Tuve que salir porque hay que saber de todo y no acabar enterándote por los demás. Por lo que tras intentos previos baldíos, donde me entraba el sueño antes de la medianoche o directamente escribía estos capítulos en casa, desapegado de cualquier vicio, salvo la botella de vino y la hogaza de pan integral, tomé un metro que ya me resulta mucho más que familiar para apeándome en la West 14 Street buscar el hotel The Standard, que en el año 2002 me sirvió de experiencia vital en la otra costa de los Estados Unidos, concretamente en Los Ángeles. Eran otros tiempos. Y mi manera de entender el mundo, paria.
Me jode llegar tarde a las citas, incluso cuando no conozco la ciudad y nieva de lo lindo, detalles que acontecieron ayer noche, cuando un señor español residente en Nueva York me citó en el citado hotel y yo, diez minutos después de las siete, la hora fijada, tiré la toalla llamándole y confesándole que estaba muy perdido. A todo esto nevaba de manera entre entrañable –para los que sólo ven nevar por la tele– y terrorista. Porque aquello era una locura donde mis zapatos –los que nacen en Málaga y residen en Camboya raras veces calzan botas concordantes con el clima que pisotean– se calaron y la gripe revolcándose de risa sobre mi garganta.
The Standard es un hotel guay. Y con esta terminología vomitiva queda dicho casi todo. Lo peor fue subirnos a la planta 18 –la última– donde un bar modernete servía –ojo al dato– cervezas importadas en vasos de plástico. La tónica del gin-tonic, además, la echaban con manguera. Y a todo esto, la manada de primates (camareros) que nos atendían, por calificarlo de alguna manera, posando, en esa entrañable muestra de la derrota: quisieron ser modelos, actores, a fin de cuentas, famosos, y se quedaron no ya con la miel en los labios, sino con la real derrota que como una herradura clavada en sus sienes, les marca sus quehaceres diarios. Por los siglos de los siglos. Luego me pedí otra consumición, dejando a la mujer sin propina, momento en el que sentí la violencia de su mirada: tendría que haber habido una juez feminista cerca para levantar acta.
Cuando quisimos salir del hotel la nieve sobrepasaba cualquier medida decente. Las calles anegadas, haciéndose imposible apreciar los desniveles, y las aceras impracticables. Máquinas quitanieves recorriendo las calles del Village y yo hundiendo mis tobillos en aquella marabunta blanca. Recalco que nunca he esquiado.
Tras tomar un par de vinos por bares de la zona, donde las pantallas varias emitían sin cesar partidos de la NCAA –la liga de baloncesto de los universitarios–, mi acompañante me llevó a una cena compleja, ya que los comensales se acercaban al centenar, y a mí no son pocas las veces que hasta no me aguanto ni a mí mismo. Tras soportar conversaciones al limbo, la endeblez por los celos de un marido cuesta abajo y sin frenos, y a un gay colombiano que hacía alarde de ser judío y de comprar la ropa “más cara del mundo”, abandoné a la persona que me hacía de guía además de a aquel grupo excesivo. Rondábamos la medianoche y en el colmo de la borrasca comenzó a llover. Para el que no lo sepa –yo me enteré ayer– cuando nieva a lo bestia y luego llueve caminar es una pura entelequia. Y así fue. A la primera que recogí del suelo fue a otra latina: despatarrada. En el colmo del absurdo me comentó si le había visto, en su resbalón, la ropa interior. Para tranquilizarla le dije que era modisto, de bragas, calcetines y camisetas interiores. Y a solas, que es como más me gusta estar, tomé una decisión única: volver a mi barrio, tomando un metro repleto de muchachada. Me apeé en Lexington con la 53 y de manera familiar comencé una preciosa y novedosa ronda de bares que me hicieron llegar a casa beodo pero con el deber cumplido: las aves nocturnas del barrio ya me conocen. Primero entré en un pub irlandés, donde me pedí una cerveza de Maine mientras hombres solitarios bebían y miraban las pantallas de televisión. Entonces me di cuenta de que llevaba en el bolsillo de la chaqueta el libro ‘Sus mejores versos’ de Nietzsche, donde Francisco A. De Icaza, señor que firma el prólogo, asegura que Friedrich era, ante todo, poeta. Sorprendente.
De ahí a otro bar donde me puse a leer, mucho más acorde con la hora y el lugar, el New York Post; un panfleto que se imprime a diario y además cuesta dinero adquirirlo. La camarera me contaba su vida y yo atendía la interminable sección de sucesos del periódico en donde me llamó la atención que se pedía recompensa si alguien encontraba a un tipo que entró en una tienda a robar. La cámara de seguridad lo había pillado. Como la policía de Nueva York te daba 10.000 dólares, y asumiendo que ese señor no debe pasear ni de día ni cerca de centros culturales, me metí en el Turtle Bay por si me lo encontraba. El Turtle Bay es una discoteca con amplia mayoría negra entre su clientela que me ofreció esa pizca de confianza que me quedaba para convencerme de que aún era pronto para volver a casa. Por supuesto que ya no volví a sacar más el libro de Nietzsche. Para cuando quise darme cuenta eran las cuatro de la madrugada que es la hora en la que abandoné la gesta. Las calles eran auténticas avenidas de barro, nieve y sal. En el ínfimo trayecto de aquel antro a mi apartamento chapoteé en medio de aquella masacre. Ya en casa, descubrí que estaba cerca de perder tres falanges del pie izquierdo, entre empapadas y congeladas. Pero me sentía feliz. Lo malo fue despertarse y asumir que un domingo de resaca en Nueva York no deja de ser otra novedad vital.
Joaquín Campos, 23/02/15, Nueva York.