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Nueva York 19: JFK

 

Muy seguramente John Fitzgerald Kennedy, fallido presidente de los Estados Unidos, habría preferido no tener ningún aeropuerto a su nombre y haber vivido en paz hasta el día de su muerte natural y nunca a manos de un pistolero a sueldo de todavía no sabemos quién. Porque cada vez que los políticos bautizan con el nombre de alguien una calle o plaza, parque o jardín, puente o aeropuerto, hospital o maternidad, estadio o pabellón polideportivo, vino o brandy, es que a ese alguien ya hace tiempo que dejó de respirar.

 

La despedida de la capital del mundo –y que se jodan las que aspiran a ello, y no digamos ya las que creen serlo– comenzó el día anterior, cuando intentando acumular el mayor número de kilómetros en mis piernas, transitando por la calle 40 con la Quinta Avenida camino de ninguna parte, comenzó a caer una nevada que parecía de broma hasta que dejó de serlo. Porque aquello derribó mis aspiraciones de paseante haciéndome volver a casa con una clara amenaza de enfriamiento incurable. La nieve en Nueva York no es noticia que cuaje ya que seguían habiendo importantes restos de nevadas de hacía mes y medio que como siga así la cosa se mantendrán hasta que llegue abril. Como poco. Luego lo de siempre: tráfico peligroso porque los coches transformaban la precipitación blanca satén en gris marengo, esparciéndola según aceleraban o frenaban. Y yo, emocionado, llamando al teléfono de información del JFK, aeropuerto principal de Nueva York, preguntándole a la operadora si consideraba que cancelar mi vuelo sería lo justo y necesario. Me dijo que no con voz de ultratumba: hablaba con una máquina con voz de señora. Lo de siempre.

 

Padecí una noche soporífera, en donde no fui casi capaz de conciliar el sueño, destruido por la pena que da marcharse del lugar donde deseas estar, y aburrido de contar ovejas congeladas. Por lo que minutos antes de las nueve de la mañana salí, destruido, del que había sido mi apartamento en Manhattan durante tres semanas, un auténtico hogar, como si me encaminara hacia un matadero o algo aún peor. Antes tuve que pasar el mal trago de despedirme de los gatos de la dueña, Lucas y Luli, dos seres únicos que me hicieron tanta compañía que al cerrar la puerta y dejarlos a solas se me hizo un pequeño nudo en la garganta camino del ascensor. Luego a los porteros, menos emocionantes que los felinos, les que dejé las llaves sin más pena que gloria. Y de allí al metro, esta vez la línea E con dirección al aeropuerto, en una cuenta atrás, estación tras estación, que intenté disimular leyendo, de nuevo, a Karmelo C. Iribarren y su pletórica selección de poemas titulados ‘La Ciudad’. A los diez minutos de túneles y caras desencajadas, una de ellas –era una chica joven que dudo fuese mayor de edad–, me preguntó por no sé cuál conexión a la que yo no pude responder. Que eso no quitó para que engordado de orgullo aceptara que por primera vez en veintiún días alguien, nativo, había creído que yo era de allí: otro neoyorquino.

 

Ya en el aeropuerto, me topé con la primera anécdota, casi encontronazo, por culpa de los sistemas de seguridad de este extraño mundo. Porque a veces es la máquina, el ordenador o el detector de metales el que falla, y otras es la persona uniformada la que se atranca. Pasen y lean.

 

–Disculpe, su nombre y apellido no coinciden con los de su pasaporte.

 

–Es que yo tengo dos nombres y dos apellidos; y cuando se emiten las tarjetas de embarque el ordenador selecciona uno de cada.

 

–Déjeme que pregunte.

 

–Es mi viaje de vuelta y en la ida ya vine con ese mismo pasaporte.

 

–Le he dicho que debo consultarlo con un superior.

 

–Pues dígale al superior que si no lo ve claro que me deporte a Manhattan, que allí era muy feliz.

 

 

Por supuesto no aceptó mi propuesta, por lo que tras comprender ella y su superior que yo era el mismo de la tarjeta de embarque y del pasaporte, pasé el detector de armas y explosivos, antes llamado de metales y drogas, escondiéndome en la librería de la terminal número 1 donde soñé que me desmayaba y era de nuevo enviado a Manhattan a pasar una revisión médica. No cayó esa breva, por lo que me contuve comprando por última vez el New York Times, al que olí hasta la extenuación. Una pareja de policías estuvieron atentos a mi manera de adorar al papel recién impreso. Como era extranjero y embarcaba en media hora no me dieron el alto.

 

Debo reconocer que los aeropuertos me gustan bien poco. Sólo el saber que voy a viajar me contiene el drama de tener que respirar junto a miles de desconocidos, que compulsivamente compran de todo para luego intentar embarcar los primeros, cuando que yo sepa las compañías aéreas no dan premio a los tres primeros que entran en la aeronave, salvo si ésta se ha estrellado y hay supervivientes. Además, hay que soportar cómo se recrean los de los aeropuertos, los muy cabrones, provocándote a cada centímetro para que insertes la visa, en sí cuatro dedos de la mano que ustedes elijan en una sierra eléctrica.

 

Mientras veía a las gentes hacer cola hice memoria y casi me declaro objetor de conciencia: por el mero hecho de continuar mi vida por Nueva York, lejos del mundanal ruido asiático. Transitando por mis calles anegadas de nieve y hielo, por mis avenidas repletas de compradores compulsivos, debajo de esos rascacielos que por mucho que lleven décadas erectos siguen siendo la envidia mundial, atendido por mis tenderos de procedencia italiana del Nicola’s, o por mis cajeras negras-negrísimas del D’Agostino, o por mi vendedor de periódicos frío como dos témpanos. Además, recordé al sosísimo dueño de la tienda de vinos Wine on First, al pescadero de andarse con ojo casi esquina con la 52, a los tenderos con una de las mejores selecciones de quesos que jamás vieron mis ojos y olido mis narices, a Rie y sus compañeras del Ramen de la 52 entre la Segunda Avenida y la Tercera, al portero como dos armarios empotrados del Turtle, a las diversas bocas de metro de Lexington con la 53, al hielo del East River que dominaba mi vista cuando quise asomarme desde la esquina de mi apartamento, a los paseos avenida abajo dejando de lado al ostentoso edificio que da cobijo a los de Naciones Unidas, a mis cameos como actor terciario en el Chinatown así como en el Village, a Child Abuse tocando de manera primorosa en el Cake Shop del SoHo, a la dominicana que no me quitó la alarma del paquete de calzoncillos que acababa de pagar en H&M y por el que casi me cachean…

 

Y recordándolo todo vi a una azafata de Korean Air, que como un choque frontal a 160 kilómetros por hora, me mostraba un cartel con mi nombre: Campos, Joaquín. Y no era para ligar, aseguro. Que casi pierdo el avión. Me había quedado atontado enumerando tanto sueño ya con un ligero olor a añejo; o a lágrima exprimida. Me disculpé diciéndole que era autista. Podía haberle dicho lo que hubiese querido ya que aquello no era un problema de idiomas sino de entendimiento: ella venía programada –y poseída– para meterme en aquel avión de los demonios, y además, de dos plantas.

 

Cuando entré toqué parte del fuselaje, como hago siempre, para tomar la última bocanada de aire fresco-fresquísimo, aire neoyorquino, que salía a trompicones por las rendijas que quedaban entreabiertas entre la entrada al avión y el finger, donde aproveché para meter el hocico. Las azafatas no daban crédito: aparte de tener que ir a buscarlo está de atar. Luego esnifé la edición del 2 de marzo del New York Times mirando a la sobrecargo a los ojos. Lo di todo para que me desembarcaran. Pero no pudo ser.

 

 

Joaquín Campos, 05/03/15, Phnom Penh. 

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