Sin el más mínimo esfuerzo, ni habiendo realizado trabajo de campo alguno, puedo comenzar a asegurar que debo de ser de los escasos –corríjanme si me equivoco– que dedica no escasas veces sus textos para narrar incidencias aéreas que nada tienen que ver con accidentes o sus sucedáneos. Que me despedí de Nueva York desde la puerta de embarque de la terminal 1 del aeropuerto JFK, a la carrera, para darme de bruces con tres realidades abruptas: el avión iba lleno y yo ya me contenía las arritmias; mi asiento contiguo era el único vacío, que hasta un señor uniformado y armado se acercó para corroborar semejante afrenta a la seguridad en los vuelos civiles, que fue cuando, y aquí comienza la tercera realidad, eché mano, entre sudor frío y ataque claustrofóbico –o entre amenaza de arritmia y brote psicótico– de un ansiolítico que por llevar tanto tiempo en mi bolsillo –envuelto en papel de aluminio: ¡cómo para haber pasado un control antidrogas!– me supo a añejo.
Saber que parte del ensamblaje del Airbus A380 de dos plantas se fabricó en Cádiz me emocionó, qué quieren que les diga, cuando a mí lo de sacar la bandera a pasear me apesta. Pero bueno, saber que a bordo de algún barco, rumbo a Francia, iban piezas del avión en el que yo iba sentado me ayudó, junto con el ansiolítico, a contenerme en la idea inicial de abortar el despegue abriendo todos los maleteros y golpeando la salida de emergencia así como a las azafatas. Porque entre mi llegada tardía, los nervios por el desasosegante calor inicial y la masiva presencia de pasajeros aconteció otro hecho memorable: de pronto, entre la tensa espera, apareció un señor que tomó asiento junto a mí. Nadie le pitó. Ninguno escupió al aire. Por lo que tras ese instante único el comandante procedió a poner a la aeronave en el cielo neoyorquino, que debió ser en el momento exacto en el que la química había controlado mis delirios iniciales. Aunque lo mejor estaba por llegar, porque el muchacho, al que pregunté de dónde venía –“De Boston”, me dijo, sudando y avergonzado; si se dan cuenta, y me dirijo a los que me siguen con asiduidad, todo acaba asociado a Boston– dejó asomar su pasaporte, color marrón con sellos extraños, que me sonó familiar.
—¿Pero tú de dónde eres?
—De China.
—¿En serio? ¿De qué ciudad?
—De Shenyang.
–La conozco.
Y ahí comenzó una información que se radicalizó durante el despegue para apagarse conforme pasaban las horas –catorce y media: ojo– porque el muchacho, de 26 años, no sólo había casi perdido el vuelo que compartía conmigo, sino que anteriormente había perdido otro desde Boston a Nueva York. Luego me dijo que al llegar al JFK, tarde y nervioso, se había ido corriendo al otro lado del aeropuerto creyendo que su vuelo era con Asiana y no con Korean Air. Estuve apoyándole casi todo el trayecto, haciéndole preguntas sobre su procedencia, cuando una vez que salió hacia el baño me golpeó la cara haciéndome volar las gafas. “Hasta aquí hemos llegado”, me dije. Avergonzado o con problemas estomacales, no salió del aseo hasta pasados veinte minutos. Luego me explicó que necesitaba llegar a Hong Kong lo antes posible por culpa de un importantísimo examen de medicina. Tras contestarle, a partir de ahí, con monosílabos, conseguí retirarme de su extraño influjo: un tipo que pierde aviones, además de retrasarlos, que iba camino de suspender un curso universitario, y que, además, me golpeó en la cara sin compasión. Si no nos caímos fue porque no le dejaron charlar con el comandante.
El ansiolítico hizo su efecto –pensé en darle otro a Dick, que así dijo llamarse el mandarín–, por lo que conseguí, entre cabezada y orinada, llegar dormido o dormitando hasta la séptima hora de vuelo. Y a partir de ahí, a leer a Ramón J. Sender, que inexplicablemente no sólo es que se meta con Nabokov diciendo que ‘Lolita’ es una obra menor repleta de fallos, sino que ensalza a la versión cinematográfica del libro rodada por Kubrick. Muy seguramente en aquellos años el cine golpeaba a los señores mayores como hoy lo hacen los dibujos animados y los iPad con los niños. Todo lo que les cuento sale en ‘Monte Odina. El teatro del mundo’, una memorias del escritor oscense que cuando llegó la democracia a España decidió continuar en su exilio norteamericano. No sé, aún me queda mucho por ver; que me iré de este mundo y seguirá quedándome bastante por aprender –como a todos–, pero asumo que Nabokov escribía muy bien y que Kubrick, aún siendo bueno, era algo menos brillante que el escritor nacido en Rusia y emigrado a tiempo.
Otro momento tenso del vuelo fue comprobar que, cuando aún quedaban siete horas para aterrizar en Seúl, un niño de menos de un año –esta vez nacido del amor de dos surcoreanos– se puso a llorar de manera irritante. Lo que empezó siendo una anécdota se fue transformando en un martirio para acabar, a una hora de la meta, siendo un auténtico calvario. Los murmullos iban in crescendo y más de un señor hecho y derecho, padre de familia con algunos hijos a su cargo, supuse, soltaban improperios en voz baja. Yo, sin querer desmarcarme del resto, sólo pensaba en los padres del muchachete que debían estar tragando quina. Volví a recordar a los ansiolíticos pero por menos gentes inocentes fueron acusadas de traficantes e incitadores a la perversión y al vicio con muy menores de edad. Pero aquello había que callarlo. Que hasta los niños se hacen insoportables en un mundo superpoblado.
En otro momento estúpido de mi vida –repito que catorce horas y media dan para demasiado– rompí el plástico que guardaban los auriculares para tras ponérmelos sobre las orejas comenzar a juguetear con esa pantalla táctil que ofrece muestras del escaso dinamismo de la globalización: en la sección de películas, ruborizantes éxitos hollywoodienses mezclados con penosas novedades asiáticas, para adentrándome en la selección musical, caer en la cuenta de que Bruce Springsteen, raperos surcoreanos y demás desechos de tientas dominaban la sección. Eso sí, la de documentales trufada de ‘los mejores goles’, ‘la mejor final’, y alguno que otro sobre animales en extinción a los que curiosamente no sólo siempre encuentra el operador de cámara, sino que acaban posando sonrientes, mirando a cámara. Para mí que los drogan.
Pero lo aún más gracioso del asunto es que, de golpe y porrazo, encontré entre las sección de películas europeas una española, que por mero estrabismo mental provocado por el extenso e intensísimo vuelo, pasé a visionar. Su título, ‘La vida inesperada’, dirigida por Jorge Torregrossa e interpretada por Javier Cámara y un tal Raúl Arévalo por el que casi, y por culpa de su interpretación, casi tiro de más ansiolíticos para terminar el visionado de un bodrio repleto de tópicos y momentos demasiado comunes. Javier Cámara mantenía cierta cordura interpretativa pero el guión era vomitivo, estúpido, previsible, infantil y en resumidas cuentas, español. Quise ponerme a llorar, por el derrumbe del film, el ansiolítico ya casi ausente y el comienzo de una ligera ingesta de tintos a diez mil pies, cuando fue el bebé el que, superando el sonido que emitía la desafortunada película, me hizo detener la emisión cuando comenzaban a emitirse los créditos. Parece que fue ayer, pero ha pasado una década desde la última película española que presencié y todo sigue igual. Luego exigimos a los políticos cuando el cine, al menos, la educación, obviamente, y los valores, van, como poco, a peor. Y por mí que quemen a todos los gremios que acabo de citar.
A hora y pico de llegar a nuestro destino recuperé la conversación con el chino Dick al que dejé con el corazón en un puño –el mío, no se crean, andaba en la misma situación– cuando le informé que no podíamos sobrevolar el espacio aéreo norcoreano por el peligro real a que un misil derribara nuestro avión. Para demostrar mi teoría, abrí la pantalla por donde se sigue el vuelo comprobándose que el rodeo que dábamos, sobrevolando la ciudad china de Dalian, era de traca. Para aumentar la tensión –los de las filas de delante y detrás no sólo no despegaban la oreja de mi simposio sino que comenzaban a levantarse y mirar a través de la ventana– expliqué que las sumas ayudan a que las metas se consigan; y que nosotros no sólo éramos un avión surcoreano volando a escasos cientos de metros del espacio aéreo norcoreano, sino que, además, proveníamos de Nueva York, la capital del mal, y con dos plantas repletas de sucios capitalistas. Que el tiro al blanco se habría llevado por delante a más de 500 tipos, de más 500 culpables. Ojo al dato, como diría aquel.
Cuando la tensión se mascaba –además de que el niño había aumentado el tono del llanto así como sus repeticiones– ésta se multiplico a causa de que Seúl, tras catorce horas y media de espera, se nos presentó envuelta en una inmensa neblina. Fue la primera vez que toqué tierra con un avión sin ver la pista. Aseguro. Como no nos disparó Kim Jong-un algunos respiraron hondo. Yo, entretanto, me despedí de Dick deseándole suerte en el examen y mayor premura en los próximos vuelos que tome. Nos separamos, yo buscando la puerta de embarque hacia Phnom Penh y él hacia Hong Kong, cuando recordé que a lo mejor mi nuevo vuelo, tras despegar, iba a ser el blanco perfecto de los vecinos del norte que amenazan cada dos por tres a los del sur. Y que justo en estos días viven momentos de cierta tensión por una maniobras militares conjuntas de los ejércitos surcoreanos y estadounidenses.
En la molesta espera hacia Camboya –retraso por la intensa niebla– me refrigeré con tres latas de Asahi en una cafetería sita junto a la puerta de embarque de un vuelo con destino a Dalian. No les quiero contar más. Aquello era el acabose. La vuelta a la desnutrida realidad. El mundo que viene. Tras la finalización de la última lata de cerveza súper seca nipona enfilé hacia mi puerta de embarque donde el ser humano, comparándolo con el vuelo anterior, se había depreciado. Ya dentro de la aeronave comprobé que un golpe de suerte me había tocado ambos hombros, ya que me había ganado pasar mis próximas seis horas –ojo al dato, de nuevo– con dos muchachas de apariencia muy extraña a las que ya vi –y escuché– en el vuelo anterior: eran rubias de bote, vestían chándal, gritaban, llevaban comida de casa, iban juntas al baño, jodían todo: eran jemeres residentes en los Estados Unidos.
Cuando quise darme cuenta del desaguisado, con un avión repleto de carroña social, de gentes, en su mayoría, que buscan el sol de tercer mundo par salirse de sus ataduras diarias, debí quedarme dormido, justo un instante antes de comprobar que si antes del vuelo hacia Seúl había tomado un ansiolítico el que desembocaba en Phnom Penh se merecía siete. Suerte que me dormí. Desperté cerca del destino, por lo que me centré en leer, otra vez, a Karmelo C. Iribarren y sus poemas transparentes, que a este paso será recordado como mi verdadero amante en aquel viaje a Nueva York que narré para FronteraD.
Y luego, lo de siempre: un calor asfixiante, unos policías jemeres denunciables, montones de escoria social turista, y ese olor a trópico que, al fin y al cabo, es el gas sarín light que a los que residimos en estas tierras nos mantiene medio vivo/ medio atontados. De camino a mi restaurante, a mi casa, dos travestidos sin ser capaces de travestir su voz se me acercaron en un semáforo. Y mira que hay pocos (semáforos) en Phnom Penh. Los deseché sin que agarraran mi maleta y la bolsa del ordenador. Que por estos lares no te roban bandas de albano-kosovares sino de travelos. A donde que hay que llegar.
Tratando de dormir juré en arameo –esto no es noticia– para despertando a eso de las nueve de la mañana comenzar a dar golpes contra el tabique porque la verdad se había impuesto, una vez más: volvía a residir en Camboya, Lucas y Luli –mis gatos neoyorquinos– no estaban sobre mi torso, y el primer sonido que penetraron a mis oídos, proveniente de la calles, era estridente. Luego me lavé los dientes con dentífrico japonés enjuagándome con mis lágrimas. JFK, prometo que volveré.
Joaquín Campos, 07/03/15, Phnom Penh.