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Nu)n(ca

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

Hace otra vida, sonó el teléfono, es probable que fuera uno de línea fija, no lo recuerdo. Me invitaban a dar un curso de ensayo literario en una universidad cuyo nombre está asociado a las trampas de la fe. Empero, no había trampa alguna, la oferta era sólida, los horarios eran convenientes y, mejor aún, también los honorarios. Dije sí de inmediato. La propuesta inicial era dar un curso. Al final resultaron tres o cuatro.

Como en cualquier curso de escritura creativa, yo propondría una serie de lecturas, complementadas por aquellas que la clase pusiera sobre la mesa. Más los respectivos ejercicios semanales de escritura. Mis gustos en el género que debía impartir son canónicos: ensayistas ingleses, incluidos algunos del siglo XX como Orwell y Auden; en el orbe hispánico Augusto Monterroso, Alejandro Rossi y una lista de preferencias personales que no tiene caso repetir aquí. Recuerdo que introduje algunos ensayos del tipo que considero anfibio, textos que se mueven entre el ensayo literario, la crónica, incluso el relato e incorporan o fusionan dichos géneros sin que al final resulte importante a cuál pertenecen. Para eso los estadounidenses y los argentinos son buenos, comenzando por Borges y Bioy, desde luego, Gay Talese, Capote, Joyce Carol Oates, hasta generaciones posteriores: Phillip Lopate, Eliot Weinberger, Piglia, Eliseo Alberto, Fabián Casas, David Foster Wallace y otros cuyos nombres se me deslizan ahora mismo. La idea era mantener una lista relativamente compacta, y poder mantener un canal abierto para las propuestas de lectura que hicieran alumnas y alumnos.

Hasta donde recuerdo, y sin darme en absoluto ínfulas de buen profesor, los varios cursos que ofrecí parecieron funcionar bien: las distintas clases que me tocaron, entre las cuales varios alumnos repitieron, la mayro parte leía, proponía y escribía con entusiasmo. La idea básica era mantener la pista de baile abierta para que la clase pudiera acceder a las lecturas sin causarles los problemas logísticos que cualquiera espera de un país con un sistema de bibliotecas públicas inexistentes, poner sobre la mesa una idea más o menos clara, pero sin rigideces, acerca del ensayo literario, y sobre todo propiciar la conversación y la escritura. Suficiente tuve yo con los profesores que había soportado como para convertirme en uno.

Mis recuerdos de aquellos tiempos son vagos, pero recuerdo que, desde el primer curso, y el segundo igual, varios de los participantes insistían en escribir ensayos en los que rendían cuenta de sus paseos y recorridos de flâneurs del siglo XXI en la ciudad de México. A la lista de lecturas se sumaron los espléndidos ensayos sobre la caminata de Hazlitt, Thoreau y Stevenson.

Los tiempos se me enredan en la memoria —¿qué otra cosa es la memoria sino una maraña de espejos que inventan y reinventan esos que insistimos en llamar recuerdos?—, sin embargo no pasó demasiado tiempo para que los alumnos se refirieran a mi antecesor en el curso de ensayo literario, el también ensayista y poeta Luigi Amara, a quien había conocido yo siendo agregado cultural en Chicago y a quien había invitado junto con otro poeta y editor de revistas, como el propio Amara, a gastar una larga, caótica, divertida, estrambótica e inolvidable semana en la ciudad de los vientos.

El punto es que semana tras semana, seguía llevándome a casa ensayos muy detallados sobre caminatas y paseos, muchas veces ubicables en los trayectos que tengo por más sórdidos y hostiles para el peatón en esta, la ciudad de México: avenida Revolución, Avenida Terminal Aérea, Río San Joaquín, Parque Lira… Mis corteses sugerencias a que los alumnos llevaran a cabo viajes cósmicos alrededor de la habitación, propia o ajena, caían en oídos sordos. Ni modo, yo estaba por la libertad de cátedra y por que la impronta amaresca continuara su propio andar.

Hasta que diríase que brincó el peine, muy en consonancia con el libro de Luigi que le mereció el sitio de finalista en el premio Anagrama de Ensayo, Historia descabellada de la peluca —si bien dicho libro es muy posterior a mis apariciones semanales y las del propio Luigi como instructores de ensayo literario.

Ignoro si para entonces, me refiero a la época en la que lo sustituí en el curso de ensayo literario, Luigi ya había publicado su libro A pie, (Almadía, 2010), si sus pupilos habían leído fragmentos de un brillante poema largo o bien el volumen ya impreso.

Se trata de una dilatada y razonada estética de la caminata citadina que sigue el ritmo del paseo no precisamente inadvertido y sin ruta, que no excluye, por cierto, el recorrido por sitios y rutas particulares: calle Delicias esquina con Buen Tono, Vizcaínas, un perfecto ejemplo de dos calles, Niño Perdido y San Juan de Letrán, que se convirtieron en un pesado asentamiento de placas tectónicas urbanas y humanas, el horrífico, ruinoso Eje Central, al tiempo que condensa y comprime —suena procaz, ¿pero no es esto lo que logra la buena poesía?— la actitud vital que proyectan desde los poetas del Distrito de los Lagos, que más que caminantes parecían penantes, hasta quienes optan por andar a pie antes que ingresar a esas dos pesadillas de la ciudad de México llamadas automóvil y transporte público. Me refiero a calzarse debidamente y salir de casa —¿cuál casa, la casa de quién?:

Esta es la puerta abierta

de cualquier lugar

 

El sitio en que la mente

reencuentra sus despojos

 

No llegar.

tan sólo detenerse.

 

La línea se resuelve en mancha.

 

Cortar el hilo errante

del paseo

 

Y no llegar.

 

Alcanzar simplemente

el silencio del cuerpo.

Y aquí es donde comienza, más allá de esos cursos de quien quizá nadie se acuerda, empezando por mí, encargado de impartirlos, el trasunto que en verdad me interesa abordar aquí. Me refiero no tanto Luigi Amara como probado y veterano escritor de ensayo literario —cuenta varios de su autoría, el más reciente que leí es un bello e impecable volumen de ensayos breves en una suerte de co-autoría con el artista visual Andrés Sobrino titulado La liberación de la mosca.

Sé que la recepción de los libros de ensayo literario de Luigi Amara es buena, considerando que se trata de un género marginal donde los haya. Por eso me interesa hablar aquí de sus libros de poesía —esa sí, emperatriz de la marginalidad—, en la que he encontrado eso que busco siempre como lector de poesía y que, lo confieso, a la fecha no sé todavía bien a bien qué sea.

De cómo se deben leer los libros de poesía de Amara, tengo poco qué decir, como de muchos otros asuntos en donde los acomodos literarios, en vez de la literatura, ocupan el foco de atención. Soy de los que citan a Salvador Elizondo, que en su Diario apuntó, fecha viernes 20 de noviembre de 1970: “Todas esas cosas de la vida literaria me vuelven irritable y me sacan de quicio. Ya quisiera mandar todas esas cosas a la chingada.”

Afortunadamente siempre hay un libro, un autor, que nos invita ser más retentivos —la expresión no es la mejor, pero es la que hay.

Hace poco leí Nu)n(ca, que publicó Luigi Amara en 2015 —es fama que acudo poco, muy poco a las novedades. Nu)n(ca es otro poema largo que tiene la peculiaridad, por así llamarla, de arrancar con un poema breve y una imagen fotográfica hasta cierto punto intrigante a partir del cual Amara indaga, se pierde divagando acerca de un retrato de 30 por 28 centímetros que abre mundos, suscita preguntas, propone conjeturas, acercamientos al cuerpo sin filtros aséticos ni anestesias; en suma, diría yo sin ánimo de exagerar, se trata de un libro que intenta capturar, y creo que lo logra, el cosmos que siempre oculta y a la vez hace explícito una imagen fotográfica, sin ser, desde luego, el comentario a una fotografía.

Es mucho más. Yo me enfoco en un aspecto del poema, nada más. En este caso, a diferencia de A pie cuyo trasunto general es el exterior, el recorrido propuesto en Nu)n(ca tiene, si posible plantearlo así sin caer en una sonsa contradicción, la interioridad de la exterioridad como destino.

Me voy a permitir la transcripción de ese primer poema de arranque en Nu)n(ca para después concluir tratando de explicar a qué me refiero con la interioridad de la exterioridad:

Darle la espalda a todo:

                                        eso

es tener estilo.

No azotar la puerta, no

escapar con zancadas teatrales,

simplemente voltearse.

Que otros elijan los riscos

susurrantes,

                        las ruinas

de la noche en su último desplome:

aquí es el grado cero,

el vacío por diorama,

                                    vieja zona del no

sin más explicaciones.

Voltearse.

Optar por lo que esquiva,

por lo que nunca vuelve,

lo sin nombre;

por las noches en blanco en que creímos

que al fin surgía el lado oscuro

de las cosas;

                        por el reverso

—el punto ciego—

la fisura;

por todo cuanto arrastra

el no en su deslave.

Como lo dije antes, a partir de este primer poema de Nu)n(ca, le sucede un poema largo o poemas que también pueden ser leídos de manera unitaria. Yo prefiero la versión del poema largo, primero porque los poemas caminan, circulan alrededor de la imagen fotográfica que es punto de partida y llegada; segundo porque en esa sucesión se engarzan temas, visiones, fantasías, poéticas de otros poetas… Sin embargo, el arranque arriba transcrito es el origen de todo el despliegue que provoca el retrato fotográfico donde vemos a una mujer de espalda, el cabello recogido en un decimonónico chongo, la nuca expuesta, adornada apenas por un sencillo collar.

Esta es la imagen que lleva, en primerísima instancia, a Amara a lanzar el dardo de su inquietud ante la fotografía que, y este es el punto que me más interesa destacar acerca del poema de arranque: a manifestar igualmente una suerte de renuncia no sólo respecto a cualquier forma de indagación, resistencia, oposición, defensa como actitud vital —justo todo lo contrario a los postulados artísticos de la modernidad.

Suena a discusión vieja y antaña. Lo es. Sin embargo, en el contexto de la antiquísima tradición india de la mādhyamika o la Vía Media (circa siglos II-III), el poema arriba transcrito resulta mucho más radical que los juegos dialécticos surgidos de la Ilustración, por la sencilla razón de que niega toda noción de tesis y antítesis, de juegos o batallatas entre contrarios. Esa fue la gran aportación del también autor de un texto fundamental, Nāgārjuna, aunque en alguna medida marginal en la gran tradición budista: Abandono de la discusión, texto fragmentario vinculado a la vacuidad, tanto de la palabra como del pensamiento. En palabras del mayor estudioso del tema, Juan Arnau: “nada prueba pues no hay nada que probar […] Nada más ajeno al platonismo, nada más alejado a la idea de la Ilustración de un universo regido por unas leyes que toca al hombre descubrir.”

Sirvan las anécdotas iniciales, las divagaciones, el largo decurso hasta el pensamiento, ética y poética de Nāgārjuna para hallar la identidad entre estos últimos y los versos de Amara: Darle la espalda a todo: / eso / es tener estilo. / No azotar la puerta, no / escapar con zancadas teatrales, / simplemente voltearse…

Bien puedo equivocarme en resaltar las correspondencias, los dilatadísimos vasos comunicantes entre un ensayista y poeta que escribe en el siglo XXI y un filósofo y monje budista del siglo II. Lo cierto es que en ambos está presente el elegante desinterés en tener o no la razón, en la fátua belicosidad afirmativa de las palabras, las ideas y por lo tanto del comportamiento. Una poesía que es pensamiento y que es una elegante ética que invita a darle la espalda a la actual la Era de los repugnantes Titanes, Gladiadores y Fastidiosos winners.

 

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