Annie es una lesbiana camboyana, que rima y todo, con la que confraternicé hace unos días. Ni quiero ni voy a caer en tópicos –ya aviso– aunque prometo no sólo no quedarme corto sino salirme del tiesto. Como antaño. Cuando era Aspersor, primo hermano de Rodrigo Mochales, el que regía estas líneas que siguen apareciendo semanalmente en FronteraD.
Porque Annie es una lesbiana del nuevo mundo globalizado: aquellas que salieron del armario nada más nacer, si es que no lo hizo cuando aún le quedaban semanas de gestación, dejando de lado cualquier atisbo de debilidad, mediocridad o pérdida de tiempo. Annie no se anda con chiquitas: viste como un hombre, con los pantalones anchos y caídos, dejando asomar un calzoncillo en vez de un tanga, y lleva un corte de pelo casi militar; a todo esto fuma a destajo, escupiendo el humo justo antes de un ataque de tos. Una chupa de falso cuero –aquí las temperaturas han caído hasta los 25 grados cuando casi siempre rozan los 40– y una botas desabrochadas, con los cordones arrastrándose por cada metro cuadrado de suelo, muestran una realidad que no se da, muy probablemente, en ninguna plaza del pueblo de alguna pedanía de Roma. O de Varsovia.
“Joaquín, tengo una novia preciosa –lo aseguro: la foto sin ser trucada daba la nota visual–; pero a la vez tengo ansiedades que saciar”. Eso me lo dijo Annie a la hora de conversación, cuando tras dejar en nuestro estómago una pizza margarita del Peris –el tuk-tuk/horno de la ciudad– gastamos unos minutos en el Pontoon, donde yo creí que me iba a ofrecer un trío con alguna de las fulanas que por allí se ofrecen, cuando mira tú por dónde acabamos en mi restaurante bebiendo agua con gas –ella Coca-Cola; que no sé cómo pudo acostarse si es que lo hizo– para retomar una conversación, ya sin música estridente ni ruido de cláxones, con la que casi yo tampoco pego ojo.
Una de las mayores virtudes de Annie es que se muestra tal como es. Y eso debió de ser lo que le gustó de mí, en una charla que parecía venía que dándose desde el siglo pasado cuando confraternizamos sólo unas horas antes. Que he tropezado con otras lesbianas, occidentales normalmente, a las que le tienes que sacar con sacacorchos su realidad sexual que ocultan de manera obsesiva. A Annie se le transparentaban sus intenciones. Por sus ganas de contarlo todo. Que si le llego a echar vino no sé hasta dónde habría llegado la procesión de palabras; la confesión sin un hábito en frente. Porque a eso de las cuatro de la madrugada, que fue en el momento en el que me comenzaba a preguntar si realmente sólo era lesbiana, Annie levó anclas de manera definitiva.
—¿Y tienes relaciones con otras mujeres?
—Sí, la fidelidad en mi caso se ajusta solamente al amor. El sexo es otra cosa.
—En España los homosexuales tienen fama de promiscuos.
—Yo no creo que conocer a otra persona una sola noche sea necesariamente una causa para romper una relación.
—¿Y dónde conoces a esas personas? ¿Discotecas? ¿Hay lugares de ocio, en Phnom Penh, para lesbianas?
—No, evidentemente no. A mí me sobra y me basta con internet.
—¿Anuncios?
—No, qué va: en Facebook. Me hago amiga de otras chicas y cuando cogemos confianza quedamos. Y de ahí al hotel.
El momento cumbre, mucho más alto que un Himalaya copado por 300 metros de nieve virgen, fue cuando Annie se ofreció a humillar mi insomnio, asegurando que gracias a la citada red social se hace con muchachas de entre 14 y 16 años, que son “las que me gustan”, recalcó.
—¿Y cómo lo haces?
—Muy fácil. Ya te lo he dicho: me hago amiga de ellas en Facebook, asegurándome que tienen esa edad, son guapas y abiertas, y luego quedo con ellas en sus institutos con la excusa de invitarlas a pasear, a comer… Mira Joaquín, es muy fácil ligar en Facebook, ya que las que aceptan ser amigas de una mujer mayor saben lo que yo busco y que a cambio les regalaré ropa, les invitaré a cenas que ellas nunca sospecharon que podrían llegar a disfrutar, y que podría hasta darse el caso de que nos enamoráramos.
—Entonces, ¿son también como tú… lesbianas?
—No hombre. Con catorce o quince años no sabes aún ni cómo te llamas.
Debo reconocer que lo de ir a recoger menores a la puerta de un colegio –y sospecho que con uniformes– me supo a novela, a best-seller, a nuevo guión enrevesado de Almodóvar; a todo aquello que aunque suene a ilegal no deja de ser extraordinario, en varias de sus acepciones.
—¿Sabes que en Occidente buscar sexo en un instituto conlleva cárcel?
—Yo quedo con ellas como amiga. Luego, ambas, llegamos a acuerdos en común, entre ellos el acostarnos.
—Ya, tú explícale eso al juez.
—Aquí no ocurre nada. Yo no fuerzo a nadie.
Teniendo en cuenta que el concepto menor/mayor de edad está, en algunos países, desfasado –¿es acaso normal que se considere menor a una persona que ha abortado un par de veces, se droga cada fin de semana, hace el acto aleatoriamente cada tres días, fuma, bebe y no vive con sus padres?–, a uno no deja de llamarle la atención cómo en realidad marcha el mundo y cómo quieren los que mandan que vaya.
Me acosté a eso de las seis, cuando ya había amanecido, soñando con no sé qué que desembocó en una imagen extraña: Annie visitaba un instituto de Phnom Penh con una bolsa llena de confetis, caramelos Sugus de piña y collares mientras yo me ocultaba tras ella dentro de una inmensa peluca roja. Me desperté sudado.
Hoy Annie es mi amiga. O amigo. Me manda mensajes al móvil. Me cuenta sus chismes. Sus sueños. Y yo mientras paseo declaro a cielo abierto que este nuevo mundo comienza a quedárseme grande. Que cada vez que le doy al teclado siento que lo voy a romper. Con lo caro que es renovar cualquier gilipollez del producto Apple que ustedes elijan.
Joaquín Campos, 20/12/14, Phnom Penh.