Madrid, 16 de enero de 2024
La novela puede comprender mucho, atesorar variados matices. Hay novelas que, por su cadencia, como un bajo continuo, se parecen extraordinariamente a los poemas (como hay poemas que, aunque sean muy narrativos y se expresen en un tono conversacional, no por eso dejan de ser auténticos poemas). Hay novelas que se muestran como delicados cuadernos de apuntes, como atentas anotaciones, como corteses diarios. Suelen ser breves y no saben a poco, pues de excederse empacharían. Otras novelas son ensayísticas, y aun con su grato aderezo de ficción se mantienen como ensayos –si bien concediendo segmentos al género novelístico-, pues lo ensayístico puede mucho y es capaz de, si no anular, sí ensombrecer la condición novelística. También disponemos de novelas históricas, biográficas, que recrean los sucesos del mundo, superando esa primera proposición del Tractatus de Wittgenstein: «El mundo es todo lo que acaece». El juego de la ficción que aporten debe ser, eso sí, verosímil. De forma que hay cuantiosas posibilidades que pueden caracterizar a una novela.
Pero existen otras novelas, las más grandes, que son un todo perfecto; ellas palpitan como un organismo complejo, laten como mi corazón o como el tuyo. Novelas en las que uno se puede identificar como en la vida más lograda, como en una existencia, ay, que jamás se puede poseer con exactitud a no ser en la esencia de la novela; la cual, sin embargo, puedes vivirla bajo cierta sensación como si fuese tu propia vida sucediendo milagrosamente entre las manos que asen el libro y el almohadón, a la discreta luz de una confortadora lamparita.
De estas novelas excelsas hay pocas. Y pocos son los novelistas que consiguen una novela rotunda. Digamos ya un soberbio nombre de novelista extremo: Gonzalo Torrente Ballester. Varias novelas, de las muchas que tiene -su obra es prolífica- he leído de este escritor. Ya no recuerdo cuántas. Mas todas me han dejado una excelente sensación al irlas degustando. Me acuerdo de La isla de los jacintos cortados, que fue Premio Nacional de Narrativa (Torrente recibió numerosísimas distinciones), de Don Juan, que fue bastante incomprendida, de El Hostal de los Dioses amables, resultándome tan sugerente que me quiere sonar que me inspiré en ella para realizar una creación mía; y, por supuesto, Los gozos y las sombras, trilogía novelística que derivó en una inmensa veneración sentida por mi parte. Primero vi la serie televisiva. El texto es portentoso. En apariencia a la chita callando, se genera una obra maestra al cien por cien.
Su autor está a la altura de los mejores: Galdós, Baroja, Azorín, Unamuno…, aventajando a esos respetables novelistas un poco anteriores a él, y de su misma ideología, como Rafael Sánchez Mazas o Agustín de Foxá, y yo creo que también a los más jóvenes y también muy notables: Luis Martín Santos, Sánchez Ferlosio -hijo de Sánchez Mazas-, Carmen Laforet, Jesús Fernández Santos, Ana María Matute, Ignacio Aldecoa. Mejor que Cela, pienso; novelista de su misma generación.
De la ideología de Torrente Ballester hay mucho que hablar. Él había colaborado en el diario anarquista La Tierra y llegó a ser secretario del Partido Galleguista. Antes del estallido de la guerra civil marchó a París con la intención de realizar su tesis doctoral. Regresó a España, una vez iniciada, y un cura amigo suyo le aconsejó que se afiliara a la Falange para salvar el pellejo. Su padre le había dicho que muchos amigos suyos habían sido fusilados. Conoció a Dionisio Ridruejo y a los entonces afamados escritores falangistas, llegando a colaborar en las revistas del ramo: Jerarquía, Vértice, Escorial. También es verdad que en 1962 firmó un manifiesto en favor de los mineros huelguistas de Asturias, lo que le acarreó perder un puesto de trabajo y el impedimento de seguir colaborando en dos muy importantes medios del momento: Radio Nacional de España y el diario Arriba. Durante la época del gobierno municipal de la alcaldesa de Madrid Manuela Carmena, se especuló con querer suprimir la calle Gonzalo Torrente Ballester en el barrio de Canillejas, por el motivo de haber sido el gran escritor un falangista. Al final se quedó la cosa como estaba. Seguro que no partió tal imbécil anhelo de la propia Carmena, sino, supongo, de un concejal totalmente ignorante de la valía del personaje. Pero el asunto trascendió y salió en las noticias.
Tal vez la hube leído en su tiempo. Si es así, ahora releo Filomeno, a mi pesar, por subtítulo Memorias de un señorito descolocado, que fue Premio Planeta en 1988. Qué diferencia la de un Planeta tan sólido de otro Planeta más reciente; me refiero a La Bestia, ganado en 2021 por una «factoría» de tres escritores que, de modo unánime, firman como Carmen Mola. Una novela entretenida, simplemente. De novelas entretenidas está el mercado lleno. Yo respeto a estos dos escritores: Luis Landero y Manuel Vicent. Este último me gustaba mucho como articulista; ahora cada vez menos, ya que veo sus columnas como gastadas, de expresión exhausta. Las novelas de Vicent sin duda entretienen. Gran parte de ellas está escrita bajo un mismo cliché, repetitivo, si bien con escritura fresca, jocosa. En poco tiempo he leído tres. La última recrea las andanzas de una ilustre paisana de Vicent, doña Concha Piquer. Otra trata sobre Ava Gardner en Madrid, y la tercera sobre un marido de Cayetana, duquesa de Alba, que se salió de cura (ahora no me sale el nombre). Están bien. De algún modo son un tanto autobiográficas. Igualitas en estructura y estilo. De Luis Landero leí hace muy poco su novela, breve, Una historia ridícula. Saboreé su bien acompasado discurso. Pero encontré la pega, una importante pega, de que su acertado desarrollo, conducido con mucha pericia, queda un tanto malogrado por un no muy bien rematado final. Los escritores mencionados en este párrafo están muy lejos de la maestría que muestra tan holgadamente Gonzalo Torrente Ballester en su Filomeno, a mi pesar.
La novela presenta un largo recorrido (más de 400 páginas). Y es densa. Es decir, una miríada de recovecos se va agotando a lo largo de un decurso muy dinámico. Esta obra se abriga en el magma o una lava incesante que cubre el halo unitario de su protagonista, Filomeno, o Ademar, Filomeno a medida que cunde la historia, extendido a las dos mujeres nucleares del relato: Belinha y Ursula; y un refrescante desarroparse se produce gracias a la puntual aparición de los diversos entornos: pazos, localidades, capitales: Madrid, Lisboa, Londres, París. Entornos, y contextos, activados por unas adhesivas (encadenadas) y eficaces frases cortas. La estructura, muy medida, transcurre, sin embargo, naturalmente, como un hálito, una respiración, sin escamotear, oportunamente, alguna que otra tosecilla. Yo he pensado, y bastantes veces lo he dicho, que quizá la mejor novela del siglo XX sea La montaña mágica, de Thomas Mann: la novela del tiempo, a mi entender, cuidadosamente administrado. Pero esa admirable novela del alemán, tal vez se mueva en un tiempo excesivamente acotado, y en un escenario único: el sanatorio de Davos. Filomeno, a mi pesar aborda varios tiempos, resultando de este modo muy vivaz, como el Quijote.
Una novela así, profusamente confidencial, otorga al que la lee enorme compañía, haciéndole participar de la vida, de esas vicisitudes tan humanas que comprende la vida; máxime si es la propia, azarosa, triste y alegre vida de quien la está contando. Produce ese calor, ese asentimiento de un gran film testimonial. Que sea todo un invento no importa nada. Ya se ha encargado la sabiduría del autor, su técnica empleada, de mostrar esa vida con unas facetas determinadas, muy fecundas, siempre comunes con las nuestras. Para identificarnos. Y para recibir un gran consuelo. Cuando en esta novela de Torrente, Filomeno pasa por rachas malas, hueras, incomunicativas, nosotros, que asimismo sufrimos las mismas malas rachas, nos consolamos y pensamos: ¡Anda, si no pasa tanto, Filomeno lo aguanta! En las próximas páginas estará contento. Y así es. Lo que realmente nos consuela no es el malestar ajeno sino la excelente expresión de la novela, su acendrada justeza llevada con audacia, como un gran desafío, al deleite del lector.