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Mientras tantoNueva York 7: noche de las estrellas

Nueva York 7: noche de las estrellas

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Mientras los hermanos Gasol saltan –o habrán saltado; o saltarán– en el centro del parqué del Madison Square Garden, a algunos cientos de metros de distancia de donde le doy a la tecla, me evado de una tele que desde hace muchos años me es indiferente para centrarme en Nueva York, ciudad que ya supera los diez grados bajo cero con una advertencia del servicio nacional de meteorología: se alcanzaran, a eso de las siete de la mañana, los –17; que como podrán entender se multiplican en padecimiento por la humedad de una isla, Manhattan, rodeada de agua, dulce y salada. Al menos el viento es casi intrascendente.

 

En Pekín descubrí, hace años, los rigores del invierno –llegué también a los –17, aunque secos–, que se acrecentaban con el desesperante cielo tóxico que en aquel 2007 era mucho menor que el que hoy día atosiga, in crescendo, a un país sentenciado a muerte –algunos estúpidos lo siguen llamando ‘progreso’.

 

En Nueva York sigo sumando información de primera mano. Algo bueno: el cielo es de un azul tan intenso que parece que el océano se hubiera reflejado en un espejo. Y lo malo –porque no todo va a ser bueno– es la crudeza del antídoto contra este tipo de inviernos, ultracongelados y nevados: en vez de calefacción central por gas la tienen eléctrica, que me está dejando las manos agrietadas –tras el contacto con el agua– y la boca y la garganta más secas que la mojama. Sin humidificador la vida, al menos en febrero y en Nueva York, no es un camino de rosas.

 

Salgo a pasear: son las nueve de la noche, a una hora del cierre de D’Agostino, mi supermercado más cercano y familiar, donde ya compadreo con Kenya Thompson, una de sus cajeras, provista de una belleza superior a las del 98% de los clientes que a diario pasamos a que nos cobre. Me llevo dos cebollas –una dulce y otra clásica–, dos aguacates y una botella de agua mineral. Total: 14 dólares. Visito tan a menudo el D’Agostino que deben estar levantándose sospechas. Que parezco la señora ibérica entrada en años y miedos comprensibles que se planta cada dos por tres en el ambulatorio más cercano, con la cartilla en la mano y el corazón en un puño.

 

Esta zona de Manhattan, de apariencia muy pudiente, no remarca más que el frío. Pocos o casi ningún negocio abierto –es domingo–, y escasísimo ajetreo de gentes, salvo los dueños de perros que los sacan a defecar disfrazándolos de maneras irritantes. Duele respirar; y las orejas, si me quedara una hora más callejeando, las daría por perdidas. Por lo que me meto en un bar, extraño, semi vacío, a tomarme una cerveza turbia. En la televisión, cómo no, el All-Star. El comentarista, a grito pelado, remarca un hecho memorable, mucho más que dos hermanos, y además españoles, coincidan en el partido y durante el salto inicial: ya soy miembro partícipe de la noche más fría en Nueva York desde hacía cincuenta años. Kenya Thompson, que saldrá de D’Agostino a eso de las once, lo hará a –14. Los que entren al D’Agostino a eso de las siete de la mañana, descargando carros y cagándose en Dios, lo harán a –18; porque la previsión meteorológica, como la Bolsa, sube y baja. En este caso baja otro grado.

 

Salgo del bar camino de casa. Son casi las diez de la noche. Me he sentido ridículo, ya que el dueño del bar –o el único camarero de ese turno– me ha felicitado por los hermanos Gasol. Para que vean cómo está la vida. Que se desangra comprobando que en un par de cajeros automáticos se apiñan no menos de una decena de vagabundos. O de tipos sin casa y con mucho frío. Uno de ellos salta, literalmente, con siete capas de ropa casi hecha jirones, agarrándose a un vaso de café ardiendo. Los hermanos Gasol, mientras tanto, son aclamados por miles de espectadores que pueden tocar las palmas –sin guantes– por la obra y gracia de la calefacción eléctrica que me tiene seco. A ese cajero, sospecho, no entrarán muchos a sacar billetes. Y no sólo por el frío que asola. Las estrellas, por cierto, se ven desparramadas en el cielo limpio de Nueva York.

 

 

Joaquín Campos, 15/02/15, Nueva York. 

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