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Mientras tantoNunca fui a Alhama (1)

Nunca fui a Alhama (1)


 

Monumento Natural de los Tajos de Alhama. (Foto: Mayte Vizcaíno)

 

Nunca fui hasta Alhama, ni durante mis primeros seis años de estudiante residente en Granada, ni a lo largo de mis 44 años de visitante reincidente de Granada, que retorna al hogar familiar por verano y Navidad. De Alhama sólo conocía a Eladia, la muchacha más guapa de mi clase de primer curso de carrera en la Universidad de Granada. Le propuse quedar un día para hacerle un reportaje fotográfico por toda la ciudad. Comenzamos por la Casa de los Tiros y terminamos en la mismísima Alhambra. Sin embargo, a pesar de haber capturado repetidamente con mi cámara la belleza de la muchacha, mi relación con Eladia (nunca he vuelto a conocer otra mujer que se llame así) no pasó de ahí, por lo cual nunca tuve ocasión de conocer Alhama con ella.

La siguiente vez que supe de la literaria y llorada ciudad de Alhama (la del famoso romance fronterizo que cantara Paco Ibáñez) fue al final de mi carrera universitaria, entre 1979 y 1980. Mi amiga Aurora Moreno participó en un festival musical de verano en Alhama, y ganó el premio a la mejor interpretación. Pero en esa ocasión, fue de las pocas veces que no la acompañé a su gala y a su primer reconocimiento. Y seguí sin conocer Alhama.

Mi tercer cruce con Alhama sucedió junto a su pedáneo balneario de tan infausto recuerdo. Salimos -mi padre, mi hermano y yo- de allí, como vencidos y humillados –especialmente los hijos- porque nuestro padre, al bajar los tres del coche, nos había advertido de lo que podría suceder y sucedió, mientras nosotros lo desautorizábamos con risas, tildándolo de paranoico. Menuda lección nos dio, sin reprocharnos nada, mientras sostenía desde su asiento de copiloto una alfombrilla de caucho, a la altura de donde debía haber estado el cristal roto, durante los 57 kilómetros del viaje de regreso hasta la capital. Además, era diciembre. Tal vez esta indeseable experiencia influyera en que yo no volviera a pisar ni conocer Alhama por muchos años.

Así que cuando mi hermano y su esposa nos propusieron -hace catorce semanas- visitar Alhama, se despertó en mí la sensación de que, en esta ocasión, sí que iba a conocer la preciada y llorada perla perdida de la corona del Reino nazarita de Granada. No pudimos mi hermana y yo –neófitos en Alhama- contar con mejores guías y mejor compañía para nuestro pequeño -aunque completo- viaje a Alhama. Lo primero que aprendí dentro de su coche (convertido en escuela ambulante, con nuestra cuñada como “Catedrática” -por ser oriunda de la comarca- y nuestro hermano como “Profesor Adjunto” -por ser residente reincidente, como lo sigo siendo yo con Granada-) fue que en Alhama viven muchísimos marroquíes, y que es ya una ciudad prácticamente medio musulmana.

Tal información me resultó tan inquietante como sugerente. ¿Se estaría produciendo una silenciosa reconquista islámica de la simbólica Alhama, de la misma manera que Ceuta lleva décadas siendo comprada por los marroquíes, o el mismísimo Albayzin de Granada por los árabes? ¿Estarán comenzando a ejecutar su venganza los descendientes de aquellos musulmanes jameños (gentilicio popular de Alhama), que fueron obligados a salir como esclavos de sus ricos palacios, en plena noche, durante el corsariesco y feroz asalto del Marqués de Algeciras en 1482? Antes de entrar en la ciudad, ya se sentía que algo olía a podrido en Alhama, como en la Dinamarca de Hamlet.

 

La ciudad se eleva desde el borde de los Tajos. (Foto: M.V.)

 

Primera Estación: Lugar de Poder

Dejamos el coche aparcado antes de llegar a la larga plaza ajardinada que por el paseo del Cisne desciende hasta el Ayuntamiento y la iglesia monasterio del Carmen, cuyos muros se asoman a los sorprendentes y majestuosos tajos de Alhama. El paseo en curva, bajo un lienzo de muralla de color rojo almagra, son como los labios de la ciudad, por los que se asoman sus visitantes para contemplar las profundidades del mundo inferior, a vista de pájaro.

La grandeza paisajística de los tajos de Alhama es como si a la cueva de Nerja se le hubieran vencido sus techos naturales de piedra, dejando a la vista todo el costillar de su grandeza. Frente a los tajos de Alhama se siente uno en un «Lugar de Poder», señalado claramente por la Naturaleza. Un enclave geodésico que gravita entre la profundidad y el hundimiento del terreno (tallado pacientemente por el río Alhama durante milenios, hasta dejar al descubierto la desgarradora belleza de las entrañas de la Tierra), y la siempre misteriosa presencia de las cercanas aguas caldas de su balneario romano. Todos los balnearios termales son a su manera pequeñas bocas del infierno, pasadizos subterráneos que conducen hasta un incierto volcán calentador, al que tememos tanto, como poco de él sabemos.

Tras bifurcarse nuestra patrulla de domingueros -en mañana de Reyes- entre no fumadores (que entraron a visitar la iglesia -casi fortaleza- del Carmen), y los fumadores, que nos quedamos fuera, asomándonos al pretil del paseo, para conocer –yo- los insospechados tajos de Alhama, por primera vez. Allí se nos acercó un lugareño de identidad indefinida, como cincuentón, de aspecto humilde aunque muy digno, que comenzó a hablarnos de la tristeza tan honda que le producía asomarse a este gran paisaje, y verlo tan desnudo y arruinado.

 

Fondo de los tajos con sus molinos en ruinas. (Foto: Juan Antonio Vizcaíno)

 

«Se me llenan los ojos de lágrimas –nos confesaba el hombre- cuando veo los tejados hundidos de esos molinos, en completo abandono. Con la vida que bullía en estas profundidades con todos los molinos en pleno funcionamiento, como si fuera otra ciudad hundida por debajo de la nuestra, que nos daba de comer a todos. Casi cuarenta molinos molían trigo sin cesar al pie de estos tajos. Por aquella cuesta empinada que sube desde el río, trepaban sin cesar las recuas de treinta o cuarenta mulillas cargadas de sacos de harina, que se repartían por todos los caminos, para abastecer los almacenes y mercados de esta parte de Andalucía».

«Yo trabajé en uno de esos molinos de trigo y era un ‘no parar’ todo el día y, aunque fuera obligación también era entretenimiento. Tanta labor, tantas gentes llegando y partiendo, tanta alegría que se respiraba en aquellos parajes, por la prosperidad que toda esta actividad nos deparaba. Los arrieros cantaban al marchar, a las mulillas les sonaban los cascabeles, y hasta algún pito se oía salir de las reatas, como si fueran las caravanas del desierto, ésas que se cuentan en “Las 1001 noches” o en la película ésa del inglés rubio que se hermana con los árabes y lucha con ellos por su independencia. Sí, ese, “Lawrence de Arabia”. Ésos sí que fueron tiempos buenos y hermosos para Alhama. La vida era alegre y nos sonreía desde el fondo de estos tajos».

«Con el paso de los años, se dejó de cultivar el cereal por estas tierras, por decisión de los gobiernos y sus acuerdos con Bruselas para ingresar en la Unión Europea. Y se fueron cerrando los molinos uno a uno. Ya no había nada que moler en ellos. El último que quedaba cerró en 1986. Y ahí comenzó la ruina de este pueblo y toda su comarca. Nadie se preocupa de nuestro futuro ni del de nuestros hijos. Parece mentira que esto haya podido sucederle a un pueblo como éste, que fue tan próspero y al que queremos tanto sus habitantes».

El testimonio de este «Tiresias jameño» fue el responsable del sabor aciago que me dejó la visita a Alhama. No sólo por lo que nos contó, que era toda una ilustración en vivo de la decadencia de un lugar, y un territorio venido a menos, olvidado de sus gobernantes. Diré que el grado tan alto de confesión íntima que nos estaba realizando -a dos desconocidos- este inesperado personaje, me desconcertó profundamente. Por una parte, era como esos guías de Marruecos (no podían ser de otro país) que se te acercan y se te imponen a base de obtusa insistencia, aunque no hayas solicitado sus servicios, ni te parezca necesitarlos. Sin embargo, todo lo que nos estaba contando aquel hombre era de gran interés testimonial, como si la memoria de Alhama nos hablase a través de él, haciéndonos un regalo incalculable. Y, por otra parte, me sentía “secuestrado” por el manantial creciente de su melancolía. Insistió en alejarnos de la iglesia del Carmen y de la ruta ascendente hacia el mirador que habían tomado mis hermanos, tras visitar la iglesia. Y, aunque nos estaba separando, según él, nos estaba conduciendo hasta un punto del paseo desde el que se veía el pequeño puente romano que cruza el río en el fondo de los tajos (en realidad, resultó ser un acueducto del S. XVI). Mi incomodidad era creciente, se había apropiado de nuestro paseo, una sensación altamente extraña y, en cierto modo, indeseable.

 

Acueducto del S. XVI sobre el río Alhama. (Foto: J.A.V.)

 

Menos mal que se acercó a rescatarnos un chiquillo, como de 7 u 8 años, que venía a «toda pastilla» en su bicicleta (probablemente de estreno, era mañana de Reyes) hacia su padre, que seguía haciéndonos proselitismo plañidero, acerca del amor que podía llegar a tenérsele a Alhama. Que el niño tirase de la manga de la chaqueta de su padre, resultó definitivo. A base de insistencia, conseguiría que se marchara con él hacia alguna parte. Yo me sentía tan desconcertado que, antes de que se alejase la extraña pareja, le pregunté a nuestro “Tiresias jameño” si “le debíamos algo”, por los comentarios tan jugosos que nos había transmitido, y el hombre hizo un gesto de rechazo, diciéndonos:

«No, quite, quite. Nada de eso, muchas gracias. Mi satisfacción está más que cumplida. Verán: Yo quiero tanto a mi pueblo, que cuando salgo de casa y lo veo así, tan deprimido, a cualquier visitante que encuentre contemplando la belleza de los tajos, me acerco a contarles lo que fueron los buenos tiempos y la belleza de mi Alhama. Gracias a ustedes por su atención, y a ver si en el futuro esto cambia, porque tenemos que ofrecerles un porvenir a nuestros hijos…»

Y, antes de que iniciara un nuevo planto confeso, el niño tiró por última vez de la manga del padre, y consiguió que se fueran alejando, mientras Lourdes, mi cuñada, le alentaba: “Venga, hombre, no se desanime. Verá usted como todo mejora. ¿No ve usted a su hijo? Alégrese con él, que esto es lo mejor que puede pasarle a estos pueblos, que no falten los niños paseando y jugando por ellos”.

(Continuará)

 

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