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Mientras tantoNuevos modelos animales

Nuevos modelos animales


 

«La crisis es ante todo de la presencia. Tanto es así que el must de la mercancía -típicamente el iPhone y el Hummer- consiste en un sofisticado equipamiento de la ausencia». Comité Invisible.

Con un pasado de animal callejero habituado al frío y el hambre, el cadáver disecado de la perrita Laika aún gira en la órbita espacial de algún oxidado Sputnik. No podemos sin embargo imaginarnos la ternura de Platero convertida, bajo el paraguas de barras y estrellas, en chatarra sideral. Todo en este pobre animal recuerda excesivamente a un orbe campesino, lento y sentimental, que ha pasado a las estampas llorosas del pasado. Hasta en la reciente y dudosa película de Terry Gilliam es así, haciéndose notar en estos tópicos. El color estacional de las cosechas, la España pobre y delirante de El Quijote, los surcos lentos en la tierra, el sueño de los pueblos al mediodía. Trigo, aceite, moscas y sal. El asno encarna una imagen demasiado idílica y, a la vez, demasiado arcaica de la vieja integridad del orbe agrícola.

 

Ni la izquierda de Galapagar ni la derecha de Pozuelo (o viceversa: tanto monta…) pueden hoy con eso, sea en la rudeza de callos en las manos sea en la explotación sangrante de hombres o animales. La hipocresía europeísta está contra los toros y el boxeo solo por estar saciada con el espectáculo de la cotidiana crueldad civil, dirigida por la economía, la cultura alternativa y la información. Un poder verde, de fusión medioambiental, exige un nomadismo perpetuo, con un divorcio antes de cada cita y una rivalidad interminable incorporados al minuto. Hemos elegido la metástasis antes que el demonio del reposo. El terror suave de la inmanencia es así, requiere la linfa tibia de las pantallas planas y, como adorno, simpáticas seres bonsái de sangre caliente para el fin de semana. Por el contrario, los borricos recuerdan demasiado al comunismo primitivo, a la cáscara amarga de la peor izquierda o de la peor derecha. ¿La amargura une los bordes? Así pues, fuera con ella. Las tribulaciones de la actual humanidad, con su difusa clase media, deben adquirir la mancha expansiva de una multitud en acto. Con cualquier cosa hay que montar una minoría reconocible. Si no, no existe.

 

Hoy un mandato social, para ser correcto y a la vez viral, debe tomar la forma musical de una «multitud relámpago». Sin vaselina, el sur se deja así penetrar por este nuevo norte cálido en virtud del cambio climático. Norte que además se pasa el día criticándose a sí mismo y arrepintiéndose, a toro pasado, de todos los fríos pecados raciales de ayer, autoritarios y patriarcales. Inteligencia emocional para un nuevo poder emocional. El espectáculo obsceno de las emociones virtuales tapará la indiferencia analógica hacia los entornos y los humanos reales.

 

Desaparecido el campesinado tras los cristales turbios del AVE, clonada la clase obrera tras el uniforme y la sonrisa del empleado de servicios, las formas que tomen la explotación y el maltrato entre nosotros deben dejar en pañales la hipocresía católica de antaño para camuflarse en la interactividad protestante del espectáculo consumista, donde ninguna crueldad animal o humana debe salpicarnos de sangre. En la época del live nuestra violencia ha de ser infinitamente diferida, anímica y compatible con el ambiente climatizado por la participación acompasada de verdugos y víctimas. La clase media implica también la fusión de papeles, un escenario cambiante donde cada uno debe llorar y reír por turnos, en distintas franjas horarias. Los ricos también lloran, los pobres también bailan: esto es la democracia.

 

Nuestra servidumbre no es solo voluntaria, también es interactiva. El mismo jefe que te despide de mañana puede invitarte a una ronda de cañas esta noche. Nada personal, tampoco exactamente animal. No es tan extraño que los negreros de hoy puedan ser de color, feministas y vegetarianos. La cultura digital, expresada en este ensimismamiento de las pantallas táctiles, indica un poder medioambiental donde la fluidez impera. De manera que cuerpos y mentes raramente encontrarán frentes de choque, auténticos enemigos declarados, personales. Como la violencia física está mal vista, es preciso torturar de un modo numérico y diferido, compatible con la buena imagen que debemos dar en la vigilancia de las pantallas. No azotamos a un terco burro, por tanto, sino que cuidamos a una mascota. Como adelantó a su manera Disney, la microfísica del poder exige la complicidad de las ardillas.

 

Un mal banal significa que nadie se implicará personalmente en hacerte sangrar. Nadie en particular lo hace directamente, sino que se encarga de ello una normativa múltiple y cambiante donde literalmente no hay nadie. De hecho, la soledad de la gente está también vestida de imágenes, conexiones y estruendo. La tauromaquia virtual que domestica al parque humano debe estar sumergida, en un campo informal, y evitar a ser posible el castigo físico. La obligación de la transparencia hace que las inevitables opacidades humanas (el poder, el abuso, la seducción, la prostitución) pasen al modo vibración, un estado larvario que las hace indetectables. Claramente, la tozudez de nuestros clásicos animales de antaño, igual que la de nuestros obreros, curas y militares, se resistía a esta hipocresía posmoderna.

 

¿Se trata entonces, con los asnos, de la desaparición de otra especie más? Sí, pero primero recordemos que comenzar a «proteger» una especie es garantizar su paso a una condición servil en el sector terciario. Segundo, mucho antes que el gorrión, la ballena o el borrico hayan empezado a desaparecer, lo hicieron otras especies. Principalmente, la vieja sentimentalidad que nos ataba a la tierra, a otros animales y humanos sin nombre, a una cultura de los sentidos que impedía romper con la lenta e improductiva comunidad humana. El enfriamiento local, el del planeta de los sentimientos (analógicos, pues responden al perfil real de un entorno), es así la base del calentamiento global de las conexiones.

 

Si lo personal es político, la cosa no pinta bien. Flotantes y distraídos, neuróticos, estresados, suspicaces, eternamente malhumorados, hemos destruido unas viejas formas de la felicidad que partían de aceptar un límite. También, lo que casi es peor, arruinamos algunas formas posibles de infelicidad donde al menos eras dueño de tu tormento. «En mi hambre mando yo», dice un buen día Gades. Lo que tenemos a cambio, y no menos las mujeres que los hombres, es un modo intransigente del Yo que, tan flexible en las redes, salta a la mínima en la presencia real. Novias, padres, hermanas, cuñados, sobrinos y abuelos sufrirán las consecuencias de una nueva intolerancia privada, espoleada por el estrés de la vida social y laboral, también por la autoconciencia progresista del saber. En esta república horizontal cada cual es un rey que jamás ha de pedir disculpas. Somos ecofeministas y no tenemos por qué aguantar viejos hábitos de comida y costumbres. Somos progresistas y no tenemos que aguantar en silencio algunas autoridades no elegidas. Igual que nuestra moralina laica tampoco soporta el velo de las niñas musulmanas en el aula.

 

Lo hemos deconstruido casi todo, desde la tortilla de patata hasta la naturaleza. Incluida, hay que decirlo, la más íntima obligación moral de fidelidad. Si esto no atañe a la sacrosanta ideología es solo porque ella, aunque sea populista, es parte del narcisismo de nuestra conciencia. Desde este adelgazamiento existencial, todo lo social e histórico, con un aire de amenaza catastrófica o de promesa mesiánica, tiende a absolutizarse. Al final, decía Lacan, la religión siempre triunfa. La sed de castigo que mantenemos hoy en la caza del criminal ruge en proporción directa a nuestro callado malestar, necesitado de un sucedáneo de inocencia que cubra esta mutilación civil que hemos inducido. La corrupción de los políticos nos apasiona porque tapa la de cada uno de nosotros, no menos potente pero discreta. Si los periodistas tienen hoy más poder que los curas de ayer es porque son imprescindibles en una labor de exorcización diaria donde los horrores públicos han de sedar la frustración personal de una multitud que no tiene a quién contarle su soledad.

 

Sobre esta mutilación antropológica se asienta nuestro animalismo actual. Las mascotas prolongan nuestro narcisismo, juegan con nosotros, nos adoran y nos obedecen. Incluso los sacrificios que exigen (higiene, paseos, veterinario, peluquería, dentista) nos hace sentirnos útiles socialmente. Es como apadrinar a distancia a un niño sirio, que no compromete a nadie. El mismo humano que recoge sin asco excrementos de su perro en la calle puede no pararse nunca a atender al prójimo. Al ignorarlo, ignora el rostro de la presencia real, la espiritualidad de animales y plantas, ese invisible hilo común que todavía une a los cuerpos. Pero esta es una mística que se deja para los poetas.

 

Las mascotas son más seguras y fiables que los niños. Llegado el caso, se puede adoptar una limpia solución final sin problemas legales. También por lo que nos ocupan nuestro bichitos, la natalidad desciende. Pero el animal doméstico ocupa el lugar del niño que nunca fuimos. También los osos asturianos y pirenaicos deben parecer seres políticamente correctos, incapaces de violar o devorar a nadie. Se conseguirá con chips y comida procesada servida en horas y lugares seguros. Finalmente los animalitos que amamos obedecen al eficaz modelo de una mansedumbre agradecida. Después, si llegasen, el despotismo de nuestros retoños, mimados en esa forma sutil de maltrato que es consentirle todos los caprichos, prolonga el narcisismo de los mayores. Y esta actitud esclavista de los pequeños egos puede comenzar ya a los doce años. ¿Nos extrañaremos de que se acose en la escuela al chico que sea raro o lento, que no interactúa a gritos para conseguir popularidad? Se puede ser un conejo, pero hay que ser capaz de marcar tendencia.

 

El asno es sin embargo, en principio, una de las antítesis de la mascota. No es manejable, no sale de paseo con nosotros, ni siquiera podemos recoger su caquita. No es cariñoso ni servil. Se parece muy poco al «inválido equipado» que es nuestro modelo. No es una víctima que reclama ayuda. Dentro de su mutismo velludo, padece una autosuficiencia de escándalo. Por encima de todo, no es alegre y expresivo. En medio de nuestra histérica libertad de expresión, el burro resulta más bien silencioso y enigmático. Cuando por fin rebuzna, emite un quejido lastimoso. Resistencia, lentitud, hambre, perpetuo deseo sexual, maltrato. Tal vez el pobre borrico da una idea demasiado obvia de la triste servidumbre de una condición humana que queremos disfrazar a toda costa. Ahora el servicio ha de ser interactivo, hasta los esclavos deben saltar, bailar, reír y gritar… Como el burrito parlanchín de Shrek. Además, actúa en contra de la asnología la desaparición de lo manual, excepto para unos inmigrantes que ya no trabajan con bestias. Agricultura intensiva, riego por goteo y tractores controlados a distancia. El trabajo manual nos hace pensar junto a los materiales. Y lo que se lleva hoy es más bien un ejercicio físico milimetrado para compensar el sobrepeso de cuerpos sedentarios, pegados a las pantallas y muy alejados de la sucia irregularidad del suelo.

 

El incesante control contemporáneo no es corporal, sino mental. No espacial, sino temporal. No vivimos encerrados, sino anímicamente endeudados a la presión social. No quedarse atrás, no ser marginal, actualizarse sin parar es la masiva obsesión, a ser posible personalizada. Cada uno de nosotros, en este capitalismo ondulatorio, debe autoexplotarse como un animal de carga que tiene su propio amo incorporado, portátil. Por eso las tecnologías triunfan: representan una cobertura, un amo que se confunde con nuestra conciencia y simula seguir nuestros caprichos. A diferencia de los antiguos esclavos, podemos ser a la vez bufones de la corte, populares y divertidos. Los reality televisivos convierten a la materia prima humana en carne de concurso. Por eso los últimos amos parecen solo temer la rebelión de las máquinas, o la radicalización islámica de los inmigrantes, y no la insurrección de una población autóctona integrada en una palpitante red de servidumbres compartidas. Coacción personalizada y puertas giratorias. Hoy por ti, mañana por mí.

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