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Mientras tantoNueva York 2: Llegada

Nueva York 2: Llegada

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Al final uno consigue lo que se plantea: me quise marchar de China con destino a Camboya, y bien que lo hice; luego publicar un libro, y ayer mismo me enviaron la portada del segundo. Por lo que puse en el horizonte pasarme unos días en Nueva York y hace escasas horas que mi avión de dos plantas –esos Airbus 380 que quitan el sentido– aterrizó, desde Seúl, en un aeropuerto JFK completamente nevado y helado. De ahí al hogar que me acoge en pleno Manhattan, cedido de manera altruista, un trayecto en trenes y metro, donde ya comienza a detectarse el sabor neoyorquino, por mucho que los críticos de la capital del mundo se ceben con su suburbano, sucio y obsoleto, que entre otros asuntos padece esa tercera edad porque fue de los primeros del mundo en ser construido, concretamente en 1904. En los vagones, por cierto, un importantísimo porcentaje de lectores: desde blancos estiraditos que repasaban el New York Times, a hípsters engalanados con gorros de lana copados por una bola atraídos por viejas novelas, y negros de apariencia deprimida que se quedaban obnubilados con la edición del New York Post, donde se informaba, a modo de teleserie melodramática, de la posibilidad de que la hija de Whitney Houston sea desenganchada de la máquina que la mantiene con vida el mismo día que falleció su madre. Y no quedaba ahí la cosa, porque diversos latinos leían ediciones –y todo lo que les cuento se producía en papel: nada de tabletas– de periódicos como ‘El Diario’ y otros medios, desconocidos, que hablaban de la selección cubana de beisbol y hasta de la crisis futbolística del Real Madrid.

 

En la estación de Lexington con la calle 53 me apeé, comprendiendo que el que busca el invierno real y aterriza en febrero en Nueva York, lo encuentra; con unas temperaturas que en España abrirían informativos –en el aeropuerto tocamos pista a –8, ya en Manhattan a media mañana alcanzamos los –2; este fin de semana padeceremos 20 bajo cero– y que por estos lares no son más que autenticidades con las que se convive cada año. Los residentes caminaban, charloteaban, reían distendidos; otros con rictus tensos y andares despiadados parecían preparar de manera terrorista alguna reunión ultra capitalista con desembocadura crediticia. Pero debe saberse que, por mucho que acabe de aterrizar, Nueva York es el lugar. Estuve aquí hace ya quince años, más perdido que una tuerca en una ensalada ecológica, imposibilitado para comprender la grandeza de una ciudad que es grande por su población; y esa población, además, es en su mayoría de otras ciudades norteamericanas si no directamente de otros países y continentes. Nueva York apesta a arte, a música, a cajeros automáticos repletos de vagabundos, a estaciones de metro con ratas a destajo, y a todo aquello con lo que las demás capitales del mundo sueñan. Y todo esto trufado de un fabuloso orden y concierto en medio de un violentísimo invierno, donde, y que no quepa la menor duda, todo sigue funcionando como si tal cosa.

 

Únicamente, porque ayer era el último día de la exhibición, acudí, soñoliento y muerto de frío al MOMA, donde Henri Matisse era el protagonista. Debo reconocer que el arte contemporáneo me es entre incomprensible y fraudulento. Al menos en una buena parte. Aunque claro, que yo publique libros no debe ser más que la razón de que nos movemos por una etapa de la vida demasiado rápida. La colección a la que aludía, basada en recortes de papel pegados en lienzos, me la trajo al pairo. Salvo una estupenda vidriera que fue la única razón por la invertí más de cuatro minutos de mi tiempo observándola detenidamente. Reconozco que la afluencia era turba. Y que ante esto poco podemos hacer los que criticamos. Que el MOMA estaba lleno hasta la bandera, y que yo, supongo que desnortado por el frío extremo y las primeras trazas de jet-lag, no era más que un quejoso viandante que había entrado a aquellas instalaciones gracias a un pase anual a nombre de otra persona. Toda una ilegalidad por mi parte.

 

Luego volví a casa deteniéndome en una panadería, una vinoteca y un supermercado, donde me abastecí de un suculento pan integral, una botella de vino y una importante colección de verduras. El pago total, casi a la altura de lo que debe costar en el mercado del arte alguno de los troquelados de Matisse. Por lo que mientras me guisaba un estupendo potaje de verduras asumí, que residiendo e ingresando en Camboya, me esperan unos días neoyorquinos donde me veré obligado a apretarme el cinturón. Al menos pasear sigue siendo gratis.

 

 

Joaquín Campos, 11/02/15, Nueva York. 

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