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Mientras tantoNuestra vida alegre

Nuestra vida alegre


 

Por este pasillo, pase por acá. ¿Ha venido antes? Veo dos mujercitas orientales, preciosas y semi calatas. Nos han abierto la puerta con remilgos. Es un edificio como cualquiera, con un timbre, sin ninguna señal. Por acá por favor. Mi amigo ha estado buscándolas desesperado. Primero entre sus conocidos de la universidad, luego en los periódicos y en internet, en el Craigslist. Alguien le ha recomendado este edificio por Chinatown. Me ha convencido de acompañarlo. Te aviso que yo no tengo dinero. Tengo, pero no pienso gastármelo en ésto. No puedo gastármelo en ésto (la renta, la cuota de la universidad…). Cuando me preguntan, yo respondo que no me gustan las putas. Me disgusta pagar por un servicio que creo (creía) que podía conseguir de una manera más civilizada.

 

Mi amigo tiene una teoría: sólo se puede conocer una ciudad después de haber ido a sus bares y a sus prostíbulos. ¿Ahora conozco mejor Nueva York? Después de diez incómodos minutos, frente a una señora asiática mal pintada. Al enterarse de que no teníamos dinero no has mandado con un gesto rotundo hacia la puerta. Sólo queríamos conocer, pero vamos a venir después. ¿Conozco mejor la ciudad ahora que he visto las caras de dos muchachas, listas para transportarnos gentilmente a la comodidad de una habitación semi oscura? Sus manos eran suaves, sus labios eran delgados y pequeños.

 

¿Cómo es posible que hayas estado a punto de llevarte a esa chica hacia el cuarto si no tenías dinero? Le pregunto a mi amigo un rato más tarde, comiéndonos un pato pekinés en un restaurante barato en la calle Bleeker. «Nos han podido sacar a golpes», intento explicarle. Como si el hecho de haber querido el trabajo de una prostituta sin pagar, en un departamento oscuro, delante de la cara de los jefes de un negocio clandestino, necesitara mayor explicación. Él sólo hace un gesto discreto con los hombros. Me enseña una débil sonrisa. Sé que en Lima está acostumbrado a mendigar lo que necesita. Algo que yo nunca supe hacer. Me dice que pudo haber conseguido una fellatio gratis si a mí no se me hubiera ocurrido abrir la boca para decir que no teníamos dinero para pagar. «Pero si les decías eso al final, nos iban a golpear…». Él comía su pato y no me respondió.

 

El sexo suele ser urgente. El cuerpo tiende a mandar órdenes que necesitan réplicas instantáneas, satisfacción inmediata. El buen cristiano debe contenerse. ¿Cómo se contiene? Es claro que ni él ni yo éramos buenos cristianos. El poder, el placer, la obligación, la necesidad. Somos animales puros, bestias vestidas de hombres.

 

Hace unas semanas me encontré con un amigo frente a un hotel cerca de Times Square. Pasaba por Manhattan, viaje de negocios. Un hotel de muy mal gusto. Verlo a él y ver aquél hotel me trajo imágenes antiguas. Vino el inevitable «¿te acuerdas?». (Entre dos viejos compañeros siempre vienen dos o tres «¿te acuerdas?»). Aún no habíamos terminado la universidad y nos fuimos con una mancha de amigos a ver las celebraciones de Semana Santa en una ciudad entre las montañas. Fue una excursión mal preparada, pagada a una agencia de viajes que entre mis amigos recordamos con el nombre de «Trafaza Tours». Llegamos mal y tarde, sólo para enterarnos, en la puerta del hotel, que nuestras reservas no habían sido completadas apropiadamente y que no teníamos habitación en una ciudad repleta de turistas. Conseguimos, con suerte, un cuarto en una casa de familia. Maldormimos por dos noches, entre los juguetes de unos niños que se arrimaron en el cuarto de sus padres.

 

Allí, entre la muchedumbre ebria, intenté acoger al espíritu de la Semana Santa. Tenía una cámara profesional con la que intentaba capturar instantáneas religiosas en papel fotográfico mate. A las tres de la madrugada, entré a la iglesia para ver a las decenas de voluntarios encendiendo velas sobre una venerada imagen de la Virgen, para que ella pudiera salir a la mañana siguiente a las calles a llorar por su hijo: el Sacrificado. Las velas, en la oscuridad de la iglesia, le daban un aspecto irreal a mis fotografías. El arte y el sacrificio se fundían en un solo tema y se metían entre las llagas semiabiertas de mi juventud. ¿Era el único limeño en esa iglesia? Habían dos o tres por otros lados, rondando las paredes oscuras, alejados de la Virgen y de las velas, aquellos limeños que pueden pasar como extranjeros.

 

Salí a la vereda, a respirar un poco del aire de la madrugada, cuando un viejo escarabajo rojo me alcanzó. Mi amigo gritó desde el auto y me obligó a subir. ¿A dónde vamos? «Ya vas a ver», dijo él.

 

–»¿Te acuerdas?«, dije. Y cuando bajé al bar del troca me preguntaste si yo me había tirado a la puta y te dije que «claro», y tú me dijiste que sólo ibas a los prostíbulos para conversar con ellas. Tú estás loco.

 

Él sonríe. Sólo pasaba por Manhattan. Ya es otra persona. ¿Soy yo otra persona? Somos dos extraños que conversamos sobre un extraño pasado. Somos sombras, proyecciones, ilusiones. Para eso sirven los «¿te acuerdas?».

 

La muchacha era de Satipo, una ciudad de la selva. La despertaron para que yo me la llevara a las habitaciones. Pagaba por adelantado. Todo estaba oscuro, yo venía de la iglesia. Ella debía de pensar ¿quién es este cristiano que viene enmedio de la Semana Santa? «Yo no fui, me llevaron», suelo responder. Fue una transacción de trámite largo. Me tuvieron que golpear a la puerta para avisarme que mi tiempo se había vencido. «Tienes que terminar, ya se acabó tu tiempo», dijo una boca desde allá abajo. Debe haber estado aún medio dormida. Solía acordarme de su nombre de batalla, pero ahora no me viene a la mente.

 

¿Conozco mejor esa ciudad de la sierra porque he estado dentro de su prostíbulo? Una casona antigua, un portón de fierro pintado de rojo. He estado en tantos otros lados que creo conocer mejor. Pero así dice mi amigo: para conocer una ciudad hay que conocer sus bares y sus prostíbulos. Tal vez ésas es una de aquellas frases que ya perdió sentido. En tiempos electrónicos, el prostíbulo se ha desintegrado. Ahora todas son pequeñas empresarias. Todo se renta online y el cliente tiene la opción de ver antes de pagar. Más saludable, más satisfactorio, mejor para todos. Aunque debe haber aún los chapados a la antigua. Como esos padres que no quieren saber el sexo del recién nacido, otros querrán ir a descubrir, en el último minuto, lo que les depara la noche. Mi amigo se iba por distintos barrios de Newyópolis a seguir pistas del periódico. Siempre se quejaba. Si el decía «Nueva York es una ciudad cara», jamás se refería a los alimentos.

 

Nuestras conversaciones más interesantes eran las que mezclaban el sexo y la literatura. Él me dijo que la mayor calamidad en la historia de las letras había sido la destrucción de los diarios de Sir Richard Burton, con las observaciones y comentarios de sus visitas a los prostíbulos de todo el mundo. Su esposa los quemó, escandalizada, después de leerlos: uno por uno.

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