Ya no me enaltece cualquier meditabundo intercambio de pareceres contigo. Antes, como dice Karmelo C. Iribarren, se trataba de «sacar de ti a esa mala mujer que llevas dentro -como todas, buenísima- para que la disfrutes», pero ya no.
Ahora es un hastío impronunciable, hosco y rastrero, como esos bostezos últimos que le robamos al abatimiento.
Pero es una infelicidad pasajera, que sirve para recordarme lo livianos que son los días dóciles sin tormentas.