7 PM. Martes, 6 de noviembre. Queens. Nueva York. La gasolinera del barrio se ha debido de quedar ya sin gasolina porque los coches que hacían una cola de cuatro horas han desaparecido de la calle Alderton con sus bocinas made in USA. La policía ha intervenido dos veces. Por la ventana de la cocina Sara me contaba hace cosa de una hora cómo dos conductores “que no estaban al volante” se daban puñetazos.
—¿Por qué se pegan, mamá?
—Porque la gente está un poco histérica estos días con la mezcla de la tormenta y las elecciones. No saben qué hacer con toda la tensión acumulada y creen que lo van a arreglar a puñetazos, pero como le den al policía les va a caer una multa…
—¿Y por qué le van a pegar al policía?
—No quieren darle, pero cuando uno empieza a repartir tortas, sobretodo si son de rabia, al cabo de un rato ya ni ves dónde las das. Además, el policía debe estar más harto que los que esperan y le queda solo una hora para votar…
Y es que tensión hay mucha estos días y los neoyorquinos no sabemos qué hacer con ella. El huracán Sandy ha sorprendido porque lo que vemos no aparece únicamente en los periódicos sino a la vuelta de la esquina, y cuando las cosas importantes se tienen tan de cerca y tan de repente reaccionamos de forma contradictoria para poder avanzar, para luego cuestionarnos: ¿Es esto lo que debería hacer?
“Sin tensión no hay sonido”, me dijo hace un año el artista Roberto Lange dentro de un vagón de metro, dirección a la Lehman Art Gallery, en el Bronx, mientras sujetaba con ambas manos su maletita llena de micrófonos de pelusa blanca con los que grabaría los sonidos que dejaría mi martillo en una pared a veinte metros de altura, desde la cima de una escalera naranja. (En lo alto de una escalera toda cabra se convierte en artista). No di giros ni saltos mortales aquel día y aun así pase miedo, y mucho; pero lo escondí. Me preguntaba desde allí arriba si Roberto Lange podría grabar también mi vértigo con su micrófono de oveja desde allí abajo, desde lo seguro. Sin tensión no hay sonido ni consciencia a veces, y decimos que queremos ayudar cuando no sabemos qué hacer con nosotros mismos.
Nubes
Salí de Madrid el sábado 29 de octubre y al llegar a Nueva York la tormenta se vino conmigo y nos arrasó a todos, o a casi todos. La noche del domingo les puse a mis niños música para dormir; para que no oyeran las pisadas que Oscar Wilde describía en su cuento del Gigante Egoísta, cuando la escarcha y el viento del norte bailaban claqué por el tejado (la mente piensa en las cosas más recónditas cuando aparece el miedo). Las vigas de madera crujían y el árbol centenario de la parte de atrás, pensaba yo, sería demasiado cabezota como para caérsenos encima. Pero no estaba segura. Al final no cayó el árbol, sí sus ramas de treinta centímetros de diámetro.
A las 8PM me enchufé a Facebook porque imaginé que, en situaciones como estas, aquellos que pudieran o tuvieran electricidad estarían conectados. A las 8:26PM, Maria Yoon, artista neoyorquina nacida en Corea que reivindica el derecho a casarse cuando uno quiera –o no quiera- en su país natal, dejaba a medias el mensaje que escribía en una red social. María es tenaz. Vive en el piso veintiocho de una de las torres cercanas al Hudson River, en la zona A, que tenía que ser evacuada. Como había aguantado estoicamente el 11-S en su apartamento, pensé que esta vez tampoco se habría movido de su nido. La llamé al móvil. Se acababa de ir la luz. Tenía una vela, un frigorífico vacío de comida (lleno de especias), y el teléfono sin cargar. Llevaba una semana editando su nueva película “sin tiempo para pensar en nada más”. Le ofrecí venir a casa, pero recordé que no había metro, autobuses, taxis, túneles ni puentes. El alcalde Bloomberg nos había obligado así –a los no evacuados- a quedarnos en casa veinticuatro horas antes de que Sandy llegara.
Un par de bloques más abajo, el fotógrafo americano Arne Svenson decidía salir a la calle según se aproximaba la tormenta, y se escondía detrás de un arbusto con sus vecinos mientras la policía pedía a los viandantes que regresaran a sus casas. “Cuando vimos que el mar había subido hasta el nivel de la carretera, nos dimos media vuelta”. Una vez en su loft, desde la ventana del salón, vio con incredulidad cómo olas pequeñas cruzaba la autopista y resbalaban cuesta abajo por la calle Canal. Así que, como buen fotógrafo, no pudo contenerse: se colgó la cámara al cuello y bajó de nuevo: “Porque era una escena irreal”. Los niños del barrio jugaban con el agua por los tobillos, después llegaron las señales de tráfico arrastradas por la corriente y el colchón-balsa. La marea subía a velocidad de película del Titanic, “cuando el agua se mete por los pasillos y se quedan atrapados. Parecía que nunca iba a dejar de subir”. La situación pasó de escena cómica a película de terror. “Se colaba el océano como un ladrón, sin darse uno cuenta del peligro”, ni de lo que se llevaría después. A las 8:26PM hubo una explosión, se perfiló Manhattan de azul y vino el apagón. Los cuatro escalones metálicos que separan el portal de Arne de la acera de Watts Street desaparecieron en un par de minutos. Le vino a la mente el ratón Mickey con su gorro de mago y los cubos rebosantes de líquido. Con la secuencia de Fantasía en la cabeza se despidió de sus vecinos con la frase: “Ahora sí que vivimos en un mundo Disney”.
Islas
Al tercer día de oscuridad y aburrimiento, María Yoon bajó a tientas las escaleras de su torre con una maleta en mano (tardó cuarenta minutos); atravesó su portal, ahora pecera de agua salada estancada, y pasito a pasito llegó a la parte iluminada de Manhattan, por encima de la calle 40. Al tercer día de oscuridad también Arne escapó a la casa del campo para encontrarse una semana después con un barrio aún sin luz, y uno de sus estudios inundado: “Lo único que le faltaba al barrio pijo de Tribecca era el foso y, mira tú por donde, lo han conseguido”.
Isidro Blasco, artista español con residencia en Jackson Heights, Queens, comentaba una vez pasada la tormenta que una de las primeras impresiones del efecto Sandy fue reconocer que en Nueva York vivíamos en islas y que si nos cerraban los puentes era como si nos hubieran subido la puerta levadiza. “Sin puentes no podemos ni entrar ni salir, nos quedamos atrapados. En Manhattan están como en Venecia pero sin poder salir a la calle. Creemos estar conectados, pero nos cortan el suministro y nos quedamos más solos que la una”. Pensé en María, rodeada de canales sin góndolas hasta que la batería del ordenador había aguantado. Pensé en las fotografías de Arne desde su obligado mundo Disney.
Kevin Rodriguez, neoyorquino nacido en Miami Beach, diseñador de interiores y productos, comparaba los destrozos de Sandy con los del terremoto de Japón del 2011: “A nosotros nos avisaron, pero en Fukushima les pilló el destrozo por sorpresa y, después, el tsunami. Aquí la infraestructura es una pena. Mira en Venecia: se les inundan las calles, se pone las katiuskas y salen a tomar un café como si nada”.
Mari Lu Aguilar, madre de tres niños, residente de Bushwick, Brooklyn, comentaba que la situación de Nueva York no le daba miedo porque en El Salvador la cosa estaba mucho peor: “Allí cuando retumba la tierra sí que temblamos”.
Las anécdotas de la noche de la tormenta se olvidaron cuando a la mañana siguiente nos dimos cuenta de lo afortunados o desafortunados que habíamos sido. El no saber hasta cuándo duraría el aislamiento nos hacía recapacitar sobre las cosas que hasta aquel momento no habíamos apreciado. El no poder movernos de nuestras trincheras nos impulsaba a abrir nuestros hogares, nuestras duchas de agua caliente y latas de conserva a extraños. Sandy puso nuestro mundo en perspectiva. Nadie esperaba que los mares se tragaran la semana pasada a nuestra Big Apple. El sentimiento de vulnerabilidad no era como el del 11-S. A los terroristas se les puede perseguir. A la madre naturaleza hay que guardarle cierto respeto.
Hace dos años nuestro barrio fue devastado por tres tornados que arrancaron la mitad de los árboles. Le contamos entonces a los niños que no se preocuparan, que estos fenómenos ocurrían cada cincuenta años. Hoy caminamos de nuevo entre ramas arrancadas de cuajo que aplastan fachadas, bloquean aceras, atraviesan vallas, coches, ventanas… Nos vamos acostumbrando al paisaje mientras pensamos en los que viven en una realidad atroz constante. Ahora nos parecemos más a ellos.
Awareness
Cuando la noticia de un apocalipsis –material y psicológico- en una de las ciudades más representativas de la vida contemporánea viene acompañada por la campaña electoral más competitiva de la historia norteamericana es normal que se inunden también los medios informativos a escala mundial, además de las ya alteradas casas y mentes estadounidenses.
Como resultado de esta amalgama de sentimientos que no se pueden explicar bien, ya sea por falta o parquedad de palabras, ya sea por desconocer lo que nos pasa, ya sea por trauma, por terquedad, por desapego, o simplemente por no querer pensar, todos queríamos ayudar. (Sin tensión no hay sonido ni consciencia a veces, y decimos que queremos ayudar cuando no sabemos qué hacer con nosotros mismos).
Obama ganaba votos al enviar ayuda rápida a las zonas declaradas catástrofe nacional mientras a los neoyorquinos nos pedían que nos quedáramos dentro, que dejáramos las calles libres para las emergencias, y que no permitiéramos que nos cayeran más las ramas en la cabeza. Empezamos entonces a rellenar cajas con la despensa que habíamos alimentado la semana anterior (cuando habíamos dejado los supermercados vacíos), compartíamos gasolina con los que tenían generadores para que los niños no pasaran frío (cayó una nevada), ofrecíamos enchufes para recargar aparatos eléctricos de bolsillo y hasta viajes en coche para que otros pudieran votar. Nadie se quejaba, al revés, se escuchaba: “Ojalá pudiera hacer más, hay tanta gente en peores condiciones que la mía”.
¿Eres de los afortunados o de los afectados? ¿Estás por encima de la calle 40 o por debajo? ¿Zona A o B? Hacías el recuento y dividías a conocidos y desconocidos en siles o noles: no por barrio bueno o malo, porque el perder todo o nada dependía de la suerte con la que había soplado el viento. Merryl Streep y Gwyneth Paltrow se habían quedado homeless, pero podían pagarse una buena habitación de hotel. Las personas de los refugios, no se sabía. Si vivías en Breezy Point o Coney Island, ni preguntabas.
La ciudad se vio dividida. Los medios hablaban de las zonas de luz y de sombra. Con el desastre inesperado no solo los políticos vieron sus planes trastocados de la noche a la mañana: cien personas perdieron la vida; diez millones de hogares se quedaron sin electricidad, agua o gas; miles de familias sin casa; y los niños neoyorquinos fueron obligados a perder una semana de colegio, entre otras cosas. Pero la verdadera transformación no fue esa, porque tragedias hay –y muchas- en cualquier parte del planeta. Lo que ocurrió, y sigue ocurriendo, es algo distinto. No es lo mismo leer noticias que sufrirlas, por mucho que uno quiera entender o apoyar la causa, como tampoco podemos convencer a alguien que se fie de nosotros si no siente esa confianza.
La fuerza y energía positiva que genera el querer ayudar es potente, intensa. Quizá los neoyorquinos nos hemos asustado también de esta reacción apasionada ya que nunca antes habíamos abierto nuestras casas a extraños con tal entusiasmo, con el afán de reconstruir lo que nadie en particular había hecho pedazos. Esto también nos pilló por sorpresa. El mundo está lleno de zonas A, B y C; no solo nuestros barrios. Sandy pasará a la historia pero en Nueva York (Estados Unidos), en Madrid (España), o en Golinga (Ghana), millones seguirán sin techo, sin generador, sin enchufes, sin latas de comida, sin agua. Nadie nos obliga a ayudarnos, no, pero nos estamos dado cuenta de qué es lo que realmente puede competir con las futuras Sandys que estén en camino: la grandeza de espíritu, la compasión… Hemos descubierto que podemos trabajar juntos a pesar de nuestras diferencias si nos lo proponemos, o nos lo impone la naturaleza.
Hideki Takahashi, artista nacido en Japón con residencia en Brooklyn, que imprime el mundo del arte y de la moda en pantalones vaqueros, me decía que los neoyorquinos estábamos deprimidos después de Sandy. Quizá no sea depresión exactamente, quizá sea algo más complejo, quizá sea un cierto despertar, un tragarse el orgullo y limitar el ayudarnos en exclusiva con el pretexto de mantener firmes nuestras raíces. Podemos ayudarnos todos porque –aún siendo diferentes- juntos podemos ser también efectivos, e incluso más fuertes. Después de Sandy tenemos más que menos cosas en común. Se está volviendo obsoleto el protegernos o defendernos en grupos reducidos cuando nos toca enfrentarnos a fuerzas superiores, universales. Después de Sandy, sobre todo, no podemos evitar pensar que –desde mucho antes- millones de personas viven la realidad que hoy respiramos.
Nuevayorkcentrismo
Al rato de preguntarme Sara por qué se peleaban los conductores que llevaban cuatro horas con el motor apagado leí un mensaje que llegaba desde España a través de una red social: “Estoy hasta los huevos del Sandy. Aburre el nuevayorkcentrismo informativo. El cine de Hollywood y NY nos ha colonizado mentalmente. Y el New York Times”.
Contacto con el periodista madrileño Agustín Alonso. Me pregunta si me veo tan afectada por el huracán como cuentan los medios. Le respondo: “Hombre… estamos incomunicados, los niños no han tenido cole en una semana, los supermercados siguen vacíos, no podemos ir al trabajo… pero bien, agradecidos que nuestra casa está enterita, e intentando ayudar a los que están pasando el mal trago”. Me dice que le interesa más lo que le cuento que leer veinte historias en prensa porque “los periodistas hemos perdido credibilidad y parece que convertimos cualquier cosa en espectáculo. Es difícil distinguir si lo que se cuenta es realmente serio o no. Cada vez me fío más de lo que me cuentan en las redes sociales”.
Lo que se siente profundamente es serio para el que lo siente. Un desastre cotidiano no hace noticia; un desastre en una ciudad grande llena la portada del periódico. (Sin tensión no hay sonido). Una muerte siempre es seria salga o no en el diario. Me pregunto si esta tensión de Nueva York puede servir también para que en el mundo se hable de esta “concienciación”. Al fin y al cabo es noviembre del 2012 y estamos todos en el mismo barco.
Túneles
1PM. Lunes, 5 de noviembre. Manhattan. Los museos se dividen también en siles o noles. El Metropolitan, en la calle 182, mantiene su reunión. Los educadores que viven en Brooklyn cogen taxis en grupo porque sus túneles continúan fuera de servicio. La Morgan Library, en la 36, abre ese día por primera vez a los empleados: “¿Pero qué haces aquí? ¿Cómo has venido?”, me preguntan los guardias de seguridad. La luz les ha llegado hace doce horas, pero su servidor no funciona y por eso no me han podido avisar sobre la cancelación de la conferencia. No me importa.
La mejor manera de entender el espíritu neoyorquino es observar las caras de los que van sentados en los vagones del metro. Decido meterme bajo tierra. Los periódicos no han anunciado todavía la apertura de las líneas por debajo de la calle 42.
Nos movemos por los túneles al compás de la inercia de las curvas. A medida que avanzamos, los andenes se quedan más y más vacíos. A la altura de la calle 14, el señor de enfrente, de unos sesenta años, corte de pelo blanco al uno, polo a rayas, barriguilla y chubasquero negro, me pregunta:
—¿Dónde vas?
—Hasta donde esto llegue, le respondo.
Tiene un pañuelo en la mano derecha y dos cortes le sangran en la parte superior del labio. Me dice que se ha afeitado con una cuchilla esa mañana en lugar de maquinilla eléctrica y se ha dejado la cara hecha un Cristo. Me da vergüenza pedirle el nombre porque le he estado tirando fotos durante el trayecto sin que él se diera cuenta. Baja la cabeza y sigue con su artículo del New York Post: “100.000 consumidores aún sin electricidad. Demasiado mal tiempo y poca gasolina. ¿Cuándo acabará su pesadilla?”. Llegamos a Spring Street (calle Primavera). Se marcha sin decir adiós.
El trayecto termina en la estación Puente de Brooklyn. Los turistas se suele agolpar en esta zona. Son casi las dos de la tarde y hay cuatro monos, yo uno de ellos. La mayoría de los accesos están bloqueados con cintas rojas y amarillas que dicen: “No cruzar—Escena de Crimen”. Como si el huracán hubiera sido un acto criminal. Un par de policías custodia las entradas de los túneles. Pienso que sobran las cintas y los policías, porque aquí no hay nadie. Huele a moho y a cable chamuscado. Subo al puente de Brooklyn y veo parejas que caminan con carritos de la compra en dirección a Manhattan.
Regreso a casa. A mis niños les han dado en el colegio una carta del Departamento de Educación: “Cincuenta y siete colegios han sufrido daños severos. Sus estudiantes empezarán las clases en nuevas localidades este miércoles noviembre 7.” Llamo al colegio P9 en Queens y les digo que –aunque estén canceladas las visitas a los museos- tengo gasolina en el coche y puedo presentarme ese mismo miércoles en su aula. Hablaremos sobre lugares “reales e imaginarios”.
La visita a P9 es emotiva. Pilar Cubeito, profesora americana, hija de gallegos nacidos en una aldea de Lugo, Pontevedra, me presenta: “Tenemos que dar las gracias porque el museo ha venido hasta donde estamos”. Les paso imágenes de la Noche estrellada, de Van Gogh. Uno de los niños señala “la ola gigante pintada de azul que va a inundar la ciudad”. Me fijo bien y tiene razón. “El viento y el mar giran”, concluye Jason mientras dibuja remolinos en el aire con su dedo índice. El paisaje es en realidad Saint-Rémy-de-Provence, Francia, pero Alison dice que es Nueva York y que “la Estatua de la Libertad está escondida detrás del árbol”.
Al día siguiente, a unos metros de la entrada del Museo de Arte Moderno (MoMA), me encuentro con Riva, otra educadora del departamento. Me dice que está bien y me pregunta si me ha afectado la tormenta. Contesto que me va a resultar difícil caminar sobre el mármol del museo como si no hubiera pasado nada. Confiesa que ella está igual. Nos despedimos. Me choco con una pareja que toma instantáneas de la escultura roja LOVE, de Robert Indiana. Ella se acurruca debajo de la O y él le tira un beso.
Mi grupo llega puntual. Son cuatro adultos V.I.P. y quieren una conversación sobre Arte Moderno. A los quince minutos, ya en las galerías, pasamos por delante de El grito, de Edvard Munch. Es la primera vez que hablo sobre esta pieza. Según la describimos juntos surge el sustantivo soledad. A la quinta frase una de las damas pestañea y dos lágrimas gordas le resbalan por las mejillas. Los amigos la miran y no dicen nada. Pasan tres segundos y siguen sin decir nada. Pienso: “No tengo un grupo VIP. Tengo un momento Special needs. No pasa nada”. Pongo mi mano en el hombro de la mujer que está llorando,
—No se preocupe, hace usted muy bien, desahóguese, que para eso han colgado ahí El grito. Más de uno quisiera llorar y no puede.
Automáticamente me doy cuenta de que sus amigos son de los que quisieran llorar y no pueden. Les propongo que digan adiós al Grito y vayamos a La danza, de Matisse. Les gusta la idea y pasamos a la siguiente sala. Hablamos del círculo que forman las cinco mujeres de la pintura que juegan desnudas al corro de la patata; una parece que se va a caer porque se le ha soltado la mano por un segundo, pero la fuerza del giro la levanta.
Taisha
En uno de los shelters de Sandy para personas evacuadas debido al huracán hay unas cuatrocientas camillas que cumplen la función de cama, mesa y silla. Personas con uniformes de colores pasean de arriba abajo: voluntarios de la Cruz Roja, del Cuerpo de Ayuda para Desastres (Disaster Relief Corps), del Cuerpo de Paz (Peace Corps), del Cuerpo de Conservación (Conservation Corps), policías, enfermeras, oficiales del ejercito… Sam Jumper, voluntaria de Minnesota, con sus guantes de goma azules y gorra de visera, avisa a las familias de que vamos a dar una “clase de arte”. Una mujer joven con un pañuelo de colores vivos atado en la cabeza se acerca y señala las postales que llevo debajo del brazo, copias de La gitana dormida, del pintor Henri Rousseau.
—Esto es África, me dice convencida.
—¿Y cómo estás tan segura?, le pregunto yo.
—Porque yo soy de África, suelta airosa. Esa ropa que lleva la mujer de la foto es de África, ese paisaje es África –añade con una sonrisa contagiosa. He nacido en Burundi. Soy una tutsi –y eleva la voz con orgullo al llegar a la t.
No sé qué responder. Se llama Taisha, le brillan mucho los ojos y la piel, tiene pestañas largas y una nariz achatada. Taisha significa “viva, aquella que vive”. Salió de su país natal con diecinueve años de la mano de su padre como refugiada debido a la “guerra civil”. Llevaba viviendo en Coney Island desde hacía quince años hasta la semana pasada. Su casa ha sido una de las que –literalmente- fue borrada del mapa.
—Lo hemos perdido todo menos nuestras vidas. Lo construiremos de nuevo otra vez, pero lejos, muy lejos del agua. Yo creía que estas cosas solo pasaban en las películas…
Comenzamos la charla en grupo. Dan Drazon, voluntario del Cuerpo de Conservación, con chaleco amarillo fosforito y tirantes estilo bombero, comenta que la mujer de la pintura de Rousseau duerme porque está agotada, exhausta. Tahisa dice que el jarrón de la gitana es de calabash, que no es de barro.
—El calabash es una planta que puede mantener el agua fría en mitad del desierto, míralo… –se ríe y nos hace reír a todos… Es como en casa.
Gema Álava (Madrid, 1973) es una artista visual multimedia que vive en Nueva York. Su trabajo ha sido expuesto en el Solomon S. Guggenheim Museum, el Queens Museum of Art y la sede central de las Naciones Unidas, entre otros espacios. Su trilogía Tell Me – Find Me – Trust Me (2008-2010) ha sido premiada con una 2011 Peter S. Reed Foundation Fellowship. En FronteraD ha publicado Tell me o cómo perder el miedo dentro de un museo. Jonathan Goodman le dedicó el ensayo Gema Álava, un mundo atrevido