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Mientras tantoNoticias de granja y noticias salvajes

Noticias de granja y noticias salvajes


 

«Sostenía así apasionadas discusiones sobre el futuro de una sociedad donde no acontecerían las cosas sino donde el mismo acontecer sería planificado, producido, distribuido y puesto a la venta; disertaba por escrito en los exámenes acerca de la noticia como algo activo y con movimiento propio, la noticia animal, la noticia de granja frente a la tradicional noticia como flor silvestre que el periodista iba a recoger al campo».

 

Es un fragmento de Lo Real, una novela de Belén Gopegui publicada en 2001. Cuenta las aventuras de un chico que estudia Periodismo en la Universidad de Navarra, la del Opus Dei, a mediados de los años setenta, con más vocación, al parecer, de trabajar en un gabinete de prensa que de ejercer el periodismo puro según el ideal romántico que casi todos tenemos dibujado en la cabeza cuando paseamos por las aulas de la Facultad o incluso conservamos una década después de haberlas abandonado, aunque pocas veces lo pongamos en práctica. Casi nunca. Sentimos que nos ha invadido un totalitario espíritu burocrático. Y con el adjetivo “totalitario” sólo queremos ocultar nuestra culpa que, como todo el mundo sabe, no reside en nosotros, sino en “el sistema”. Es una ironía. O puede que no.

 

El primer trabajo de Edmundo, que así se llama el clarividente protagonista de la novela de Gopegui, se desarrolla en el gabinete de comunicación de una compañía farmacéutica. Justo ocupa ese puesto en los años en los que aún no se habían definido muy bien las funciones de las oficinas de prensa y cuáles deberían ser las estrategias para tener éxito. Tampoco se sabía en qué debía consistir éste. Pero él tenía algo más que intuiciones sobre lo que había que hacer. Páginas más adelante leemos que, para diseñar su estrategia de comunicación:

 

“Acudió a su teoría de la noticia de granja y contó cómo en otros países se empezaba a ofrecer a los medios un repertorio amplio de medicamentos nuevos, dietas o investigaciones acerca del futuro de las enfermedades».

 

Para venderlos, obviamente.

 

Está claro que Edmundo quería subirse a esa ola. No por la empresa, sino por él mismo: quería sentirse poderoso y para eso tenía que lograr ser él el fabricante de las noticias, hacedor de la realidad.

 

Cinco meses después, sus conquistas eran pequeñas, pero muy visibles: en un reportaje sobre diseños de medicamentos y sus envases, había logrado que un 30% de las fotografías fueran de envases o de píldoras del laboratorio para el que él trabajaba. Además, en la historia, la mayor parte de las anécdotas, frases y ejemplos provenían de uno de sus investigadores al que nuestro protagonista había «educado» para lanzar las ideas que serían más sugerentes a oídos de un periodista. Eso es, al final, lo esencial: los asesores de comunicación tienen la importantísima misión de modular los mensajes de los altos cargos de las empresas para las que trabajan. Para lograr más “visibilidad” y, también, para no verse obligados a hacer la llamada de turno para aclararnos que nuestro entrevistado “en realidad no quería decir eso” sino una cosa mucho más políticamente correcta, aunque, quizás, sólo si tenemos suerte, con el mismo relumbrón.

 

Pero la de la farmacéutica sólo fue una etapa. Edmundo llegó mucho, mucho más allá: a las campañas de imagen de tapadillo, a mover hilos sin que se notara, a elaborar discursos que acababan por calar, pero sin que nadie se diera cuenta de cómo había sucedido tal cosa. Para ellas usó la información que, desde que era casi un adolescente, fue acumulando de la gente que tenía a su alrededor, gran parte de ella muy poderosa, puesto que Edmundo es el hijo que uno de los condenados por el caso Matesa. Información es poder. Toma topicazo.

 

Más de treinta años después de la época en la que transcurre el arranque la novela de Belén Gopegui, mucho más rica en temas que el que hemos destacado en este artículo -éste ni siquiera es el más importante, va apareciendo en los márgenes, aunque éstos sean muy gruesos-, en los periódicos y en el resto de medios de comunicación abundan demasiado las «noticias de granja». Noticias prefabricadas. Noticias pensadas en el seno de las empresas para colárnosla y, así, ahorrarse, o reducir al máximo, los costes de publicitarse, aunque éstos cada vez sean más pequeños. ¿Para qué van a poner un anuncio si un periodista cuenta en una columnita las características del producto que está lanzando la firma calcando la nota de prensa que le llega por correo electrónico, sin levantar el teléfono ni el culo de la silla?

 

Una información (o algo con apariencia de tal), sí, todavía hoy, tiene más poder de convicción que un anuncio. El periodismo aún conserva una especie de aura de pureza, de independencia, aunque parezca muchas veces en vías de extinción. Y es así porque en muy pocas ocasiones hacemos el esfuerzo de comparar, analizar y dar al lector una información de verdad útil. 

 

¿Alguien ha hecho el cálculo de cuánto le habría costado a Apple contratar el espacio que todos los medios de comunicación le han dedicado de manera gratuita? Tenemos un dato: en 2012 gastaba la mitad que sus rivales en publicidad. Esperemos que a sus responsables de comunicación les hayan pagado un buen bonus. 

 

Los gabinetes de prensa nos ayudan mucho, nos proporcionan gran cantidad de información, nos ponen a gente al teléfono que de otra manera sería imposible. Pero ahí no termina nuestro trabajo. Eso hay que tenerlo claro. Eso, y llevar el espíritu crítico siempre encendido. En definitiva, hay que mojarse el culo e ir a la selva a buscar noticias silvestres, salvajes. 

 

En definitiva, la relación de los periodistas con los responsables de comunicación tiene que ser dialéctica, de cierto conflicto. No es malo. Es muy sano. 

 

En una enésima vuelta de tuerca, los anuncios publicitarios con periodistas de protagonistas comienzan a ser una invasión. Fíjense. Seguro que es así porque dan un plus de credibilidad al spot. Hay que guardar un poco las formas, aunque el cheque sea sustancioso. 

 

Como hemos dejado caer líneas más arriba, lo peor sucede cuando ni siquiera hay transacción de por medio. Cuando los medios se llenan de publicidad encubierta por la desidia o pura comodidad de los periodistas. O por la escasez de éstos en las redacciones.

 

Estos síntomas de la degeneración no cobran forma sólo con el periodismo de productos (tecnológicos, de belleza, de moda, de lujo, de viajes, de vuelos…). Ni siquiera es la deriva más preocupante. Algunos gabinetes de prensa, y nos referimos a los de las grandes empresas, tienen más trabajadores que los propios medios de comunicación. Desempeñan la ardua tarea de fabricar la realidad con la presión de tener que adelantarse a los propios periodistas. Tienen que capturar la noticia silvestre, domesticarla y convertirla en una de granja. Tienen que controlar el relato y la información. Al final, les es muy fácil: sólo hay que recordar el concepto de hegemonía de Gramsci y, sobre todo, las teorías de Marx, que afirmaba que la idea dominante en una época es, siempre, la idea de la clase dominante en esa época. 

 

Insistimos: ocurre no sólo con bienes de consumo. De hecho, estamos ciertamente prevenidos contra quienes nos pretenden vender algo. Cuando incurrimos en el pecado de la publicidad encubierta lo hacemos a sabiendas y los oyentes, televidentes y lectores se huelen cuándo les quieren dar gato por liebre. No estamos tan prevenidos, no tenemos tantos mecanismos de defensa contra la difusión de propaganda sobre los eventos, sobre lo que sucede. En demasiadas ocasiones convertimos versiones, interpretaciones, o relatos parciales en la verdad de las cosas, cuando esa verdad nunca se alcanza: es una búsqueda constante. 

 

El relato de cualquier guerra, sobre los conflictos entre Estados y empresas, respecto a la responsabilidad de la crisis económica y el modo en el que hay que resolverla, en el análisis de la última crisis Argentina y la devaluación de su moneda, sobre los grandes hombres de Estado, sobre nuestra propia historia…

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