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Nueva York en la retaguardia

Olvidemos, por un momento, las luces, la vibración imperceptible de la ciudad, el fulgor. Olvidemos algunas cosas prescindibles de esta Nueva York tan rebosante de ellas. Es la guerra. Está por todas partes. En la retaguardia, la muerte de las afueras hace de la vida una obscenidad.

 

El maestro –qué palabra tan bella- nos muestra un documental sobre el sitio de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial. Blockade. Al parecer, alguien encontró hace pocos años unas cintas en un almacén de Moscú que contenían un diario filmado de la resistencia de la ciudad contra los nazis. Eran imágenes mudas y los rusos, que se crecen ante empresas imposibles, recrearon la banda sonora: los pasos en la nieve, el crepitar del fuego tras los bombardeos, el murmullo de la gente, el agua que sale de una tubería, las salvas de tiros al final del calvario. Cincuenta minutos de vida obscena en una ciudad secuestrada que se va hundiendo bajo la nieve y las bombas, cadáveres en las avenidas tapados con una manta y niños que los contemplan. Cadáveres y niños, sí.

 

En una cafetería de la 116, me encuentro con Luis, veterano de Irak, con su perro Tuesday, un golden retriever adorable que le acompaña a todas partes. Hablamos de su historia –una de esas historias que se perderán, para siempre e incomprensiblemente, algún día-, de las patrullas a pie, de las heridas que no se ven. Llegamos a una conclusión paralizante: luchar a vida o muerte por una mentira puede destruirte.

 

En el correo, un mensaje de Alberto desde Goma. Las mansiones “rollo Beverly Hills” se asoman al lago Kivu, desde la Corniche. Aquella mañana en la que yo miré el lago y pensé en las caricias que me esperaban a la vuelta y que me dieron fuerzas cuando todo parecía tan cuesta arriba. Me imagino a mi amigo y a su mujer y a su hija recién nacida, en un todoterreno blanco por las calles de lava de Goma, el asfalto que escupió el Nyiragongo en su última erupción, y se me saltan las lágrimas, unas lágrimas invisibles que no caen ni por dentro, ni por fuera, y que casi asoman en mi cara como una sonrisa. La paz de los justos en un mundo en guerra. ¿Qué haríamos sin los justos?

 

Dexter Filkins, autor de ‘La guerra eterna’, uno de los libros más impresionantes que yo haya leído, cuenta cómo van las cosas por Afganistán en el diario local. Como va el frente, el teatro de operaciones, la ofensiva, la suciedad, las detenciones, las torturas, la muerte teledirigida contra civiles. Filkins tiene ese raro don de pellizcarte con su relato de las cosas o quizás sean las cosas que relata las que pellizquen, no lo sé.

 

Por la noche, sigo con la recomendación del maestro, ‘Los emigrantes’ de W.G. Sebald, escritor alemán muerto en 2001 en un accidente de coche cuando llevaba a su hija a algún punto indeterminado de Norwich. Ella sobrevivió. Sebald, un hombre consciente de vivir en esa retaguardia donde la memoria lo aniquila todo, recuerda en ‘Los emigrantes’ a cuatro personas que pasaron por su vida y, cuando digo recuerda, me refiero a que se deja la piel en ello, que mete la mano en el panal de la nostalgia. Uno de ellos, llamado Paul, su primer maestro de la escuela, un tipo espigado, “librepensador”, forzado a luchar en la Wehrmacht durante la segunda guerra, consumido por la soledad, acabó, una tarde cualquiera de los 80, tendiéndose sobre las vías del tren del pintoresco pueblecito alemán donde Sebald vivió de niño.

 

Todos huimos de algo o alguien. Todos somos emigrantes y lo único que sostiene el exilio es la esperanza, más o menos consciente, de que ese algo o ese alguien estará al final del camino, cuando la guerra haya acabado, esperándonos con un puñado de caricias.

 

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