Home Mientras tanto Nueva York 17: 41 años

Nueva York 17: 41 años

 

Otra de las metas alcanzadas, en este viaje con retorno, ha sido celebrar mi primer cumpleaños completamente a solas. O rodeado, a veces, de seres anónimos, que nada sabían, ni siquiera sospechaban, que el que les paseaba por alrededor, o el que cenaba en la mesa de al lado, cumplía años. Aunque muchos no lo puedan comprender la soledad es un placer necesario. Luego ya veremos si la soledad se hace abismo, pero mientras tanto…

 

La cosa comenzó el viernes noche, yéndome al SoHo de Manhattan en busca de música seria. El antro, Cakeshop, a la altura de las circunstancias, con una planta baja asfixiante y en cuesta abajo, repleta de público que entre concierto y concierto –tocaron cuatro bandas por diez dólares– se avituallaba a precios, por fin, moderados. Ambiente desinhibido, con muchachas señoras solas y señores con la mirada perdida. Yo llegué cuando iniciaban su actuación los segundos, llamados ‘Nebadon’. Una extrañísima banda, casi inclasificable, que se apoya en su cantante y teclados, Dominika Michalowska, por la que hubiera pagado por pasar la noche. Debo reconocer que acabé algo aturdido. Propuesta, para mi entender, demasiado densa-difusa. Prefiero a Felix Kubin y Pia Burnette, con su preclaro ‘Blind in Manhattan’, tema a seguir.

 

Tras la cerveza de rigor entró en el escenario otro grupo llamada ‘Pyrrhon’, que con un death-metal violento, llegó casi a sacarme de quicio. El cantante, tan entregado como estridente. El batería, flojo de solemnidad. Sobre todo si lo comparamos con el que trajo la última banda, ‘Child Abuse’, que con ese nombre pocos conciertos darán en Camboya. Pero mientras aquellos violentos-musicales colmaban su sed, una señorita se me pegó a mi derecha, que tras cuatro canciones sin que dejara de arrimarse tomé la determinación de presentarle mis credenciales. Tras las mismas, le pedí sus coordenadas.

 

¿Y tú? ¿Qué haces aquí?

 

Soy la novia del guitarrista.

 

Antes de parpadear ya me había despedido y retirado doce metros de su presencia. Que uno nunca sabe dónde va a acabar metiendo la pata hasta el corvejón.

 

Child Abuse, los últimos en tocar, es una exhibición musical. Su batería, Oran Canfield, es una muestra preclara de ello. Tocó para Boredoms, entre otros, y ahora arroja eficacia y novedad –el ritmo de la banda es criminal, y a su vez, estilizado– junto a sus dos compinches: un teclado y un bajista que, bajo mi punto de vista, también gritaba en demasía. Como podrán comprobar se puede hacer música sin guitarras. El teclado, Eric Lau, y el bajo, Tim Dahl, se salen sustituyendo ese protagonismo de punteos y poses.

 

A eso de las doce, que era cuando oficialmente cumplía los 41, la camarera, a la que no le di propina alguna y que debía llevar sosteniéndose en esta vida por espacio, al menos, de cinco décadas, no me cobró la cerveza ‘Blue Moon’ que acababa de pedir, por lo que, certero, me apresuré a esconderme en el baño ensoñando con que Isabel Gemio había recuperado su ‘Sorpresa, Sorpresa’ y venía a joderme la noche. A los doce minutos salí buscando logos de Antena 3 Televisión cuando caí en la cuenta de que: o en Manhattan hay gente maja que te invita a una de cada cinco birras, o que allí se mascaba la tragedia por algún tipo de atracción que sin querer había generado. Antes de marchar hice dos cosas buenas por la armonía del planeta. La primera: pillarme el vinilo –ojo, he dicho el vinilo– de ‘Child Abuse’, como autoregalo de cumpleaños, por lo que si no me meten preso cuando llegue a Camboya será por poco. Y la segunda: acercarme a la barra, no sólo para despedirme, sino para, mostrando la fecha de nacimiento de mi pasaporte decirle a aquella señora vestida de moderna que ya era mi cumpleaños y que quedaba eternamente agradecido. Me abrazó.

 

Fuera comencé una odisea extraña, en la que sostuve hasta que entré por la puerta de mi apartamento, que era posible celebrar mi cumpleaños a solas con poco dinero en el bolsillo. Paseé, tomé el metro y merodeé las zonas anexas, hasta la hora de mi descanso.

 

Al día siguiente me regalé un paseo de horas que sonó a triste despedida porque de aquí a unas horas dejaré Nueva York. Comí potaje de garbanzos –recuerdo una vez que una progre me dijo que comer garbanzos era muy tosco, que a ella lo que le ponía es el hummus– y merodeé el Village, por su calle Greenwich y alrededores, en un medio día sin gentes.

 

Por la noche, recorrí la ciudad sin cesar, avenida por avenida, repasando cada edificio, mirando a los paseantes a los ojos, cruzando cuando tocaba, preguntándole a desconocidas por calles a las o ya sabía ir o no pensaba pisar. Conté los segundos en que los semáforos cambiaban de color, conté las señoras que llevaba perros vestidos, miré al cielo para contemplar el amasijo de rascacielos, y como si tal cosa, me volví, caminando despacio, pisando el hielo, y reconociendo que el colmo de la transparencia era llevar cinco horas en la calle sin que nadie fuera capaz de reconocerme.

 

 

Joaquín Campos, 28/02/15, Nueva York.

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