Descalzos llegamos, descalzos nos vamos. Polvo somos y en polvo nos convertiremos, como nos recuerdan cada Miércoles de Ceniza. A Carme Portaceli, la directora de Nuestra clase, le preguntaron por qué los actores comienzan descalzos y terminan descalzos, con los pies desnudos: “Porque están muertos”. Entran en escena, se calzan los zapatos de los personajes que van a encarnar y, a medida que van muriendo, vuelven a descalzarse y a dejar los zapatos en el proscenio. Zapatos que, como bocas abiertas, silenciosas, acaso esperen algo: la cortesía de los espectadores, el fervor de los extraños. Al menos, la atención.
Lo que podemos prestarles a los que tanta piel y emoción se dejan para recrear los sucesos de la ciudad polaca de Jedwabne. Antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, 1.600 judíos vivían en el lugar. Sólo siete sobrevivieron al pogromo desatado por sus propios vecinos, salvados por una polaca, Wyrzykowska, que vivía en las inmediaciones. Como se relata de forma pormenorizada en Neighbors, el libro del historiador Jan T. Gross (que compré en Nueva York el 24 de mayo de 2001 y no he empezado a leer hasta que no llegó a Madrid el montaje de Nuestra clase, la obra escrita por Tadeusz Slobodzianek e inspirada en los sucesos de aquellos), en la tarde del 23 de junio de 1941 las tropas alemanas entraron en Jedwabne. Cuando los bolcheviques entraron en el lugar fueron recibidos por una arco de flores y una hoz y un martillo, cuando lo hicieron los nazis pasaron bajo un arco coronado por una esvástica y un retrato de Hitler y una frase: “Larga vida a los alemanes, que nos han liberado del horrible yugo de la comuna judía”. Los vecinos de Jedwabne conocían bien cuáles eran los sentimientos de los nazis hacia los judíos, pero las atrocidades a las que sometieron a sus compañeros de clase, sus vecinos, que culminaron encerrándolos en un granero cedido por uno de los instigadores del progromo y prendiéndole fuego. Más de 900 fueron quemados vivos o asfixiados. La primera pregunta que los fanáticos hicieron a las nuevas autoridades fue si estaba permitido matar a los judíos. La respuesta fue afirmativa, y enseguida comenzó la persecución.
Jakub Kac fue lapidado con ladrillos hasta que expiró. A Elias Krawiecki le apuñalaron, arrancaron los ojos y cortaron la lengua. Cuando vieron lo que estaba ocurriendo, Chaja Kubrzanska, de 28 años, y Basia Binsztajn, de 26, que habían sido madres hacía poco tiempo, ahogaron a sus hijos en un embalse antes de arrojarse ellas mismas al agua. La primera se fue enseguida al fondo. A la segunda le llevó más de dos horas consumar su suicidio en medio de la diversión de varios vecinos que habían acudido a ver el espectáculo. Un episodio que recuerda a Beloved, la novela de la premio Nobel estadounidense Toni Morrison, que narra la historia de una esclava que mata a su hijo para que no corra su misma suerte.
Durante cerca de sesenta años, la vergüenza de Jedwabne (y de otras localidades polacas donde se cometieron atrocidades semejantes) permaneció oculta. Incluso se levantó un monumento en memoria de las víctimas en el que se responsabilizaba a los nazis de la matanza. Hasta que, primero el libro de Gross, luego otros historiadores e investigadores, sacaron a la luz los hechos. La obra de Slobodzianek, como comentó el propio autor el pasado domingo en Madrid, al término de la representación, se estrenó en Polonia en octubre de 2010 y aunque desde entonces suscitó una gran controversia no ha dejado de representarse. Nacido en Siberia, adonde habían sido deportados sus padres, Slobodzianek pasó su infancia a unos cincuenta kilómetros de Jedwabne, pero no supo del pogromo hasta que el libro de Gross empezó a descorrer la cortina de silencio. “La obra incomoda a los polacos, a los católicos, y también a algunos judíos, descontentos de cómo se les presenta”. El autor reconoce que se ha tomado algunas libertades a la hora de componer los diez personajes que encarnan a los compañeros de clase, judíos y católicos, que acaban convirtiéndose en víctimas y verdugos, con fragmentos biográficos tomados de figuras reales y luego incorporados a cada uno de ellos. Pero no hay nada inventado: las ocupaciones soviética y nazi (Polonia ha sufrido todos los desgarros del siglo XX), el comportamiento de unos y otros los días del pogromo, la posguerra, el juicio a los responsables (en el que muchos testigos acabaron por desdecirse), las vidas que vivieron unos y otros y finalmente la verdad que sale a la superficie y conmociona a la sociedad polaca. Con esta obra, que seguirá en cartel en Madrid hasta el próximo 13 de mayo, como colofón, como catarsis.
Preguntado por la influencia de Tadeusz Kantor en su teatro y en su obra, especialmente por el impacto de La clase muerta, Tadeusz Slobodzianek, un gigante tímido que habla con un hilo de voz, reconoció que hasta que no empezó a escribir Nuestra clase no entendió plenamente la obra de Kantor, donde cada viejo alumno arrastra el cadáver del niño que fue. No se dio cuenta de que “los alumnos se habían matado entre sí”.
Al comienzo de La clase muerta (hay una edición en español, publicada por Alba en 2010, que incluye también Wielopole, Wielopole), escribe Kantor:
“En el último reducto olvidado de nuestra memoria, en algún rincón perdido,
aparecen varias filas de pobres BANCOS escolares de madera…
LIBROS SECOS se deshacen en polvo…
en dos RINCONES, como si fuesen modelos geométricos dibujados con tiza
en la pizarra, se esconce el recuerdo de los castigos sufridos…
el RETRETE escolar, donde se conocía el sabor de la libertad…
ALUMNOS ancianos ante la tumba y los ausentes…
levantan los dedos en gesto universalmente conocido y así lo mantienen…
como si pidiesen algo, algo definitivo…
salen… la clase se vacía…
y de repente todos vuelven…
empieza el último juego de las apariencias…
una gran entrée de actores…
todos cargan niños pequeños, parecidos a pequeños cadáveres…
algunos penden inertes, se agarran con desesperado movimiento, colgados, arrastrados, como si fuesen un remordimiento de conciencia, un estorbo, como si ‘persiguieran’ a estas monstruosas criaturitas…
criaturas humanas que presentan desvergonzadamente lo misterios de su pasado..
con las ‘EXCRECENCIAS’ de su propia INFANCIA…”.
Recuerdo la impresión imborrable que me dejó la obra de Tadeusz Kantor cuando la vi por primera vez, con personajes que todavía me sobrecogen, como la mujer de la limpieza que era como la muerte, el bedel que parecía el reloj de arena del tiempo humano, y la cuna en la que oscilaba sin cesar una bola de plomo como una condena. Y cada uno de los viejos alumnos en que nos habíamos convertido arrastrando muñecos de cera, el cadáver del niño que ellos mismos, nosotros mismos, se habían encargado concienzudamente de asesinar… con nuestras elecciones, con nuestras vidas, estas que hemos elegido o aceptado vivir así…
Hasta que Nuestra clase puso las cosas en su sitio, o le dio una dimensión inimaginable. Sin desmentir aquella impresión, que forma parte de la experiencia teatral instalada en la memoria. La hipótesis brutal del otro Tadeusz, Slobodzianek, de que en realidad aquellos alumnos hubieran asesinado literalmente a sus propios compañeros de clase, como hicieron los vecinos de Jedwabne.
Es una obra que duele ver, son tres horas que dejan huella. La versión dirigida por Carme Portaceli no tiene la fuerza dramática ni la calidad estética que Tadeusz Kantor y su compañía, Cricot 2, imprimían a sus montajes, pero su verdad, su capacidad para removernos es tal que la convierten en una de esas obras que debemos ver si queremos ver. A juzgar por las palabras y los silencios de Slobodzianek me da la sensación de que tampoco quedó especialmente impresionado por lo que vio en Madrid, y no porque no entendiera una palabra de español. Es difícil competir con la extraordinaria tradición teatral polaca, y su vanguardia.
No hay que desdeñar sin embargo el gran trabajo colectivo armado por Portaceli y su elenco en el apropiado espacio escénico concebido por Paco Azorín. No es de extrañar que, al término de la representación, los actores celebren la ducha como una necesidad doble: limpiarse del esfuerzo y de los rastros de sus personajes. Aunque los cuajarones de sangre y los hematomas sean imaginarios. Todos los intérpretes merecen ser mencionados: Jordi Bunet como Abram (que se salva por huir a Nueva York, donde se convierte en rabino y destapa la caja del horror: escribe al Gobierno polaco tras encontrarse en su ciudad de adopción con una compañera de clase polaca, que acogió a vecino judíos y le cuenta todo lo ocurrido), Ferran Carvajal como Heniek (el cura, que retrata las complicidades y mentiras de buena parte de la Iglesia católica polaca), Roger Casamajor como Menachem (con un riquísimo papel: veleidoso en el amor, testigo de las crueldades de sus compañeros de clase con sus hermanos judíos, se libra gracias a la caridad –y después el amor- de la polaca que en Nueva York tirará del hilo, implacable agente de las nuevas autoridades comunistas que trata de llevar a juicio a sus antiguos compañeros de clase, instigadores y ejecutores del pogromo, para acabar finalmente por alistarse en el Ejército israelí y suicidarse), Gabriela Flores (que de Rachelka se convierte en Mariana, renuncia a su fe y se hace católica para sobrevivir, y termina sus días dedicada al olvido contemplando programas de naturaleza por televisión), Carlota Olcina como Dora (violada por sus compañeros), Jordi Rico como Zygmunt (que se puso primero a las órdenes de los bolcheviques, luego de los nazis y finalmente del gobierno filosoviético instalado al final de la guerra, traidor a todos y uno de los más feroces antisemitas que propagó el odio y la muerte), Xavier Ripoll como Rysiek, Lluïsa Castell como Zocha, Albert Pérez como Wladeck e Isak Ferriz como Jackub Katz.
Leyendo a Kantor entiendo a Solobodzianek: “Los personajes de LA CLASE MUERTA no son individuos unívocos.
Como si estuvieran pegados y hechos de varios pedazos, de los restos de la infancia, de los destinos vividos en una vida pasada (no siempre gloriosa), de sus sueños y pasiones, a cada instante se deshacen y se rehacen, en este movimiento y esta fuerza primigenia teatral, dirigiéndose implacablemente hacia su forma final, enfriándose rápida e irreversiblemente, habiendo de comprender en sí toda la alegría y todo el dolor, ¡TODA LA MEMORIA DE LA CLASE MUERTA!
(…)
estos papeles mal aprendidos se deshacen cada dos por tres, creándose importantes lagunas, faltan muchos fragmentos, estamos abiertos a las conjeturas y los presentimientos;
quizás no se interpreta ninguna obra, y si algo se intenta crear es poco importante con respecto al JUEGO ¡que es lo que realmente se lleva a cabo en este TEATRO DE LA MUERTE!”.
Porque juego es a fin de cuentas lo que vemos en el escenario. Actores haciendo como si fueran otros, representando una obra ante nosotros para entretenernos, para hacernos creer durante un lapso convenido de tiempo que pueden ser otros, y nosotros creérnoslo, y vivir ese momento casi como si fuera una cierta verdad. Por eso, cuando el teatro es bueno y hermoso divierte y emociona, deja huellas profundas, se instala en el lugar de la experiencia.
En las primeras páginas de Neighbors se reproduce un mapa de la ciudad de Jedwabne dibujado por Julius Baker. Me recuerda a la escenografía que Lars von Trier ideó para su película Dogville, una suerte de rayuela existencial, un decorado muy teatral para una película que no sé si en el caso de Neighbors está por hacer o se está haciendo. Al pasearme por las calles de Jedwabne siguiendo el dibujo de Julius Baker, el rabino superviviente, no puedo dejar de evocar lo ocurrido en aquellos terribles días de junio de 1941, en las calles, las plazas, los patios, los jardines y un granero.
Por mucho que queramos zafarnos de nuestra tradición judeocristiana, su enjundia y su genealogía forman parte de nuestra carne como las capas de la madera de un tronco tan longevo como los secuoyas de Muir Woods, vivos algunos desde hace casi 2000 años, es decir, desde los tiempos de Cristo. Por algo son conocidos como Sequoia sempervirens.