Intentas luchar contra el jet-lag pero caes rendido en la cama a eso de las siete y media de la tarde, ya noche cerrada, despertando a las tres y media de la madrugada tras ocho horas supremas de sueño. Ahí afuera a –10, razón de más para vestirse y salir presto a condecorarme con dos tradiciones perdidas desde que me mudé a Asia: la primera, comprar el periódico; y la segunda, tomarme un café, cuando el médico me dijo hace algo más de un año que no me hacía nada bien. Pero claro, son las cinco de la mañana y la única manera de calentarse es por medio de esos ruborizantes cafés que los americanos consumen despreciando al café de máquina, de grano seleccionado, recién molido, y tomado con una elegancia mayor que el que me he paseado hasta casa, incrustado en medida insultante –si no llega al medio litro le debe faltar poco– y transportado en un inmenso vaso que debe ser de cartón. En el fondo mi médico debe estar contento conmigo: otros habrían abierto la botella de whisky escocés para atemperarse. Pero a las cinco de la mañana, y en un país tan tenebrosamente racista con los que beben, habría sido una dudosa carta de presentación: no hace ni veinte horas que aterricé.
Luego está lo de bajar a por el diario, un deleite que dejé hace años de realizar, por mucho que en España los medios en papel, hoy día, se arrastren. En Asia, ni que decir tiene, comprar un periódico es lo más parecido a una pérdida de tiempo –nadie lee, menos en papel, y las ediciones que venden en inglés llegan famélicas cuando no directamente censuradas–, por lo que bajarse a la calle a diez bajo cero y buscar, empecinado, una tienda abierta las 24 horas del día para hacerse, en este caso, con el New York Times, ha sido, sin quererlo, una reverberación que casi me ciega cuando, en cuclillas, agarré la edición de hoy, 11 de febrero, del citado diario, referencia para muchos, que llevé hasta casa bajo la axila derecha: a la antigua. Ya en el ascensor, con la cara destrozada por el frío, los ojos entornados hasta el límite de quedarme sin campo de visión, y el pelo congelado, procedí a mi ceremonia favorita: esnifármelo. Porque el que no sea capaz de empaparse del olor a imprenta de un diario recién salido del horno –así como de un libro al que le acabas de retirar el precinto de seguridad– habría que reconocerle una minusvalía: no posee olfato. Como los ciegos vista. O los sordos son incapaces de escuchar. También los hay que se ven incapacitados para acariciar o al ser acariciados sentir algo.
La cosa sea dicha, pedí al tendero el Washington Post, intentando levantar ampollas entre mi nueva comunidad de vecinos, con lo que a mí me gustaba pedir diarios de Madrid en Barcelona y viceversa. Pero claro, fui de listo y me llevé una información que desconocía: “Aquí no llega el Post. Y tampoco sé si lo podrás encontrar en algún otro lugar”, me dijo el empleado, que resultó ser nepalí. Yo, hace cosa de un mes, borracho como una cuba, me suscribí al Washington Post en su edición digital, gracias a dos asuntos: que deseaba colaborar con prensa seria en inglés para, además, perfeccionar la lengua de Shakespeare; y porque leí unas declaraciones de no sé quién –a los borrachos habría que retirarles no sólo las llaves del coche, sino el teléfono móvil y la tarjeta del banco– en las que vacilando de su condición de neoyorquino, repudiaba al Post por ser “de provincias”. Y que yo sepa Washington es la capital. Aunque claro, Nueva York es la del mundo, como poco. A la mañana siguiente, tras recuperar el habla –que es en ese mismo instante en donde la resaca desaparece y la memoria te recuerda que la noche anterior te gastaste cien dólares para leer durante todo un año el Washington Post–, tiré la tarjeta por la ventana. Al par de semanas, o a lo mejor antes, comprendí que el Washington Post, aparentemente, me ofrece menos que su homónimo neoyorquino, además de que se centra en política nacional y yo quería más internacional, reportajes y cultura. La próxima vez ya verán cómo me lo pienso antes de suscribirme a algún medio por internet.
Al llegar al apartamento con el café y el New York Times, descubrí que había habido cambio de guardas de seguridad y porteros, los cuales no me reconocieron por mucho que fuera disfrazado de ciudadano norteamericano: con periódico bajo el brazo y café de medidas desproporcionadas en la mano. Tras identificarme y esnifar nuevamente el New York Times, me puse a escribir esta crónica, recordando el pasillo de mi sexta planta, con no menos de siete New York Times y algún que otro The Wall Street Journal esparcidos por la alfombra, delante de las puertas de sus suscriptores, cuando yo en mi post-adolescencia me dedicaba a robar a mis vecinos todos los periódicos que recibían por razones desconocidas, que tendrían más que ver con el terrorismo que con la lectura. Y ahora, al mercado de Chelsea, donde dicen los expertos culinarios que se cuecen habas.
Joaquín Campos, 11/02/15, Nueva York.