Tomar un autobús desde Nueva York a Boston en febrero –y más en éste febrero de 2015– es lo más parecido a realizar el mismo trayecto en kilómetros tomando como llegada el epicentro del Polo Norte –y la casilla de salida donde ustedes elijan. Porque salimos a –9 desde la capital del mundo, llegando a Boston a –12, y ahora, medianoche de un lunes que ya oficialmente es martes, la cosa decrece de manera provocativa: –16, con trazas reconocidas por los meteorólogos que avisan de que el –20, como poco, se hará efectivo. Y repito, recalco: para uno de Málaga que reside en la jungla camboyana todo esto, sin ser un infierno, no es más que la estación de metro más cercana a la casa de Judas Iscariote.
Antes, muchos antes, tuve que transitar de costa a costa de Manhattan –de la este a la oeste–, en metro y a pata, con un frío –siento recalcarlo tanto, pero es que cuando llegue el verano casi todos lo habréis olvidado– ensordecedor. Luego unos tipos extraños y uniformados –resultaron ser los conductores– me introdujeron en un autobús que a la postre sólo resultó ser un apeadero al mismo. Porque cuando el supuesto chófer narró, a viva voz, que había que mudarse, los que allí creíamos que ese era nuestro asiento tomamos las de Villadiego con la misma eficacia trasnochada de todos aquellos que saltan, dolidos, del asiento del barbero, cuando éste te recorta la patilla hasta el extremo de hacer saltar algo de sangre al espejo donde siempre creíste que sólo se reflejaría felicidad. Nada más volver a tomar asiento, y aceptando la modernidad del wifi durante el viaje, me di de alta como suscriptor en el New York Times, en uno de los escasos casos de ser humano paupérrimo –económicamente hablando–, residente en Camboya, que sin ser periodista ni anglosajón ya ha desembolsado decenas de euros por participar de la guerra mediática entre el Washington Post y el New York Times. Que para mi suscribirse, cuando bebo o tengo resaca, es lo mismo que hacía antes, de joven –bueno, hasta hace un par de años–, lanzándome al abismo de un masaje o de algo mejor (peor) en esos días marcados por el rojo tinto.
Cruzamos a Nueva Jersey y desde allí tomamos dirección norte, siempre cercanos a la costa, apreciándose de manera remarcable como el río Hudson estaba completamente congelado. Espectacular. Luego, a cada milla recorrida, la nieve que se acumulaba sobre los arcenes se iba haciendo cada vez más alta. En esas, una señora que viajaba en la parte de atrás del autobús se acercó al chofer y le imploró porque subiera la temperatura ambiente. El educado conductor lo hizo sin rechistar y yo caí en un profundo sueño que cesó en el momento en que el autobús se detuvo en una ciudad en medio de ninguna parte llamada Hamden, perteneciente al estado de Connecticut. La gracia del asunto, lo fílmico y por supuesto, lo literario, es que la parada se hizo en el aparcamiento trasero de un Burger King, donde una señora obesa recogía viandas desde dentro de su coche. Disponíamos de algo menos de media hora para atorarnos nuestras arterias. Yo, creo recordar que por primera vez en veinticinco años, me pedí un Whopper, que me zampé sin bebida ni patatas fritas en una solitaria mesa trasera mientras veía en la televisión plana una especie de debate político. A los veinte minutos volvimos al autobús, momento en el que nos enteramos de que el baño del mismo había quedado clausurado por avería. Como en los Estados Unidos no sólo es que sean serios, es que, además, van de serios, el chófer propuso quedarnos dos horas en el Burger King hasta que volviera otro autobús con el baño en condiciones de ser utilizado. Pero sin ser nativo, y siendo la primera vez que cogía un autobús en los Estados Unidos, salté como un resorte tras su comentario: “No es necesario; yo creo que todo el pasaje puede ir al baño del Burger King y después continuamos”. Nos quedaban aún tres horas de viaje y el resto de la comunidad aceptó. A partir de ahí, la cosa iba complicándose aún más, ya que todo el trayecto restante se hizo sobre una alfombra blanca: era nieve en estado de congelación. Los camiones nos adelantaban, los tráilers casi, por lo que llegamos a eso de las cuatro y cuarto: con una hora de retraso. Yo he de reconocer que durante la última media hora me estaba meando, pero no habría sido justo echar por tierra el astuto plan que propuse que nos evitó hibernar en una hamburguesería de carretera secundaria de un estado casi impronunciable: Connecticut. Además de que en los Estados Unidos este tipo de negocios, y me refiero al Burger King, tienen prohibida la venta de alcohol, incluidas las cañas. Por lo que mejor nos íbamos.
Por supuesto que entre el pasaje había muestras de dignidad: un italiano, de Lecce, me entró como si fuéramos hermanos –“Spagnolo, ¡fratello!”–; le dije que sí, pero que mido 1’91 y que prefería disponer de dos asientos. Así que hasta luego. Más tarde comprobé como dos bellezas asiático-americanas andaban sentadas a cuatro filas de mí; las muchachas casi me provocaron una torticolis aguda: realmente no sé que pensaran ellas, hoy martes, de mí, si es que aún se acuerdan. Y para terminar, una de Boston que cada vez que nos cruzábamos las miradas me hacía una pregunta diferente. La menos acertada: “¿Eres profesor? Es que lo pareces”. Casi le digo que soy proxeneta y que viajaba a Boston en busca de nuevos valores. Pero uno nunca sabe si un ataque furibundo podía convertirse en una nueva muestra de sabiduría y cordura: algo con lo que enamorar.
Nada más llegar a Boston, tarde, quedé algo confundido a causa de que en los bordes de cada calle, avenida, entre el asfalto y las aceras, se levanta metro y medio, sino dos, de nieve acumulada. La situación visual, aparentemente, no incita a doblar la rodilla ante los que se encienden defendiendo en público el cambio climático. Pero bueno, yo me puse a caminar, comiéndome a posteriori unas ostras fresquísimas en una carta donde resaltaba el ‘pulpo español’, que como no podía ser de otro modo llegó desde Galicia. Me pedí un sauvignon blanc catalán, luego un albariño de las Rías Baixas, que cuando quise darme cuenta estaba pidiendo que pusieran el telediario en un brote ibérico que casi me eriza el vello. ¿O era el frío pasmoso?
Boston debe ser la hostia. Pero cuando salga de su sepultura blanca. En primavera y verano, que me lo cuenten. Ya en mi apartamento me acosté, y a eso de las seis de la mañana, cegado por la luz de la mañana, me fui a orinar y a comprobar en el móvil que la temperatura era de –20: un record para un pobre. Porque la vida es entrar en la normalidad de otros y contarlo como una anormalidad.
Joaquín Campos, 24/02/15, Boston.