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Nueva York 1: Preludio

 

En la cuenta atrás de un viaje necesario, donde dejaré atrás dos años de chanclas (Camboya) y seis de contaminación extrema (China), proyecto empaparme de unas necesidades básicas de las que las capitales de la inmensa mayoría de naciones asiáticas carecen: intimidad y cultura. La primera necesidad, salir a pasear siendo ninguneado, será lo primero que haga cuando deje las maletas en el apartamento que me recogerá cada noche y supongo alguna mañana que otra, sito, por cierto, en Manhattan. Pasear; deambular agarrado al instinto, lejos de cualquier mapa de una ciudad que, además, me espera blanca y congelada. Lo de la cultura, que puede sonar a estúpido –la estupidez humana juzga al que busca cultura pero no al que se desprende diariamente de ella– es otra necesidad urgente: Asia, casi en su totalidad, adolece no ya de librerías, teatros, cines no comerciales y museos serios, sino, lo que es peor: carece de artistas, gentes interesadas en el arte, o sea, público potencial; además de lectores, aunque sea de diarios de información general, normalmente manipulada y tendenciosa. Uno apagaría la llama de esta crítica velada recordando que casi todos estos países eran paupérrimos hasta hace nada o lo siguen siendo, en la actualidad. Pero para leer no hace falta dinero: sino ganas de hacerlo, una biblioteca pública cercana o lejana, y un país que haya sido capaz de traducir, al menos, a los clásicos. Luego te pasas por los aeropuertos chinos –China: 25% de la población mundial, no lo olviden– y descubres que el 90% de los libros que se expenden –y ojo: se adquieren– son de autoayuda, sobre políticos elegidos a dedo y convertidos en ídolos de masas, y sobre otro asunto martirizante: la medicina china. El resto, ese mísero 10%, repletos de historias de amor, sobre maquillajes acertados y accesorios ídem, y de cómo hacerse rico en el menor tiempo posible. En Camboya, qué quieren que les diga, ni siquiera se imprimen libros en jemer, salvo contadísimas excepciones. Y lo que es peor: no hay autores ni que valgan ni que no valgan la pena. Como en Tailandia. Y claro, en ese embudo cultural todos estos cientos de millones de habitantes sólo disponen de una salida airosa consigo mismos: abonarse al canal televisivo que emite La Liga y esperar su momento de gloria, que es cuando se cruzan con un español –por ejemplo, el que en estos mismos instantes escribe este texto– y le comentan, emocionados, detalles sobre el Real Madrid, el Barça y la Selección. Joder, que en ocho años y pico dando vueltas por Asia no ha habido una sola persona no ya que me haya preguntado por Pío Baroja, asunto comprensible, es que ni siquiera comentan nada sobre Almodóvar, que es más fácil de digerir que una obra de teatro de posguerra. Por eso, y sólo por eso, Nueva York ayudará a que no se me sigan cayendo los dientes de la cultura. Porque en esas estúpidas clasificaciones que se muestran sobre las clases medias de los países de este mundo –otro error es creerse que la clase media es la clave cuando en realidad el quid de la cuestión es que todos fuéramos autosuficientes, y por ende alegres y dichosos; que la dicha no la da un monovolumen, un iPad, un VPO de dos habitaciones en Sanchinarro y la parejita uniformada en las rebajas de El Corte Inglés– uno se cree salvado si participa de las mismas.

 

Estuve en Nueva York en el 2000, sin dinero y sin la capacidad suficiente para haber entendido qué era aquella gran ciudad, capital del mundo, mal que les pese a algunos. Pero ahora vuelvo de una manera violenta, dispuesto a pasar a la historia si es que directamente no soy detenido. Prometo, y recalco, pasar a la historia. No quedarme corto. Y pasear hasta donde me den los pies, me lo permita el frío necesario y los transeúntes; porque si alguien me detiene en la Quinta Avenida para preguntarme de dónde soy y me habla de Iniesta juro que descerrajaré el primer arma que pueda conseguir. Aunque sólo sea por mantener mi racha literaria-productiva, contando mis anécdotas, reales o exageradas.

 

Por cierto, en estos días que corren en cuenta atrás emocionante envié mis ropajes usados hace ya años en China, donde sí había invierno –invierno nuclear–, a la lavandería, para recibirlos hace escasos instantes con el mismo gesto que debieron poner Sofía, cuando escapó de La Habana a Cayena en busca de su querido e idolatrado Víctor Hugues, y Madame Bovary. Porque en el fondo, todo es un juego de niños (sueños) e intuiciones.

 

 

Joaquín Campos, 04/02/15, Phnom Penh.

 

 

P.D: La regularidad de esta bitácora, que se lleva publicando desde hace años cada martes, pasa a ser engullida por la violencia de todo lo que se me caerá encima a partir del próximo 9 de febrero. Por lo que habrá tantas entradas como anécdotas. Anden ojo avizor.

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