Quedas dos noches consecutivas con Forest y no sabes si la cosa va a acabar en la planta de pediatría o en la de psiquiatría. Al menos no me ha brotado otra amenaza de ictus, como cuando tres días antes de que se marchara de Phnom Penh, aquel 2 de enero de 2014, casi casco. Aquello, y he de reconocerlo, debió de tener poco que ver con su huida; más que nada porque el médico me dijo que cesara con ciertos vicios: beber de todo y a todas horas, café casi como alcohol, dormir menos que un insomne, comer sin control, té a mansalva cuando ya el café me ponía la zancadilla, y organizar, de una santa vez, mi agenda. O sea: no llevar catorce proyectos a la vez, aunque entre los proyectos estuvieran incluidos: la búsqueda de editores de libros mientras seguía escribiendo decenas de cosas, la confección y revisión de poemas, las compras y gestión diaria de mi restaurante, relaciones, masajes, administración de recuerdos… Además no hacía deporte, que ellos lo llaman, finamente, sedentarismo.
Debo reconocer que viendo mi cara reflejada en la pantalla del móvil, en aquel autobús con destino Boston, creí ver a un cordero pre-degollado camino del matadero. Luego no fue así. Gracias, esencialmente, a que cumplí a rajatabla mi plan inicial: no caer en trampas, no provocarlas yo, beber controladamente, controlar a la otra persona en su ingesta, y no recibir visitas en mi apartamento bajo ningún concepto o excusa, que por supuesto, las hubo. De todo este reencuentro con Forest nació mi relación con el ‘Neptune Oyster’, un centro culinario a la altura de El Bulli y sin necesidad de deconstruir las cosas; o una bar –como ustedes lo prefieran– muy parecido a los verdaderos que aún quedan en España, centrado en una excelsa carta de vinos y una apoteósica selección de ostras y otros mariscos. Por marcar distancias, me hice fiel a las traídas desde el Japón, conocidas como Kumamoto, que degusté con Forest de manera copiosa. Debe saberse, para los que ahora mismo se apuntan a esta bitácora, que la que tiene nombre forestal ha sido mi pareja, recientemente, por espacio de once meses, tan intensos, que habrían conmutado por otras parejas que mantuve durante años. Además de los dos libros que vienen en recuerdo y homenaje a ella.
El Neptune es su ambiente: único, verdadero; y su barra repleta de ostras, de catorce tipos, junto a algunas almejas y un pulpo perfectamente cocinado traído desde Galicia. Los mejillones, a la altura de los patrios, cocinados con algo de curry tailandés, almendra molida y zumo de limas. Aunque recalco: comer en su barra fue el mejor reencuentro posible con una Forest que traía consigo unos planes diametralmente opuestos a los míos. Toreé, aconsejé de muy buena voluntad y salí airoso. Eso sí, poniéndonos ciegos de albariño gallego, sauvignon blanc catalán, callet mallorquín y tinta de toro zamorano, por medio de su histórico Numanthia. Para las que luchan por la igualdad de sexos aclarar que Forest abonó cientos de dólares, o la gran mayoría de lo consumido en dos días, y yo casi nada. Y ni así acepté sus cornadas de pronostico reservado. En menos de tres días en Boston anduvimos en el citado templo dos noches, además que yo volví al día siguiente, sólo, que fue cuando Matt, el camarero, me preguntó por mis asistencias consecutivas y la ausencia de ella. Mientras le explicaba que el Neptune me daba todo lo que quería un grupo de chinos, sentados en la mesa más cercana, elevaban la voz, supongo que absortos por tanta calidad suprema. En una de esas, les espeté el ya manido ‘Xin nian kuai le’ (Feliz Año nuevo), que fue cuando Matt me pidió explicaciones frunciendo el ceño: “No les jalees, por favor, que ya es suficiente”. Eran de Dalian, aunque residentes en Pekín.
Tras tirarnos tres docenas de fotos con sus móviles –si un chino no tira fotos es que es un disidente– nos dimos abrazos acalorados, provocados por la ingesta habitual, para luego despedirnos como si no hubiera mañana; y eso que yo me moví un metro de vuelta a mi taburete y ellos seguían detrás, en aquella mesa repleta de artilugios tecnológicos y conchas de mariscos engullidos. Todo regado, ojo al dato, con coca-colas.
En Little Italy, dentro del barrio de The North End, en Boston, muy cerca del semi-congelado océano, aparece, entre las montañas de nieve, el Neptune Oysters, algo así como el acabose de todo aquel que desee percibir algo más que lo normal. Los precios, desorbitados. Pero aquello, lo juro, estaba lleno un día sí y el otro también. Y nada de reverencias al cliente ni aparcacoches bronquistas y engreídos. Que la segunda vez que Forest y yo cenábamos y bebíamos, acurrucados en una esquina de la barra junto al baño, descubrimos que cada vez que se abría su puerta nos dejaba una inhalación preferente de esos olores intestinales tan poco recomendables cuando, además, comes ostras a pelo, y a 30 dólares la docena, sin incluir impuestos ni propinas. Y sin bebida.
Antes de que Forest se volviera a su hogar descubrí la última en excentricidades (modernidades), ya que el taxi contratado por medio de un mensaje de móvil se acercaba y narraba cuántos minutos le restaban, desde la misma pantalla de su móvil, en una carrera entre fantasmagórica y de videojuego. Luego me volví a mi apartamento, a pie, jugando con la nieve, resbalando con el hielo, y celebrando que hacer el acto es un bien necesario salvo si ese acto lo haces con tu ex. Luego debí soñar que era emperador romano. Apestaba a hojalata.
Joaquín Campos, 25/02/15, Boston.