Hace años conocí a una morena en un afterjaus y la llevé sobre los hombros a casa al grito de “todo es bueno pa’l convento”. Me había dado el móvil y la dirección de correo antes de desaparecer como las aves de paso, que a veces se van de la cama tan despacio que parece que lo hacen levitando, como la niña del exorcista pero más discretamente. Dejé pasar un día antes de mandarle un sms en el que proponía llevarla a la playa y sacarla a cenar. No le debió de llegar, o yo había cogido mal su número, porque no me contestó. Envié un correo preguntándole si le había llegado el sms, ya que había pasado algo insólito: no me había respondido. Tampoco contestó ese día ni los siguientes, y cada veinte minutos yo abría el buzón alucinado al borde del colapso mientras pulsaba F5 como si no hubiese un mañana. Una semana después envíe un sms en el que le preguntaba si no creía que era poco elegante dejar a un hombre sin el placer, siquiera, de una negativa. Como quiera que tampoco respondió a eso, a los quince días tomé una decisión memorable: dejarla. “Es lo mejor, porque nos estamos empezando a hacer daño”, me excusé. Y abajo aún le mandé una posdata: “¿A ti qué te parece?”.