—Seis de la tarde:
Dominado por la resaca de la cafeína tomo el metro –de nuevo– en Lexington con la 53, para descendiendo numéricamente, llegar hasta la Quinta Avenida –¡dichosos mis ojos!, cuando pisé sus baldosas– y la calle 42, que entre pecho y espalda engullían a tropecientos compradores, si no compulsivos, al menos idiotizados. Algunos hasta jaleaban sus gastos, deshaciéndose en halagos a su director de sucursal bancaria que el día menos pensado –que es aquel día en donde o ganas menos o directamente no trabajas– se les presentará en casa como el sacerdote untando ungüentos en nombre de la extremaunción. El frío, pecaminoso, se hacía atractivo: como cuando te doblas el pie en un escalón no visto pero te descojonas apreciando, y además desde el suelo, cómo funciona el mundo, y en especial, sus moradores. Luego entré en el fastuoso recinto que da nombre a la Librería Pública de Nueva York, para úlcera –lo digo por lo de ‘público’, el contenido y su tremendo éxito– de Pablo Iglesias.
P.D: Omití comentar que en no sé cuál túnel –y ya puedo asegurar que es hecho normal y asumido por los pasajeros, que cuando acontece este atentado no abren el pico– el metro se detuvo, y no por espacio ridículo, sino durante, al menos, cinco minutos. Casi me despeloto, agobiadísimo, y destrozo la ventana que señalaba la salida de emergencias. Por bastante menos ya fui abatido, otras veces, por el pánico.
—Siete de la tarde:
La inmejorable Biblioteca Pública de Nueva York –recalco que en semejante palacio no se abona por entrar– atendió la presentación de un libro (In Manchuria, editado en inglés por Bloomsbury Publishing) que sin haberlo leído me permito escrutarlo, gracias a las aportaciones de su autor (Michael Meyer) y su palmero, el humorista Ian ‘Sandy’ Frazier, que además se jactó de ello: de ser gracioso. Antes, una señora de perfecta dicción realizó, subida a un estrado, las presentaciones. Los allí presentes –algo así como 110 personas– esperábamos con emoción, algunos sin ella, la aparición de los anunciados, que como no podía ser de otro modo, se hizo de rogar. En este caso doce minutos.
El autor del libro, Meyer, tomó la palabra y el mando a distancia que iba cambiando diapositivas sobre China, expuestas sobre sus cabezas. Primero, explicó sus años de residencia en Pekín, de donde se sacó un libro sobre la transformación de la ciudad (The Last Days of Old Beijing), y luego se centró en Manchuria, donde vive desde hace seis años. Ni que decir tiene que la charla fue amena, omitiéndose datos que yo siempre considero necesarios: el genocidio chino realizado sobre Manchuria, en el Siglo XVII, donde más de 25 millones de manchúes fueron asesinados; la desaparición de su lengua, cuando China siempre, de cara al exterior, aparenta ser un crisol de etnias; y los ya cansinos comentarios sobre la más cercana invasión japonesa de lo que los nipones denominaron Manchukuo –debe saberse que los japoneses realizaron, a su vez, una salvajada contra la población manchú el pasado siglo. Tampoco se comentó nada sobre la contaminación creciente. Podría asegurar que la presentación del libro de Meyer fue comedida y hasta humorística: por eso lo de traerse a Frazier. En el turno de ruegos y preguntas un señor preguntó por las políticas de Pekín en la zona. La respuesta de Michael Meyer, me dolió: “A los campesinos de la zona sólo les interesa sus cosechas, y por lo tanto, la meteorología”. Le faltó decir que ríos que atraviesan la región van contaminados hasta las cejas, y que las verduras y arroces que riegan acaban envenenadas.
—Ocho en punto:
A las ocho en punto se levantó la sesión, yéndonos los asistentes tras el clásico aplauso a los ponentes. Fuera de la sala, una señora que representaba a la librería 192, vendía libros de Meyer y Frazier, incluyéndose la obra que acababan de presentar. Cuando Meyer salía le comenté que yo también había vivido en China y como resultado, también había escrito y publicado una obra sobre lo que allí acontece. Muy educado, se interesó por el título, quedándose con la sonrisa congelada cuando escuchó la palabra ‘mierda’. Una señora envuelta en lo que bien podía haber sido una camada de zorros me miró asqueada.
Volví a casa caminando, ascendiendo por la Quinta Avenida donde recordé el incidente del metro varado en medio de un túnel, con una calor excesivo y una marabunta de gente imposibilitados de movimiento alguno. Un grupo de niños paseaba junto a mí cuando se desató lo que bien podía haber sido el campeonato mundial de boxeo categoría cadete, ya que dos de ellos comenzaron a atizarse de manera violentísima. Cuando la sangre llegó al río, en este caso a la acera, los demás les separaron. Increíble estampa, justo delante de una joyería con seis tipos de dos metros, pinganillo atado a la oreja y demás atuendos característicos, que hicieron caso omiso a la trifulca estudiantil.
En la calle 52 con la Segunda Avenida me avituallé con una copa de vino de la D.O. Manchuela. Seguía leyendo a Iribarren hasta que un turco quiso hacerse mi amigo. Pero ocurrió lo mismo, lo idéntico, lo de casi siempre: cuando le comenté que en el título de mi primera obra sale la palabra ‘mierda’ cambió su interés por conocerme. Por supuesto no era turco, sino de ascendencia turca. Por lo que la progresía americana le había contaminado de plañideras hasta el último rincón de sus huesos. Lastimosamente he de reconocer que una de las razones de este viaje es encontrar agente literario o editor para la versión de ese libro en inglés. Sin prisa. Y ya puestos, debería haberle cambiado el titulo: de ‘Faltan Moscas para Tanta Mierda’ a ‘En China’. Porque lo aséptico –la globalización, de hecho, lo es– se impone.
Joaquín Campos, 18/02/15, Nueva York.