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Mientras tantoNuevas aventuras de Gulliver en el Nuevo Mundo

Nuevas aventuras de Gulliver en el Nuevo Mundo


Llega abril y llegan como por ensalmo las historias apócrifas de Gulliver, porque apócrifa y no otra cosa tiene que ser por fuerza esta nueva historia que me envía mi amigo el historiador. Me dice este curioso amigo mío que la “pescó” el pasado primero de abril, a altas horas de la madrugada, mientras navegaba en la red buscando información sobre el sistema educativo en las antiguas colonias americanas. Con terquedad rayana en la locura asegura, muy serio, que el fragmento encontrado pertenece al mismo legajo de documentos que supuestamente la familia del famoso cirujano legó a la catedral de Nottingham en la primera mitad del siglo XIX. Yo he intentado disuadirle -como ya hiciera el año pasado- de su disparatado error, pero ha sido una vez más labor imposible: él sigue en sus trece, asegurándome que este fragmento tiene un valor incalculable para todo aquel que quiera entender algunos de los aspectos menos conocidos de la enseñanza en América hace más de doscientos años. Me ha rogado que lo cuelgue en mi blog, como los anteriores que ya colgué el año pasado, y ha insistido tanto durante toda esta semana que al fin he terminado por ceder, entre otras cosas porque esta mañana, al ponerme a escribir mi entrega de todos los viernes, me he visto, como de costumbre, con la mente en blanco. Así que a partir de hoy lo iré publicando por entregas, en dosis de dos o tres mil palabras, a fin de no cansar en exceso a mis lectores, los cuales deben saber desde un principio que el que esto cuelga considera que cualquier parecido que se pueda encontrar entre esta historia y la realidad de aquellos tiempos (y no digamos de los de ahora) es pura coincidencia o alucinación causada por mentes no del todo estables.

 

Rumbo a Terrabova

 

Estaba anocheciendo cuando zarpamos. Lloviznaba ligeramente. El oleaje del mar nos zarandeó algo al principio, pero en cuanto perdimos de vista la Isla Alongada, la inmensidad del agua, toda negra, se aquietó de tal manera que en cubierta solo se oía el bamboleo de velas y jarcias. El farol de gavia tintineaba fantasmagórico en la oscuridad de la noche. Bajé con mi equipaje a la bodega y allí me topé, en una penumbra de toneles y cajas embaladas, con el resto de pasajeros de tercera clase que una hora antes, en la dársena, habían hecho cola conmigo. Me habían parecido entonces gente rústica del norte de Europa. No eran muchos. Conté diez hombres robustos de no más de veinte años, cuatro adolescentes y tres mujeres. Hablaban todos ellos en una lengua que no entendí, aunque no parecía ser una de esas lenguas desconocidas que se enseñaban en Kuinsburra. Conjeturé, al fijarme más en ellos, que podían ser miembros de una misma familia por el parecido que tenían entre sí. Desde luego la indumentaria que gastaban era muy semejante, con sus sayales de lana gruesa y sus albarcas de esparto. Abajo, en la bodega, andaban apretujados por los rincones, entre toneles y tinajas, al arrimo de un arcón. Como muchos despedían olor a establo y yo me sentía un intruso en su compañía, decidí subir a cubierta. Dos de los rústicos, poco después, intentaron hacer lo mismo, pero varios marineros, nada más percatarse de su presencia, les gritaron a voces que volvieran a la bodega. Uno que se resistía se llevó un buen puntapié. Supongo que a mí no me importunaron gracias a mi casaca, a mis zapatos de hebilla dorada y a mi condición de súbdito inglés, y hasta uno de los marinos, un mocetón de grandes bigotes, se me acercó para decirme que en el puente de popa, a estas horas, no había nadie y que podía echarme a descansar si así lo deseaba. Agradecido le ofrecí un poco de tabaco y, tras ayudarle a encender la pipa, me retiré al lugar que me había indicado. Corría una brisa deliciosa. La noche, poco a poco, se había ido despejando. El cielo, salpicado de estrellas, mostraba una luna casi llena que plateaba los bultos que tenía a mi alrededor. Tanteé con las manos un manojo de maromas enroscadas y me las acomodé a modo de almohada, mientras me estiraba por el maderamen de la cubierta. Cerré los ojos arrullado por el chapoteo del agua y el crujido de la embarcación. Estuve así, en duermevela, sin dormirme del todo, durante veinte o treinta minutos, hasta que sentí un rumor de pasos, seguido de una tos y un carraspeo. Sentado en uno de los cabestrantes que allí había, a dos o tres metros, se hallaba un hombre que parecía beber de un frasco. Me incorporé y al hacerlo el hombre hizo lo mismo y me ofreció repetidamente disculpas. Era alto y muy delgado, con una peluca de rizos y un ropaje señorial que incluía casaca de terciopelo, chaleco brocado y una camisa guarnecida de encajes que hacían juego con el encaje de sus puños. A la luz de la luna la delgadez extrema de su silueta y la blancura del rostro, todo empolvado, me hicieron pensar por un momento en un ser espectral, que se disipó en cuanto se puso a hablar. Pues el hombre de la peluca era ciertamente parlanchín y gesticulador. Me repitió varias veces que continuara durmiendo, pero sin dejar de contarme, entretanto, sus alifafes: una tos que no se le iba, llagas por toda la boca, dolor punzante en el dedo gordo del pie izquierdo, posiblemente gota. Se interesó por mi persona y me hizo varias preguntas, que yo le contesté de muy buena gana, porque el poco sueño que tenía me lo había quitado la forzada charla. Supe entonces que se trataba nada menos que del Inspector General del Aprendizaje Exterior y que había estado en la Isla Alongada comisionado por la corona para inspeccionar el estado actual de la enseñanza en sus escuelas de alto y medio grado. Al decirme esto, no pude por menos de preguntarle si traía noticias de Kuinsburra. El hombre de la peluca, hasta entonces dicharachero y jovial, se quedó sin habla y como paralizado, tras de lo cual echó mano del frasco y se lo llevó a la boca. Volví a repetir la pregunta y esta vez pronuncié clarito el nombre entero: Kuinsburra Komunisti Kolerica. El oficial del rey, ya repuesto, soltó un profundo suspiro:

 

-Sí, sí, también la inspeccioné. ¿De qué conoce Ud. aquella malhadada academia?

 

Sin entrar en demasiados detalles, le conté por encima mi extraordinaria experiencia en el Departamento de Lenguas Desconocidas y cómo me habían echado de mala manera por un absurdo malentendido.

 

-Tuvo Ud. suerte, caballero. Mucha suerte. Los docentes que entran en Kuinsburra suelen quedar atrapados de por vida. ¿Vio acaso allí, en el departamento del que habla, al Licenciado Lewis de Macdrul?

 

Le dije que no, pero que había oído mencionar su nombre, no recuerdo si para bien o para mal.

 

-Seguramente sería para mal – añadió el inspector de la corona. Ese pobre desgraciado es mi hermano. Entró allí joven todavía, con grandes ilusiones. En estos años las ha perdido todas. Solo conserva todavía algo de su virilidad, aunque no sé por cuanto tiempo.

 

Esto último me dejó sorprendido. El oficial del rey carraspeó y se llevó otra vez el frasco a la boca.

 

-Es una jarabe indio hecho con ron y anacahuita -me aclaró. Es lo único que me alivia de las llagas de la boca y la inflamación de garganta.

 

Yo quise saber más de su hermano y le pregunté por qué se empeñaba en continuar en Kuinsburra si tan mal le iba.

 

-Eso mismo le he dicho yo siempre. Y eso mismo le dicen todos los que le conocen y le quieren bien. Claro que tras las pesquisas que he llevado a cabo, las cosas empiezan a estar algo más claras.

 

Y bajando mucho la voz, me susurró:

 

-Kuinsburra es un lugar encantado.

 

-¿Encantado?

 

El hombre de la peluca se acercó algo más a mí y prosiguió con su cuchicheo:

 

-Encantado y siniestro. El informe que llevo a Inglaterra no deja lugar a dudas. Tengo conmigo incluso la transcripción de la última conferencia general que se celebró el pasado primero de abril, donde el llamado grupo de los 20, compuesto por las 16 Sillas, los tres Diáconos y la Vicerrectora, dirimieron las líneas maestras para adjudicar recompensas y castigar a aquellos que no saben o no quieren seguir las enseñanzas pedagógicas del fundador.

 

Yo acompañé sus palabras con un repetido asentimiento de cabeza.

 

– Sé muy bien de lo que me habla –le dije. No conozco la filosofía de su fundador, pero me consta que en Kuinsburra son muy estrictos con los educandos, especialmente con aquellos que tienen la osadía de saber una o dos palabras de una lengua desconocida. Yo pude comprobarlo…

 

El oficial del rey no me dejó terminar.

 

-Yo me refería a las recompensas y castigos que reciben los dómines por su labor educativa, cuyo objetivo final consiste, como Ud. pudo quizá notar, en que ningún educando aprenda realmente nada nuevo u original o distinto de lo que ya sabía al entrar. El Departamento de Lenguas Desconocidas constituye, sin duda, la vanguardia dentro de esta nueva metodología pedagógica, aunque hay otros, como el de Ciencias Alquímicas, que no le van a la zaga.

 

-Y el hermano de Ud. –me atreví a preguntarle- ¿comulga con lo que allí pasa?

 

El representante de la corona sacudió tristemente la cabeza.

 

-Hasta hace muy poco, no. Pero ya empieza a tener sus dudas. En la última charla que tuvimos hace un rato, poco antes de embarcarme, me dijo que a lo mejor Martos tiene razón y, en efecto, el amor al saber solo trae desgracias a la humanidad.

 

-¿Martos, quién es Martos?, le pregunté intrigado.

 

-Martos es el fundador de esta maldita escuela. El señor Martos o don Martos o Dómine Martos, que por todos estos títulos se le conoce.

 

El inspector general de aprendizaje de la real corona iba a continuar con su cuento cuando sentimos pasos de alguien que se aproximaba. Entre las sombras apareció un bulto que se fue agrandando hasta que por fin estuvo delante nuestro. Era un mocito esmirriado, casi tan delgado como el señor de la peluca, con calzas ajustadas y una camisa de encaje muy vistosa y elegante, casi tanto como la que lucía su amo y señor, pues en cuanto abrió la boca quedó claro que aquel mozo era su criado.

 

-Señor, el capitán quiere hablar con Ud. urgentemente.

 

-¿Te dijo de qué se trata?

 

-No, señor. Se limito a decir que necesitaba hablar con Vuecencia. Por el tono parecía asunto grave.

 

-Me río yo de la gravedad del asunto –farfulló el inspector real. Seguro que es para volver a quejarse del desvío de ruta. Pero, ¿no tiene sobre la mesa la real orden expedida por el Ministerio del Aprendizaje con el sello de su Majestad?

 

Tras este exabrupto bastante incomprensible para mí, el inspector se incorporó con cierta dificultad y se dispuso a bajar por las escaleras del castillo de popa. Me chocó que un hombre que no pasaría de los cuarenta años y sin apenas carnes que sobrellevar anduviera con tal lentitud y como arrastrando sus finas y larguísimas zancas. El criado y yo le seguimos detrás, todo el tiempo con miedo de que diera un traspiés en uno de los muchos escalones que tuvimos que subir y bajar hasta llegar al camarote del capitán. Durante el trayecto noté que los marineros con que nos cruzábamos le saludaban como si ya lo conocieran de antes. Al cabo, el inspector llamó suavemente con los nudillos a la puerta, que se abrió, poco después, con un estridente chirrío de puerta desvencijada.

 

-¡Diantre con el Señor de Macdrul! ¿Dónde se había metido Vuecencia?

 

El capitán estaba en calzones y llevaba la camisa a medio desabotonar, sin que aquella informalidad en el atuendo pareciera incomodarle ni poco ni mucho. Nos mandó pasar al diminuto comedor, una salita con una mesa de roble y cuatro sillas que tenían, cada una en su respaldo, la insignia de la Marina Real inglesa. El criado se quedó de pie, al lado de su señor, y los demás nos sentamos. Así, sin el uniforme y en paños menores, uno tomaría al capitán por el cocinero del barco, aunque el bigote y su narigón infundían mucho respeto, así como la voz de barítono. Una vez sentados, lo primero que el capitán hizo fue pedirme que me presentara. Al darle mi nombre dio un respingo.

 

-¿Gulliver, Lemuel Gulliver, el de los viajes?

 

Asentí.

 

El capitán se levantó, se vino hacia mí y poniéndome la mano en el hombro, exclamó:

 

-No podía creérmelo cuando leí su nombre en la lista de pasajeros. Por un momento sospeché que se trataba de un bromista o de un impostor, pero ahora que Ud. me lo confirma no tengo ya dudas. Su cara, incluso a la luz de esta bujía, resulta idéntica a la del retrato de su libro. La verdad es que es un honor tenerlo de pasajero en mi barco.

 

-El honor es mío, repliqué yo algo confuso.

 

-Y mío, mío –repitió el inspector de la corona. Aunque luego, con alguna causticidad no exenta de miedo, añadió:

 

-Todo sea que no nos vayamos a pique…

 

-¡Si nos vamos a pique no será por el gafe del señor Gulliver, sino por la cabezonería de Vuecencia -dijo el capitán, quien había sacado una botella de ron de la arqueta y se disponía a servirnos.

 

-Las costas de Terrabova están llenas de icebergs a estas alturas del año. No sé el empeño que tiene Vuecencia de que vayamos allí.

 

El inspector declinó con la mano la invitación del ron y con alguna impaciencia reiteró que el cambio de ruta no era ningún capricho suyo, sino órdenes del gobierno británico. Era necesario, dijo, acabar de una vez por todas con los desmanes de Dómine Martos.

 

-Ya, ya, interrumpió el capitán. Pero se podía haber esperado al mes de octubre o noviembre. O hacer la ruta por tierra.

 

-Urge. El curso está a punto de empezar y necesitamos pruebas. Si estos benditos que llevamos en la bodega no se matriculan antes del 26 de agosto, habrá que esperar hasta febrero del año que viene. Necesitamos los resultados cuanto antes para acabar de una vez con la pesadilla de Martos

 

-¿Y por qué estos bárbaros y no otros?, preguntó el capitán, tras vaciar el vaso de un trago.

 

El inspector volvió a impacientarse.

 

-Cuántas veces tendré que repetírselo, capitán. Si queremos probar que la pedagogía de Don Martos está pensada para que el educando no aprenda absolutamente nada, necesitamos mentes inmaculadas de saber, como las de estos campesinos de la Reunania, que acaban de llegar a las Colonias y no saben papa de nada…

 

-Algo sabrán, me imagino yo.

 

-Saben lo poco que saben en Reunania, que es casi nada. La mente de cada uno de estos infelices es una tabula rasa casi perfecta. De modo que con los diez bárbaros que acabo de matricular en Kuinsburra y con estos otros que pienso matricular en la nueva escuela que ha fundado Don Martos en Terrabova, creo que quedará ampliamente demostrado cuál es el fin de su diabólica enseñanza, que es negar por principio la adquisición de saber a quien nada, o muy poco, sabe…

 

El capitán, que empezaba a mostrar los efectos del ron, bostezó como solo lo hacen los leones en la sabana.

 

-¡Bueno, no me cuente ya más, porque, si le digo la verdad, cuanto más me cuenta, menos lo entiendo. Debo de ser yo mismo otro discípulo aventajado de Don Martos…

 

Se produjo un silencio momentáneo. La bujía, en el centro de la mesa, parecía languidecer. El inspector hizo un movimiento como para levantarse, pero el capitán lo detuvo.

 

-Espere un segundo, que no hemos tratado de lo más importante. ¿Sabe que tengo aquí una paquete dirigido a Vuecencia con el sello de Kuinsburra? Me lo entregó uno de los marineros hace una hora. Al parecer una mujeruca envuelta en harapos lo lanzó a la cubierta del barco muy poco antes de que zarpáramos.

 

-La mujeruca esa tiene que ser uno de los dos infiltrados que tenemos en la Secretaría General de Kuinsburra -musitó el inspector del rey. Y si el paquete contiene lo que pienso, creo que nos vamos a divertir. Haga el favor de mostrármelo. (continuará).

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