La atención folclórica que el periodismo presta a la Lotería de Navidad siempre me ha parecido inmoderada, con ese punto infantil que las televisiones y los periódicos ponen en el detalle tonto para aligerar la carga de profundidad, que es devastadora. En realidad lo que se viene a celebrar es el dinero y el dinero ganado de la manera más obscena, o sea por el juego. Que esto tenga la publicidad que tiene, y que los periodistas tengamos que estar a pie de calle arañando la historia más estúpida de todas, es parte de la escenografía habitual. Las crónicas del Gordo, con ese estado de euforia y las gentes saltando fuera de sí, son muy peleonas. Si las pillo por televisión directamente cambio de canal. No tanto por vergüenza ajena, que también, sino por la sospecha de que yo, llegado el caso, sería el más bárbaro de todos y estaría más borracho que nadie a esas horas de la mañana, y probablemente en algún momento del directo me bajase los pantalones y enseñase el culo a toda España; sólo de pensarlo ya me produce dolor de cabeza.
Diré unas pocas cosas más. El sorteo, y la cantinela ésa repetida en la radio toda la mañana, me produce cansancio existencial. Los niños de San Ildefonso me recordaron toda la vida a Damien, el niño de La Profecía, y nunca he llegado a descartar que cada uno de ellos lo fuese a su manera. Creo que lo que hace el Estado con el Gordo es obviar una ley principal: el dinero hay que ganarlo con moderación, no digamos ya regalarlo. Cuando las cámaras se adentran en los barrios proletarios porque allí ha tocado el Gordo, y veo ese júbilo desatado entre los míos, las clases bajas o tirando a bajas, y en la pantalla, sobreimpresionada, la cantidad de millones ganados, se me aparece siempre la imagen de un mono con dos pistolas.
Yo sé, por ejemplo, que el año que no compre la lotería del trabajo, que es la única que compro, el Gordo caerá aquí y hará felices a personas muy queridas por mí. Eso debería animarme a olvidar comprarla algún año y brindarles a ellos la oportunidad de algo mejor, pero no lo voy a hacer nunca, ni siquiera en sueños. No quedar como tonto es una de las razones; pero la principal es lo mucho que yo valoro su amistad y la nostalgia que me produciría verlos estropéandose la vida, dejando a sus mujeres, cambiando sus coches y teniendo seis o siete hijos, con el escándalo que eso produce.