En rigor, si nos atenemos al significado aristotélico del término “metafísica”, toda la poesía es por fuerza metafísica, porque cualquier poema trata de unos temas que no pueden ser verificados por la experiencia científica. Pero el término, a lo largo del siglo XX, ha adquirido un significado nuevo, porque ahora se refiere a la poesía que indaga la existencia de Dios. Y para ser un poeta metafísico no hace falta creer en la existencia de Dios, sino tan solo hacerse la pregunta y ahondar en ese hueco, en ese misterio, que plantea la existencia de una dimensión superior a la nuestra o una realidad trascendente que no es la de este mundo. En este sentido, Machado y Juan Ramón Jiménez y Cernuda son poetas metafísicos, aunque no lo son ni Lorca ni Alberti. Y tampoco lo sería Ángel González, aunque sí Claudio Rodríguez.

 

Tranströmer no es un hombre creyente –o si lo es, nunca lo ha expresado en sus poemas-, pero su poesía está impregnada de una misteriosa presencia de lo divino. Quizá su costado derecho, el paralizado, no cree en ninguna realidad trascendente, pero el costado izquierdo, el que puede tocar el piano, no deja de hacerse preguntas. Y a veces encuentra una respuesta: “Y el Dios de lo profundo llama de lo profundo: ‘¡Libérame! ¡Libérate a ti mismo!’”, dice uno de sus poemas. La poesía de Tranströmer vive en lo profundo. Y allí siempre hay un Dios, aunque sea un Dios asustado que gime para que lo liberen de su obligación de ser Dios.

 

 

5

 

Y aquí entramos en el dominio de los sueños, tan importante en Tranströmer. En uno de sus poemas inspirados por sus sueños, Tranströmer escribió: “Existía la belleza de los milagros”. Me gusta ese verso. Tranströmer sabe que los milagros solo ocurren en los sueños, pero mientras el sueño dure, y la poesía lo registre, ese milagro es real. Y entonces cesa la angustia. Y la oscuridad retrocede. Y los muertos resucitan. Y Dios vive. Y el piano suena con todas sus notas, porque la mano derecha, la muerta, la inútil, la que ya no sirve para nada, de pronto también está acariciando las teclas del piano. Y todo lo vivo, todo lo que existe, vive ahora en lo profundo, allí donde sí hay Dios.

 

 

6

 

A causa de la presencia de los sueños, se suele asociar la poesía de Tomas Tranströmer con el surrealismo o el imaginismo de los años 20, pero esa asociación es un error. Es cierto que la poesía de Tranströmer está hecha de imágenes, de una larga cadena de imágenes que se acoplan y se fecundan y se destruyen, de una forma muy parecida a como se acoplan y se fecundan y se destruyen los insectos que viven bajo las rocas y las hojas secas. Pero las imágenes de Tomas Tranströmer no son gratuitas ni caprichosas –y en el fondo banales-, como ocurría en el surrealismo, porque hay una conexión lógica que las une, por muy subterránea que sea esa conexión. Un poema de Tranströmer contiene este verso: “Con mil manos que conectan en falso la anticuada central telefónica de los nervios”. La central telefónica de los nervios. He aquí una metáfora poderosa de la inteligencia conectiva de un poeta.

 

 

8

 

En los ideologizados años 60, Tranströmer fue criticado en Suecia por su falta de compromiso político. Pero esa misma falta de compromiso político es una garantía de autenticidad creativa. En una sociedad más o menos estable, en una sociedad sin graves problemas, manifestar el compromiso político con determinadas ideas –de izquierda o de derecha- siempre es una forma de engañar a los demás y de engañarse a sí mismo. En el fondo de su corazón, el artista verdadero desconfía de las ideas. Sabe que se puede hacer poesía con un abuelo que habla un idioma arcaico. O con un piano tocado por una sola mano. O con un niño que mira asombrado un termitero. Pero no se puede hacer poesía con nada que tenga que ver con la lucha por el poder.

 

Jesús alzó una moneda

con perfil de Tiberio;

un perfil sin amor,

el poder circulando.

 

El perfil sin amor de una moneda de Tiberio. He ahí el compromiso político de Tomas Tranströmer. El altivo desdén ante el poder circulando.

 

 

 

9

 

La obra de un poeta no termina en sus libros, sino que también contiene la historia de cómo los hemos leído. Hace unos veinte años leí los primeros poemas de Tomas Tranströmer en un libro que me regaló una amiga irlandesa: Orna McSweeney, que vivía cerca de nuestra casa, en la costa de Sligo. El libro era una antología de poesía universal, The Rattle Bag, hecha por dos poetas que fueron muy amigos, Seamus Heaney y Ted Hughes, los dos merecedores de ganar el Nobel aunque solo lo obtuvo uno de ellos, Seamus Heaney, ya que Ted Hughes había sido el marido infiel de Sylvia Plath y todo el mundo lo culpaba del suicidio de su esposa en un frío día de febrero de 1963. Para mí, Ted Hughes es un poeta colosal y bastante mejor que su amigo Heaney, pero era evidente que nunca podría ganar el premio Nobel, porque de alguna forma había sido proscrito por las feministas de medio mundo, así que los académicos de Estocolmo, que suelen ser gente precavida, procurarían olvidarse de él para no buscarse problemas. Y así fue: Ted Hughes se murió sin haber ganado el premio, en 1998, después de haber publicado un libro magistral, Cartas de cumpleaños, dedicado justamente a la memoria de Sylvia Plath.

 

Pero en la antología de Hughes y Heaney había una pequeña sorpresa: tres poemas de un sueco que para mí era desconocido, Tomas Tranströmer. No recuerdo en qué lugar los leí, tal vez en el ferry que iba de Irlanda a Bretaña, pero sí recuerdo que en aquellos poemas había un tren detenido en medio de la nieve, y un coche que derrapaba en una carretera helada, y una frase que subrayé a lápiz hace al menos quince años, “Los muelles envejecen más deprisa que los hombres”, y que ahora que he visto cómo yo mismo iba envejeciendo, aunque fuese mucho más despacio que los muelles de madera, todavía me parecía mejor que la primera vez que la leí. Luego leí otros poemas de Tranströmer en inglés, en muy buenas traducciones de Robert Bly, y me encontré con una poesía empapada de hielo, silencio, barcos e islotes, una poesía que me pareció muy nórdica –y lo digo porque no todos los poetas nórdicos tienen que parecerlo, y ahí está, para demostrarlo, el danés Henrik Nordbrandt, que parece un poeta mediterráneo-, ya que en ella aparecía una quietud que no sé por qué asocié con la fe luterana, esa fe de iglesias austeras y paredes desnudas y hombres vestidos de negro. Pero lo sorprendente de aquella poesía era que esa misma quietud parecía traspasada por una luz muy carnal y hasta barroca, como si la poesía de Tranströmer fuera un paisaje helado iluminado por un enorme arco iris.

 

 

10

 

Mientras escribo estas notas sobre la poesía de Tomas Tranströmer, estoy escuchando a Glenn Gould tocando una sonata de Scriabin (la número tres en fa menor). Y se me ocurre que la poesía de Tranströmer opera algo muy parecido a lo que hacía Glenn Gould con la sonata de Scriabin. Glenn Gould no amaba demasiado la música romántica ni simbolista. Scriabin, además, era un músico con fama de raro que componía unas piezas sombrías y empapadas del misticismo morboso tan típico de finales del siglo XIX. Al final de su vida, que no fue muy larga, Scriabin trabajaba en una pieza orquestal que había decidido llamar Mysterium. Ese Mysterium pretendía fundir todas las artes humanas en una sola y debía obrar sobre la humanidad el efecto de un nuevo Apocalipsis. Scriabin se había propuesto representar su Mysterium en el Himalaya, porque quería que fuera una nueva religión que anunciase a los cuatro vientos la llegada de una Nueva Era. El proyecto de Scriabin nunca se realizó, por supuesto, pero Scriabin estaba convencido de que algún día llegaría a ser posible.

 

Glenn Gould desdeñaba los delirios visionarios de Scriabin, y es posible que desdeñase también su música sombría y arrebatada que de algún modo estaba destinada a sonar en el Himalaya para anunciar a la humanidad la llegada de una Nueva Era del Espíritu. Glenn Gould prefería la música de Bach, que a él le gustaba interpretar de un modo muy peculiar, con el tempo mucho más lento, para que adquiriera una resonancia más abstracta y misteriosa.

 

Cuando tocaba la sonata de Scriabin, Gould la sometía a un proceso de abstracción. La hacía más fría, más racional, más nítida. No quería que sonara en el Himalaya, sino en un estudio de televisión, entre cables y micrófonos. No quería que anunciara una Nueva Era, ni un Apocalipsis, sino que se adentrase en el gran enigma de este mundo con el propósito de dispersar la oscuridad y de aclararnos qué hay allí. El gran enigma es el título del último libro de Tranströmer, publicado en Suecia en 2004.

 

Cito esto porque Tranströmer –ya lo he dicho- es pianista. Y su poesía hace con la vida lo mismo que hacía Glenn Gould con la música de Scriabin. La hace más nítida, más transparente. La ilumina con la fuerza de un haiku, solo que la luz que utiliza Tranströmer es una luz nórdica, una luz polar, una luz que a menudo tiene la fuerza de un relámpago.

 

 

11

 

“Siento esa hondura en la que uno es amo y cautivo, como Perséfone”. He aquí a Tranströmer. La hondura. Y el poeta que es amo y cautivo de esa hondura. Como Perséfone, la reina de los muertos que algún día regresa al reino de los vivos. Y como un piano que alguien toca con una sola mano, porque ahora ya todos sabemos que existe la belleza de los milagros.

 

Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) es narrador y poeta. Vive en Sevilla desde 1989. Sus últimos libros son la novela Pregúntale a la noche y el libro de poemas Pero sucede. En FronteraD escribe el blog Terra Incognita.

Más del autor

-publicidad-spot_img